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Lamento por el caído

2ª Samuel 1:17- 27

En la hermosa endecha, o lamento, de David por la muerte de Saúl y Jonatán, se nos descubre el corazón de un verdadero hijo de Dios. Es quizás el gemido mas profundo que, por la muerte de un ser querido, se nos muestra en la Escritura.

No hay ni un sólo pensamiento de venganza en su corazón a causa de la persecución de que había sido objeto por parte de Saúl. Tal y como leemos en la Palabra, en más de una ocasión Saúl persiguió a David por envidia malsana pensando, equivocadamente, que éste último le arrebataría el trono. Nada mas lejos de la realidad, dado que David jamás habría tomado aquello que no le hubiera sido dado por su Señor. Salvo en una ocasión en la que arrebató lo que no le pertenecía y tuvo que pagar con muchas lágrimas su pecado.

David, pues, tenía un concepto muy puro de lo que era o no era suyo. Tal vez también nosotros deberíamos examinar con mas atención los criterios que aplicamos a la propiedad, bien sea nuestra o ajena. ¿Esperamos a que Dios nos dé lo que nos ha prometido, o mejor tratamos de conseguirlo mediante nuestro propio esfuerzo? Ojalá fuéramos de aquellos que mediante la paciencia heredáramos las promesas (Heb. 6:12).

La paciencia, dentro del Pueblo de Dios es, por desgracia, un bien escaso. La paciencia y la esperanza son dos virtudes que caminan íntimamente ligadas. Es obvio que no se puede tener esperanza si, a la vez, no poseemos el ánimo suficiente para aguardar, pacientemente, lo que esperamos. El desaliento es el precursor, la antesala, de la desesperación. Una de las mas notables características del pueblo cristiano es, sin duda, la de ser un pueblo lleno de esperanza. Espera, en primer lugar, la venida de su Señor, espera contemplarlo cara a cara; también espera cielos nuevos y tierra nueva; espera la redención de su cuerpo; espera una vida inmortal, etc., etc. Si quitamos este aspecto de la vida cristiana, queda simplemente un grupo de personas salvadas de no se sabe qué, que irán no se sabe adónde. Sí, hermano, la esperanza hinche tu pecho arrastrándote hacia un puerto seguro, de la misma forma que las velas del barco, infladas por el viento, lo conducen con certeza a su destino. Mira a tu alrededor, contempla a un mundo sin futuro. Es cierto que las grandes alianzas internacionales tratan, no de arreglar el planeta, si no de batallar, y ganar, dentro de una jauría de lobos hambrientos, la mejor tajada para sí mismos. Después de lo que se ha padecido en este mundo, después de tantas y tantas guerras que han quebrantado a una Raquel que llora por sus hijos, millones de hijos, después de tanto y tanto dolor sin razón alguna, ¿Qué hemos aprendido? ¿Qué soluciones se ofrecen a un planeta agonizante, sin esperanza? Como dijo el predicador, vanidad de vanidades, todo es vanidad (Ecl. 1:2).

Puede que sea muy pesimista, pero creo que hasta que el Señor no venga con su justo gobierno, no habrá arreglo para esta humanidad.

Hablábamos, pues, de lo necesitados que estamos de paciencia para obtener las promesas del Señor. Todo nuestro fervor ó ahínco no pueden adelantar un ápice los propósitos de Dios. En su mano están los tiempos, los tuyos, y los míos. Como dice la Escritura él todo lo hizo perfecto en su tiempo, no en el nuestro.

Así, David, supo esperar y recibir de Dios el reino que, por ser el ungido, le pertenecía. Retomando el hilo anterior de pensamiento, en este pasaje, la nobleza del alma de David se expresa en plenitud, llorando sin consuelo, no sólo por la muerte de sus amados si no, incluso, por la forma en que ésta había sido llevada a cabo. Hay que recordar que era una deshonra para el pueblo de Israel caer delante de sus enemigos. En este caso más ignominiosa aún dado que perdieron la batalla; otra cosa hubiera sido morir pero alzándose con la victoria.

