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Prisioneros de la culpabilidad

Cuando las puertas de la penitenciaría se abrieron, una soleada mañana de abril, Eddie J. L. comprendió que terminaban allí diecisiete años de prisión injusta. Revisó sus pertenencias, que se limitaban a una Biblia vieja y subrayada por todas partes, un par de anteojos, un reloj en oro que compró en sus mejores tiempos, y la colección de recortes de periódicos que habían hecho eco de su caso. Movió su cabeza y con un sincero “Al fin soy libre”, que brotó de lo más profundo de su corazón, enfrentó la brisa que le despertó a la realidad de comenzar una nueva vida a partir de las ruinas.
 
En cuestión de segundos, como si viajara en el tiempo, recordó que justo una mañana de 1985 las noticias de la televisión le despertaron profundos sentimientos de rechazo y horror. A través de las imágenes se mostraba a una adolescente, salvajemente asesinada tras ser abusada. Los hechos ocurrieron cerca de su vivienda, en Detroit. No podía dar crédito a lo que veía, y se repitió una y otra vez “No puedo creer que hayan seres tan crueles en esta vida”. Y ese fue el comienzo de su pesadilla.

Horas después llamaron a su puerta, con violencia, con apuro, sin asomo de diplomacia. Lo arrestaron. Sus características coincidían con las del asesino. Y, como relataría años después, los agentes le convencieron de confesar el hecho atroz para obtener rebaja de penas o incluso, la libertad condicional. Y lo hizo. Confesó un crimen que no cometió. La peor estupidez de su existencia, como compartiría con varios de sus compañeros, en las largas hileras de celdas y barrotes.

Doce años después de estar bajo prisión, maldiciendo cada día su destino y, culpándose por admitir lo que no había hecho, inició su proceso de defensa. Ningún abogado quería representarle ante la Corte. “No hay peor error que confesar un delito y después de recibir condena, pretender que se es inocente”, coincidían en argumentar los penalistas que consultó. Pero alguien asumió el reto. Y fue gracias a una prueba de ADN que se comprobó su inocencia.

Allí estaba, emprendiendo un nuevo sendero, desconocido pero lleno de posibilidades, con 54 años de edad, ningún familiar o amigo próximo, pero convencido que acababa de despertar del sueño más horrible que un ser humano pueda concebir.

Falta de perdón

Revisando la historia de Eddie encontraba una enorme similitud con tres características que son comunes al hombre de hoy: a.- Asumir las cargas por los errores e irresponsabilidad de quienes les rodean b.- Culparse a si mismos aún cuando la situación que les inquieta no la hayan provocado c.- Martirizarse viviendo con el sentimiento de culpa por los errores que cometieron en el pasado, ignorando de paso las enormes posibilidades que tienen delante y d.- Negarse a la oportunidad de volver a intentarlo, corrigiendo las fallas en que se incurrió.

Un nuevo comienzo

No importa cuánto haya pecado o quizá, todo aquello en que participó hoy trae dolor o angustia a su existencia. El Señor Jesucristo, con su sacrificio en la cruz, nos abrió las puertas a una nueva vida. Sólo basta reconocer que hemos pecado y que El nos perdonó, y disponernos al cambio. Así lo explicó el Señor a sus discípulos cuando dijo: “Esto es lo que está escrito—les explicó--: que el Cristo padecerá y resucitará al tercer día, y en su nombre se predicarán el arrepentimiento y el perdón de pecados a todas las naciones...”(Lucas 24:45, 46. Nueva Versión Internacional).

El perdón esta allí, disponible para todos nosotros. Sin embargo consideramos que hemos errado tanto, que difícilmente tendríamos perdón. E inconscientemente rechazamos ese capítulo en blanco de nuestra existencia que podemos comenzar a escribir desde hoy. Nos sentimos culpables y casi sentimos que debemos seguir acusándonos siempre por lo que hicimos ayer. Y al igual que Eddie, el protagonista de la historia, preferimos seguir en la celda antes que salir a la libertad que nos dio Cristo, el Señor.

En su orden, debemos a amar a Dios primero, en segundo lugar, amarnos a nosotros y por tanto aprender a perdonarnos, y tercero, amar al prójimo. Pero si no somos capaces de perdonarnos a nosotros ¿Cómo pretendemos perdonar y dar amor a los demás?.

En su visita a la casa de Cornelio, un centurión romano, el apóstol Pedro compartió un principió universal, que se aplica hoy. Dijo a los presentes: “De él (Jesús, el Cristo) dan testimonio todos los profetas, que todo el que cree en él recibe, por medio de su nombre, el perdón de pecados” (Hechos 10:43. Nueva Versión Internacional).

¿Cómo comenzar el cambio?

Cambiar no es fácil, y menos si queremos hacerlo fundamentados en nuestra fuerza de voluntad. De seguro caeremos una y otra vez y nos sentiremos desanimados, pensando que es imposible. Pero es fácil si dependemos del Señor Jesucristo. El dijo: “Yo soy la vid, vosotros los pámpanos. El que permanece en mí, y yo en él, éste lleva mucho fruto; porque separados de mí, nada podéis hacer”(Juan 15:5. Nueva Versión Internacional). Si dependemos de Dios, Él nos dará las fuerzas necesarias para vencer.

Quizá no ha tomado la mejor decisión: aceptar el perdón de Cristo Jesús en su corazón. ¡Es hora de que lo haga!. Dígale, allí frente a su computador: “Señor Jesucristo, reconozco que he pecado y que humanamente no he podido cambiar. Acepto el perdón de mis pecados, te pido que entres en mi corazón y me ayudes a comenzar una nueva vida. Gracias por perdonarme y por tu Espíritu Santo. Amén”.

¡Puedo asegurarle que su vida jamás será la misma!. Ahora le sugiero que asuma el hábito de hablar con Dios en oración, leer al menos un capítulo de la Biblia cada día y, en lo posible, congregarse en una iglesia cristiana. Comparta con el pastor que hizo ya la decisión de fe y desea orientación.

Si tiene alguna duda o quietud, escríbame ahora mismo:


Ps. Fernando Alexis Jiménez
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