Sus errores del ayer quedaron en el pasado

Un recuerdo de mi lejana niñez todavía me asalta con frecuencia. Lo constituyen las escenas de un indigente al que –en Vijes, mi patria chica-- le hicieron parte de la familia. Sólo sabíamos su nombre: Camilo. Otros le decían “Saco viejo”. Era gracioso, como si hubiese sido tomado de una caricatura o de los dibujos animados. Risueño. Y permanecía en el parque principal, al amparo de una enorme Ceiba.

Los parroquianos se turnaban alimentarlo. Pero también, proveerle vestido. Y aunque era poco amigo de bañarse, todos sentían un sano orgullo cuando le veían bien presentado.

Sin embargo los días tranquilos del hombre se tornaban tristes y tormentosos cuando alguno de los adolescentes, que solía pasar frente a la silla en la que veía morir el tiempo, le gritaba: “Esa ropa no es tuya, sino mía”.

Inmediatamente abandonaba el mundo de fantasía en el que vivía, mudaba su semblante y, con rabia, se deshacía de cada una de las prendas. Era dramático. Le hacían sufrir.

¿Le ha ocurrido alguna vez?

Igual que Camilo puede ocurrirle a usted. Justo cuando se siente más entusiasmado porque experimenta cambios en su comportamiento, le embarga un extraño sentimiento de frustración y desasosiego. Recuerda su pasado. Es como una sombra que le sigue a todas partes.

¿Ha vivido esa situación? Es frecuente. Y pone obstáculos al propósito de cambio. Es una de las armas eficaces de Satanás y sus aliados. Es la forma como detiene cualquier avance espiritual. Siembra desánimo y frustración.

Sin embargo se trata de una mentira. La más infame porque desde el momento en que usted y yo aceptamos a Jesús como Señor y Salvador, todos nuestros pecados fueron borrados.

El apóstol Pablo escribió: ”Y a vosotros, estando muertos en pecados y en la incircuncisión de vuestra carne, os dio vida juntamente con él, perdonándoos todos los pecados, anulando el acta de los decretos que había contra nosotros, quitándola de en medio y clavándola en la cruz... ”(Colosenses 2:13-14).

Es hora de perdonarse

Imagine por un instante que entra a la oficina celestial de Jesucristo. Está ocupado. Sobre su escritorio, decenas de documentos por firmar. Usted toca la puerta entreabierta y, con un gesto, mirándole por encima de sus lentes, le invita a seguir.

--Señor Jesús, me siento triste, deprimido, me embarga la sensación de que no vale la pena seguir adelante--, le explica.

--¿A qué se debe?— pregunta el maestro.

--Es un pecado que cometí hace algunos años. Engañé a mi esposa, le causé mucho daño, la hice infeliz—argumenta usted.

Sin decir palabra, Jesús se dirige al archivador. Pregunta su nombre, luego su apellido y comienza a revisar todos los expedientes. Guarda silencio. Sus dedos recorren hábilmente todos los folios. Mueve la cabeza y volviéndole la mirada, le dice:--Lo siento, no se de qué me hablas. Revisé todos los archivos y no aparece el pecado de que me hablas—.

--Yo recuerdo que te pedí perdón, pero sigo preocupado...

--Ah... –le interrumpe el Señor—es que me pediste perdón. Yo te perdoné. Eso lo explica todo. Ya no existen esos errores. Están en el pasado, y para serte sincero, allí quedarán para siempre, en el pasado

Usted abandona el lugar con la convicción de que fue perdonado, aunque mismo no quería admitirlo para si mismo.

¿A qué se debe esta situación? A que Dios nos perdonó pero nosotros no nos hemos perdonado aún. Ese es el instrumento que utiliza el diablo para traernos a la memoria lo que hicimos ayer, y tratar de frenarnos en nuestro crecimiento espiritual. Lo que debemos hacer entonces, es permitir que el perdón nos cubra. Es decir, perdonarnos. De lo contrario, siempre nos atormentaremos por lo que hicimos.

Comience a vivir plenamente

El pasado es pasado y en el pasado debe quedar. No es un juego de palabras. Es una realidad. Dios ya le perdonó. No tiene sentido que usted se siga atormentando como lo hace hasta ahora.

Cuando se perdone asimismo, seguramente comenzará a vivir plenamente. Es inevitable. Dios nos perdonó, nosotros debemos perdonarnos.

Pero hay algo que quizá le falta. Es aceptar a Jesucristo como Señor y Salvador. Sólo así se hará efectivo el perdón de sus pecados en la cruz.

Hacerlo es fácil. Basta con una sencilla oración. Dígale: “Señor Jesús, reconozco el perdón de mis pecados por tu sacrificio en la cruz. Te acepto en mi corazón como único y suficiente Salvador. Haz de mi la persona que tú quieres que yo sea. Amén”.

Lo felicito. Es la mejor decisión que haya podido tomar. Su existencia será diferente. Ha comenzado el proceso de cambio. Ahora le sugiero tres cosas. La primera, que asuma el hábito de orar. Es hablar con Dios. La segunda, que lea Su Palabra diariamente. Le ayudará a crecer espiritualmente. Y la tercera, que se congregue en una iglesia cristiana.

Autor: Fernando Alexis Jiménez

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