"Y dijo Dios: No es bueno que el hombre esté sólo; le haré ayuda idónea para él."


Un aspecto poco tratado de este versículo es la razón por la que Dios quiso hacer ésta ayuda idónea. Debemos hacer una pequeña observación, y es que así como la mujer es la ayuda perfecta para el varón, así mismo el hombre es el complemento ideal de la mujer, su ayuda idónea.
¿Qué es una ayuda idónea? Es algo que se nos ofrece como un auxilio perfecto a nuestras necesidades. Por ejemplo cuando tenemos hambre sólo la comida suple cumplidamente nuestro requisito. La sed sólo se calma con la bebida. El cansancio con el descanso, etc., etc. Por supuesto que la mujer para el hombre, y el hombre para la mujer son complementarios en áreas mucho más amplias y profundas. Son seres del mismo nivel en la Creación, son compañeros, amantes en todos los sentidos, amigos, consoladores el uno al otro, y muchas cosas mas.

Así pues queda establecido que, según la perfecta voluntad de Dios, el hombre no debía estar solo. Ahora bien, lo que vamos a analizar es, con todo respeto, aquello que movió a la Sabiduría de Dios a establecer compañía para el ser humano.

Es indudable que una primera valoración nos lleva a considerar que la mujer fue creada en origen como una compañera plena. Así dijo Dios: "Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra y sojuzgadla." (Gen. 1:28).

Ahora bien, Dios en su absoluto conocimiento, sabía de la posterior Caída y degeneración que alcanzarían al hombre, y ya desde el principio comenzó a tratar con sus criaturas.

El hecho conciso de juntar a dos seres es, en uno de sus aspectos, para quebrantar la individualidad, léase egoísmo del hombre. Puedes imaginarte que niveles de egocentrismo habría alcanzado el hombre de no haber tenido que compartir nada con nadie. Al enamorarse dos personas, se inicia un proceso de separación de sus respectivas familias, en ambos novios, y acercamiento a otras nuevas. Es una forma de ampliar el pequeño horizonte de nuestros sentimientos y abrir nuevas expectativas a nuestro cerrado mundo. Se nos muestra, haciendo que nuestras pequeñas relaciones humanas se agranden, que somos parte de una maravillosa e inconmensurable Creación.

Ya no tomamos decisiones solos, éstas deben ser compartidas. Descubrimos que hay otros gustos, no exclusivamente los nuestros, dentro del matrimonio. Los pensamientos y las ideas se multiplican por dos. Hasta ayer habitábamos bajo la protección paterna, o quizás vivíamos solos, pero hoy dos seres nacidos y educados en distintas familias conviven y todo lo comparten bajo la misma cubierta. Sintetizando, somos dos en una carne. Es una forma de templar nuestro temperamento, de quemar muchos y básicos cartuchos de individualismo. Es inevitable que vengan los conflictos, las distintas opiniones, el "Yo tengo la razón". Si superamos esta etapa aceptándola como parte de los tratos de Dios en nuestra vida, pero sosteniéndonos como viendo al Invisible, de seguro que la ingente Obra de Dios en nosotros habrá avanzado mucho mas de lo que podamos entender. El egoísmo es hijo del orgullo, pecado abominable delante de Dios. Hago un pequeño paréntesis para decir que de una cosa debemos estar sumamente orgullosos, a saber: de ser hijos de Dios y pertenecer a su Bendito Pueblo. De ello no hay límite para estar orgullosos.

Así pues, desde los inicios parte del propósito de Dios es, por un lado, romper nuestro individualismo, y por otro abrir nuestros ojos a la visión más gloriosa de ser miembros de hecho y de derecho de la Familia de Dios. Para ello se vale de su mandato divino, al decir: "Dejará el hombre a su padre y su madre, y se unirá a su mujer, y serán una sola carne" (Gén. 2:24). De seguir fielmente ésta unión se derivan multitud de beneficios, no sólo para el creyente, empero también para el incrédulo.

De hecho, al casarnos, contraemos un compromiso de por vida con la otra persona, compromiso que no debiera ser roto, bajo ninguna circunstancia salvo por causa de fornicación (Mt. 5:32 y 19:9). Ahora bien éste punto de vista no es muy respetado entre los incrédulos, habida cuenta que exige de ellos un mínimo de fidelidad a su promesa de "amor eterno" que hicieron ante el altar y ante un mas o menos nutrido grupo de personas. Quiero hacer aquí un inciso para un pequeño comentario sobre la tan manida frase: "Lo que Dios juntó, no lo separe el Hombre" (Mr. 10:9).

La inmensa mayoría del Pueblo de Dios piensa, infelizmente, que el acto de unir a dos personas en una iglesia es condición inequívoca de que Dios ha bendecido esa unión. Nada mas lejos de la verdad. En primer lugar, ¿Aceptas que Dios está presente durante una ceremonia totalmente religiosa y bendice a seres que no han nacido de nuevo y por tanto no creen en Él? Por otro lado, ¿Es un simple ruego del Señor Jesús, ó un mandamiento divino?

