Imprimir esta página

Las muchas moradas

"...en la casa de mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros..." (Jn. 14:1-7), (Jer. 23:3)

Desde los tiempos más remotos el hombre siempre ha buscado un lugar donde protegerse del frío y del calor; donde guarecerse de las fieras o de sus enemigos, y aún más, un lugar que compartir con los suyos, en fin un lugar donde crear hogar. Allí se siente protegido y, si tiene quién le cuide, también amado.

Al principio, en la prehistoria, fueron las cavernas el lugar adecuado. La vida tan rudimentaria no daba para otro tipo de habitáculo. Conforme fueron pasando los años, y la mente del hombre progresando, se inventaron herramientas que, aunque precarias, capacitaron al ser humano para mejorar sus condiciones de vida, incluida su vivienda.

De esta manera, ya no habitaron en grutas que encontraban en su entorno, si no que buscaron lugares mas apropiados, donde ellos mismos hacían sus propias cuevas en lugares más inaccesibles para los depredadores.

Con el paso de los siglos, el hallazgo del fuego, de la rueda, revolucionarios descubrimientos, y otros de menor entidad, la capacidad creativa del hombre fue en aumento, logrando construir auténticos lugares de reposo, donde habitaban junto con todos los suyos y donde comenzaron a aislarse unos de otros. Así, pues, vemos que donde con anterioridad había una tribu en la que se compartían todas las cosas en común, empiezan a aparecer viviendas individuales acompañadas de un fuerte sentimiento de propiedad.

De ésta manera se construye la primera ciudad que, según nos relata la Biblia no fue Babel, como muchos creen, si no Enoc, edificada por Caín (Gén. 4:17).

Es de destacar en este pasaje, que Jehová Dios nunca mandó construir ciudades al hombre que había creado, mas bien lo puso en el huerto para que lo labrase y guardase, y en ningún lugar aparece mandamiento tal como que iniciara la construcción de una ciudad, de donde se deduce que, ya desde temprano, la contaminada mente del hombre eligió su propio camino, alejándose cada vez mas de la voluntad divina, incluso en la forma de habitar.

En el transcurrir de los años la arquitectura se convirtió en un verdadero arte haciéndose por mano del hombre auténticas maravillas. Majestuosas mansiones, imponentes castillos, y palacios de ensueño, cambiaron el sentido auténtico, que Dios había dado al lugar de habitación del hombre, por otro muy alejado de su pensamiento.

Lo que en un principio, constituyó el corazón mismo del hogar, el ser humano fue paulatinamente sustituido por adornos, atavíos, aderezos... Ya no era la sencilla tienda, llena de calor humano, donde todos participaban, si no una casa/mansión cada vez mas sofisticada. Sólo hace falta que miremos a nuestro alrededor, aún nuestra propia casa, para comprobar este extremo.

Ahora bien, el concepto que Dios tiene de "morada", es mucho más profundo que el que tiene el hombre. "Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos... (Is. 55:8-9). La morada que el Soberano Artífice, ha diseñado para ti, es tu propio cuerpo. Allá a donde vayas, vas tú, y todo lo que tú eres, contigo mismo. Tu cuerpo es tu perfecta casa; una casa viva, no hecha por mano humana, una casa que late, no muerta. Una casa no hecha con el mismo material que los ídolos, piedra, madera e incluso oro, sino edificada con sabiduría, principios, sentimientos y cosas semejantes que no se destruyen con el simple paso del tiempo.

Por ello Su Morada, Su Casa, está constituida de piedras vivas, Él no podía utilizar para habitar, sino el mejor material de la Creación: hijos redimidos. Ni siquiera los ángeles, arcángeles ni querubines de gloria, tienen tan gran privilegio. Privilegio que tú y yo sí tenemos, de ser la Morada de Dios en los cielos.

Somos, pues, habitantes y habitados. Habitantes porque, como dice el versículo del encabezamiento, tenemos un lugar donde vivir para siempre. Lugar que ha sido preparado personalmente por nuestro Señor Jesucristo. Y habitados porque el Dios que los cielos de los cielos no pueden contener (1ª R. 8:27), se ha dignado morar en nuestro interior por medio de su Espíritu Santo. Así que somos, continente y contenido, jarro y agua, tinaja y vino.

Muchos de nosotros no somos capaces de entender la grandeza de ésta visión, yo el primero, si pudiéramos verla, de seguro que algo cambiaría en nuestro interior. El caminar cristiano, como dijo Wachman Nee, se trata de progresivas revelaciones, alguna de ellas muy dolorosas, que van cambiando, mejor dicho cincelando, nuestra vida. Un conocimiento cada vez mas profundo de nuestro Dios, y no el obrar nuestro, es lo que nos hace avanzar en el espíritu. El ser cambiados visión tras visión es el equivalente a ser "... transformados de gloria en gloria..." (2 Co. 3:18).

