¿Qué es lo tuyo? Usualmente la gente llama “suyo” aquello de lo que puede disponer, es decir, lo que puede manejar o manipular. Es una definición incompleta y miope. De acuerdo con ella, nadie debería considerar como “suyo” su pasado, simplemente porque carece del poder de manejarlo a capricho.

 
Lo más grave de esa mala definición sobre lo “propio” es que distorsiona el modo como las personas tratan aquello que creen poseer, como por ejemplo, su cuerpo, su dinero o sus conocimientos. Dios en su amor tiene lecciones también para esa dimensión de vuestro ser. De ello quiero hablarte hoy.

Muchas veces la Escritura te presenta a Dios como el Dueño y Señor. Te recuerdo particularmente aquel texto: «¡Ay de quien litiga con el que la ha modelado, la vasija entre las vasijas de barro! ¿Dice la arcilla al que la modela: “¿Qué haces tú?”, y “¿Tu obra no está hecha con destreza?” ¡Ay del que dice a su padre!: “¿Qué has engendrado?” y a su madre: “¿Qué has dado a luz?” Así dice Yahveh, el Santo de Israel y su modelador: “¿Vais a pedirme señales acerca de mis hijos y a darme órdenes acerca de la obra de mis manos? Yo hice la tierra y creé al hombre en ella. Yo extendí los cielos con mis manos y doy órdenes a todo su ejército» (Is 45,9-12).

Los oídos humanos, acostumbrados a mirar el poder como derecho al capricho, tienden a leer estas palabras como una declaración que Dios hace de su prepotencia y de su fuerza arbitraria. Mas el sentido no es ese, como bien te lo recuerda el libro de la Sabiduría: «El actuar con inmenso poder siempre está en tu mano. ¿Quién se podrá oponer a la fuerza de tu brazo? Te compadeces de todos porque todo lo puedes y disimulas los pecados de los hombres para que se arrepientan. Amas a todos los seres y nada de lo que hiciste aborreces, pues, si algo odiases, no lo habrías hecho. Y ¿cómo habría permanecido algo si no hubieses querido? ¿Cómo se habría conservado lo que no hubieses llamado? Mas Tú con todas las cosas eres indulgente, porque son tuyas, Señor que amas la vida» (Sab 11,21-26).

¡Ahí lo tienes! ¡Qué preciosa palabra! “Tú con todas las cosas eres indulgente, porque son tuyas, Señor que amas la vida”: he aquí la manera de realmente poseer las cosas: amarlas. Esto es tan cierto, que Satanás, en su delirante pretensión de no reconocer el poder de Dios, por lógica y necesaria consecuencia tuvo que abrir las toldas del odio, que Dios no había creado, para hospedarse en la pésima tienda del desamor, única en que estaba seguro que Dios no entraría. Así tienes una primera respuesta, resumida hermosamente en la palabra “amor”. No es tuyo lo que no amas, aunque ciertamente amar no es lo único necesario para que te sientas autorizado de considerar tuyo a algo o a alguien.

El otro elemento necesario para que consideres tuyo algo es que sea Dios quien te lo conceda. Todo es de Él, porque Él nos ha creado a todos; pero tú no eres el creador y por eso sólo de un modo secundario y derivado posees las cosas, incluso aquellas cosas que posees con libertad y en amor. Ese modo tiene su fuente en lo que Dios te otorga; de ahí la advertencia de Moisés: «Ahora, Israel, escucha los preceptos y las normas que yo os enseño para que las pongáis en práctica, a fin de que viváis y entréis a tomar posesión de la tierra que os da Yahveh, Dios de vuestros padres» (Dt 4,1). Y también: «Guarda los preceptos y los mandamientos que yo te prescribo hoy, para que seas feliz, tú y tus hijos después de ti, y prolongues tus días en el suelo que Yahveh tu Dios te da para siempre» (Dt 4,40).

Una última amonestación sobre nuestro tema proviene del corazón encendido del apóstol Pablo: «Os digo, pues, hermanos: El tiempo es corto. Por tanto, los que tienen mujer, vivan como si no la tuviesen. Los que lloran, como si no llorasen. Los que están alegres, como si no lo estuviesen. Los que compran, como si no poseyesen. Los que disfrutan del mundo, como si no disfrutasen. Porque la apariencia de este mundo pasa» (1 Cor 7,29-31).

Recibe, pues, las cosas todas como de las manos de Dios, que son fuertes y sabias; poséelas con libertad de modo que no sean ellas las que te posean, y de modo también que en ellas tenga siempre autoridad el amor de Dios que fue el que las hizo ser; y ante la certeza de su carácter básicamente transitorio, utilízalas con generosidad a favor de tus hermanos, según el consejo de Cristo: «Vended vuestros bienes y dad limosna. Haceos bolsas que no se deterioran, un tesoro inagotable en los cielos, donde no llega el ladrón, ni la polilla; porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón» (Lc 12,33-34).

Deja que te invite a la alegría. Dios te ama; su amor es eterno.

Por Ángel

Miércoles, 9 de febrero de 2000