Hasta proclama una maldición contra los montes de Gilboa donde cayeron los valientes. La actitud de David contrasta, desgraciadamente en demasiadas ocasiones, con nuestra postura frente a la caída de hombres de Dios. El quebranto y no la crítica debería ser la respuesta que saliera de nosotros ante situaciones como esta.

¿Quién gana por el hecho de que siervos de Dios pequen, y caigan de sus alturas? Ciertamente en el único lugar donde debería haber regocijo es en el campamento de los filisteos, los enemigos acérrimos del pueblo de Dios, léase las huestes de Satanás. Pero donde nunca debiera levantarse la alegría es ni en tu corazón, ni en el mío. Es verdad que muchas veces los hijos de Dios nos metemos en lugares dónde no deberíamos ni pisar, pero nuestra única misión, en tales situaciones, es advertirle al pecador del error de su camino (Stg. 5-20), orar, y poner delante de Dios a nuestro hermano para que sea restaurado. El juicio, absolutamente, pertenece a nuestro Dios.

Al fin y al cabo, como dice Corintios 12, somos un sólo cuerpo. Nuestro individualismo es una barrera, mayor de lo que muchos creemos, para una verdadera unión donde dependamos realmente los unos de los otros. La corporeidad debe primar sobre el individualismo, si es que queremos llegar a alguna parte en Dios. Así pues, si mi hermano cae, yo me duelo ante el Señor por su triste situación. Es la misma actitud que yo desearía que tuvieran conmigo si alguna vez me veo en su mismo lugar. Recuerda que la misericordia triunfa sobre el juicio.

Es difícil sentirse angustiado cuando el problema lo tiene otro hermano y no yo, empero somos llamados a ser uno, con lo cual si mi mano se duele, yo me conduelo con ella dado que es parte de mi propio cuerpo. No estamos diciendo con esto que se debe justificar cualquier acto que cometan otros hermanos o yo mismo si no, mas bien, tener una actitud condescendiente y misericordiosa hacia el caído. Como leí en un comentario cristiano sobre este tema, el fin de todo nuestro deseo debe ser la restauración de nuestro hermano. La enseñanza, la reprensión, aún el castigo, todo absolutamente todo, debe ir dirigido para que el pecador se arrepienta y ganar así un alma. Te recuerdo que mas gozo hay en el cielo por un pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos que no necesitan de arrepentimiento (Lc. 15:7).

La unión que a la que Dios nos llama no se realiza el simple hecho de cantar los mismos coros en un mismo local físico. Nunca los ladrillos hicieron compacto a los seres humanos; como mucho puede que mantengan familias unidas en un mismo recinto, pero lo que verdaderamente hace hogar, es el calor de los corazones. Así mismo sucede en la iglesia, el sentir, palpar el interior de mi hermano, su dolor y su alegría, su tristeza y su gozo, y clamar por él al Padre de ambos, es lo que nos hace miembros de una mismo Cuerpo. Los generales son imprescindibles para la guerra pero, por muy importantes que éstos sean, jamás ninguna batalla fué ganada por su sólo esfuerzo. Pero mirad a lo lejos y, como a Giezi, el criado de Elíseo, que se nos permita ver a un poderoso ejército, en orden de batalla, dispuesto y bien equipado (2 Re. 6:17). Es una fuerza temible ante la que ningún enemigo, ni el mismísimo Satanás, podrá permanecer en pié.

Uno de los nombres que más se utiliza en el A.T. para designar al Todopoderoso es, Jehová de los Ejércitos. Si pues estamos apuntados en tan gloriosa lista, seamos fieles con Dios y con su bendito Pueblo. Quiera el Señor que podamos entender a qué gran cruzada hemos sido llamados, y a qué incomparable ejército pertenecemos. Como todas las cosas en Dios, es cuestión de revelación.

¡Únenos, oh Dios!

Epafrodito