Pasamos ahora a considerar otra porción del versículo, se trata de la palabra: muchas.

¿Qué nos quiere indicar la Escritura con la palabra muchas? Pues sencillamente, y aunque parezca una perogrullada, quiere decir exactamente lo que dice: cantidad, abundancia, profusión.

Amado, no pienses que vas a estar sólo en el Cielo ó exclusivamente con aquel grupo tan querido tuyo con el que te reunías varias veces por semana. No, no es ese pensamiento del Señor de multitudes, Padre de toda familia (Ef. 3:15). Si no que vas a estar pero que muy bien acompañado. Vas a unir tu voz en alabanza con la de millones de otros tan amados como tú. ¿Cómo va estar a mi lado, codo con codo, aquel que no creía en las preciosas doctrinas que yo tanto estimaba? ¿Cómo es posible que Bautistas adoren a Dios al lado de Pentecostales, y Metodistas canten sus preciosos coros junto a Católicos? ¿Y Qué diremos de los distintos niveles espirituales en los que hemos traspasado el velo cada uno de nosotros? ¿El gran apóstol Pablo se sentará a la misma mesa que el buen ladrón para celebrar las Bodas del Cordero?

"...En la casa de mi padre muchas moradas hay..." Puede que ni en nuestro corazón, ni en nuestro entendimiento, quepan muchos de los hermanos que nos rodean, pero no dudes lo mas mínimo que delante del Gran Trono blanco no faltará ninguno de aquellos que recibieron a Jesucristo como Señor y Maestro, ya que nuestra entrada al Reino de los Cielos no es por pertenecer a ésta o a aquella Iglesia, mas únicamente por nuestra fe en el Hijo de Dios; los que han sido lavados con la sangre preciosa del Cordero.

El pueblo de Dios, en el Antiguo Testamento, lo componían doce tribus (doce es un símbolo de plenitud) y no una, por muy ortodoxa que ésta tribu te parezca. El Israel que conquistó la Tierra Prometida, estaba integrado por hombres y mujeres de todo tipo y condición con un denominador común, todos ellos habían sido rescatados de Egipto con la mano fuerte y el brazo poderoso de Jehová. Aunque de la mayoría de ellos no se agradó Dios (1 Co. 10:5), no obstante todos pertenecían al Pueblo. Incluso después de adorar al becerro de oro, Su Pueblo seguía siendo Su Pueblo. Al fin y al cabo la "funda" de nuestro cuerpo es distinta según la cultura en la que hallamos nacido y la educación recibida pero, una vez desnudados de esta nuestra capa terrenal, nuestros espíritus son iguales delante de Dios. Ninguno es mejor que otro. Los frutos del Espíritu amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, etc. (Gál. 5:22-23), son idénticos en cada integrante de su pueblo. De la misma manera, en el corazón del Padre cabemos todos, todas las razas, todas las iglesias, todo los grupos cristianos, todos aquellos que en suma hallamos sido rescatados de nuestra vana manera de vivir (1 Pe. 1:18-19).

En ocasiones me pongo a pensar cómo será posible que yo pueda cohabitar con hermanos tan distintos a mí, con pensamientos y costumbres tan dispares a las mías. Pero lo que sí sé es que conviviremos juntos. No sé cómo lo hará Él, pero lo hará.

De todas formas hay algo que debemos tener muy en cuenta, y es que cuando estemos allá arriba no tendremos la mente que hoy tenemos, más habremos sido cambiados a su misma imagen y por lo tanto conoceremos los misterios de Dios; como dice 1ª de Corintios 13:12, veremos cara a cara, con lo cual lo que hoy nos es incomprensible, allí estará claro como el cristal y todas nuestras incógnitas serán contestadas. No es ésta nuestra mente actual la que entenderá y verá, plenamente, las incontables maravillas de Dios, si no una mente totalmente renovada, cuyos pensamientos si serán conforme a los pensamientos del Altísimo, y cuyos caminos sí serán conforme a sus Caminos, porque seremos Uno con Él de la misma forma que Jesús es Uno con el Padre (Jn. 17:21).

Por eso es que el Señor Jesús ha ido a preparar lugar para nosotros, una "morada" en el Espíritu para cada uno de nosotros. Regocíjate, hijo de Dios, porque todo lo que Jesús te ha prometido, se cumplirá (2 Co. 1:20). Amén y amén.

Epafrodito