En nuestro país, España, por desgracia, el porcentaje de verdaderos convertidos, dentro de la iglesia católica, es mínimo. No trato, al decir esto, de ofender a ningún católico que pueda leer este estudio, simplemente es una triste realidad. Si piensas que por el simple hecho de haber sido bautizado perteneces al Reino de Dios, estás muy equivocado. El bautismo te hace miembro de una iglesia, pero no te hace piedra viva de la Iglesia. Sólo un encuentro personal con el Señor Jesucristo, recibir su perdón y ser cubierto con su preciosa sangre redentora, puede salvarte y hacerte miembro de la Familia de Dios (1 Ped. 1:18-21).

El acto religioso de una unión matrimonial, sea ésta realizada en la iglesia que sea, y bajo la bandera de cualquier denominación, no es sinónimo, ni muchísimo menos, de ser una unión bendecida por Dios. Sólo aquellos que le conocen, que ya han sido santificados (apartados) por Él, incluidos en sus propósitos eternos, tienen la seguridad del mandato divino: "Lo que Dios juntó...".

La segunda parte de este pensamiento es un poco más teológica. Debemos dilucidar si el "... no lo separe el hombre", es una petición o un mandato. Bien, veamos. Si lo consideramos un ruego del Señor Jesús (esta frase no aparece en ningún otro lugar de la Escritura), lógicamente cualquiera podría desobedecerlo, de donde la ingente cantidad de divorcios, sobre todo en el mundo occidental, no sería mas que la mera consecuencia de no hacer caso a una súplica del Señor. Si por el contrario se tratara de un precepto divino, todos los matrimonios unidos por Él se mantendrían de por vida. Cómo creyente, dime, si te mueves en el Espíritu en todas tus relaciones de pareja, ¿Piensas que hay el menor resquicio para dar ocasión al Diablo? Si de corazón te has propuesto obedecer a Dios, ¿Piensas que Él te abandonará al primer contratiempo en tu matrimonio, y permitirá que os separéis sin más? Es cierto que Dios hace llover sobre justos e injustos, pero el Omnipotente sólo disciplina (cuida) a los que considera como hijos.

Puedes argumentar que también hay uniones cristianas que se deshacen con el tiempo, y yo te diré, constata bien, si en el principio, estas uniones estaban bajo el amparo de Dios. Si escarbas en los orígenes de estos matrimonios comprobarás que el Señor quedó ausente, a veces incluso desde el noviazgo; y la separación ha sido la lógica consecuencia de un caminar en desobediencia. No obstante, Él es tan misericordioso que, aunque nos hallamos unidos no en Santo matrimonio, si obedecemos de corazón a aquella forma de doctrina a la cual hemos sido entregados (Rom. 6:17), nos cubrirá con su Manto de Amor y donde había guerra, nacerá la paz, donde había odio nacerá el afecto, y donde había tinieblas, nacerá la luz.

¿De verdad no conoces a nadie a quien le halla sucedido algo parecido? ¿A lo mejor esto ha ocurrido en tu propio matrimonio?

Así pues, queda establecido que "No todo lo que reluce, es oro", ni todo lo que se realiza en el templo, proviene de Dios. "Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es". (Jn. 3:6).

Bien haríamos en mantener viva la llama de nuestro amor terrenal, ¡Cuánto más del Celestial!

Al fin y al cabo nuestra unión con una persona aquí en la tierra, es sombra y tipo de una Unión mas sublime allí en los Cielos.

Retomando la línea principal de nuestro estudio, decíamos que el mantener indisolubles los lazos del matrimonio nos traería incontables beneficios. El primero de todos, que nuestra actitud agrada a Dios. Y no debiera existir para el creyente mayor satisfacción que deleitar el corazón del Padre. Dios no necesita que le agrademos, por el contrario, nosotros necesitamos agradar a Dios.

De modo y manera que para quebrantar la altivez de nuestro corazón, el creernos únicos, Dios nos sitúa en un medio corporal, donde debemos de preocuparnos los por los otros. Así una de las primeras preguntas que Jehová Dios hizo al hombre fue: "¿Dónde está Abel tu hermano?"

Cualquiera en el grupo donde te reúnes es Abel para ti, de la misma forma tu también eres Abel para otros. Por desgracia, salvo por la reunión de los jueves y los domingos, casi no tenemos contacto. Pero llegará el día en que pondremos la vida los unos por los otros (Jn. 15:13).

Veis, de esta manera nuestro círculo de afectivo, y por tanto de preocupaciones, se ha ampliado grandemente. Antes nosotros éramos nuestra única preocupación, hoy nuestra mujer, nuestros hijos, nuestra familia política, entran dentro de los límites de nuestro cariño y muchas veces nos complican la vida sobremanera y, no se te olvide, también nosotros a ellos. En el entorno de la iglesia la situación no es muy diferente, incluso me atrevería a decir que es mucho más aguda (Gá. 5:15). No dudes que quienes más daño nos hacemos es entre nosotros mismos hasta que el Espíritu apacible del Cordero sea formado en nuestro interior. Pero a Dios le ha placido hacerlo así. El Templo Celestial no consiste en una hermosa piedra preciosamente labrada, tú ó yo, si no que está constituida por multitud de piedras de diferentes formas y tamaños, edificadas sobre un mismo fundamento: Jesucristo.

Concluimos pues, que Dios nos ha hecho ayuda idónea, a saber: La esposa/esposo, los hijos, los suegros, los amigos, los hermanos, en la carne y en el espíritu, y finalmente la más gloriosa Ayuda idónea imaginable: nuestro SEÑOR JESUCRISTO. Gracias buen Dios.

Epafrodito