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Consejo Cristiano sobre la Vida Interior

... Este estado de fe es necesario, no sólo para estimular el bien, haciéndoles sacrificar su razonamiento en una vida tan llena de tinieblas, sino que también ciega a aquellos quienes, por su presunción, merecen tal sentencia. Admiran las obras de Dios, mas no las entienden; no pueden ver en ellas más que los efectos de las leyes materiales; están destituidos del verdadero conocimiento, pues aquel sólo se abre para aquellos que desconfían de sus propias habilidades; la orgullosa sabiduría humana es indigna de ser llevada ante los consejos de Dios.

Por tanto, Dios hace que la obra de la gracia sea lenta y oscura, para que pueda mantenernos en las tinieblas de la fe. Él hace uso de la inconstancia e ingratitud de la criatura y de las decepciones y excesos que acompañan a la prosperidad para desprendernos de ambos; nos libra del yo al revelarnos nuestras debilidades y nuestras corrupciones en multitud de deslices. Todo este trato se va desenvolviendo de forma totalmente natural, y es por medio de esta sucesión de medios naturales que somos quemados como a fuego lento. Nos gustaría ser consumidos de una vez por las llamas del puro amor, pero un fin así apenas nos costaría nada; sólo un excesivo amor al yo es el que desea hacerse perfecto por ese camino y a tan bajo coste.

¿Por qué nos rebelamos en contra de lo largo del camino? Porque estamos envueltos en el yo, y Dios debe destruir un enamoramiento que es un continuo obstáculo para su obra. ¿De qué, pues, nos podemos quejar? Nuestro problema es que estamos apegados a las criaturas, y aún más al yo; Dios prepara una serie de eventos que nos despegan poco a poco de las criaturas y que nos separan del yo. La operación es dolorosa, mas se hace necesaria por nuestra corrupción, y la misma causa la hace angustiosa; si nuestra carne estuviera sana, el cirujano no utilizaría escalpelo; Él corta únicamente en proporción a la profundidad de la herida y a la condición tumorosa de las partes; si sufrimos grandemente es porque el mal es grande; ¿es cruel el cirujano porque corte carne en vivo? No, al contrario, es amor acompañado de una destreza; habría de tratar de la misma forma a su único y buen amado hijo.

Pasa lo mismo con Dios. Él nunca nos aflige, por decirlo así, más que en contra de sus propias tendencias; su corazón paternal no se gratifica ante la vista de nuestra miseria, pero corta carne en vivo para poder sanar la enfermedad de nuestras almas. Debe arrancar de nosotros cualquier cosa a la estemos demasiado apegados, y todo lo que amamos desmedidamente y en perjuicio de sus derechos. Él obra con esto al igual que nosotros con los niños: lloran porque les quitamos el cuchillo, que era su diversión, pero que podría ser su muerte. Lloramos, nos desanimamos, gritamos a voz en cuello, estamos dispuestos a murmurar contra Dios como los niños se enfadan con sus madres. Pero Dios nos deja llorar y afianza nuestra salvación. Él aflige para enmendar, e incluso cuando parece sobrecogernos no busca más que el bien, sólo para evitarnos los males que nos estábamos preparando. Las cosas por las que ahora nos lamentamos durante un poco de tiempo nos habrían hecho lamentar para siempre; lo que creemos perdido, de cierto que se perdió cuando parecía que lo teníamos, pero ahora Dios lo ha puesto a un lado para que hayamos de heredarlo en la tan próxima eternidad. Nos priva de lo que más apreciamos para enseñarnos a amarlo puramente, con solidez, y con moderación, y para asegurarnos nuestro eterno disfrute en su propio seno... para hacernos mil veces más bien del que pudiéramos pedir o pensar por cuenta propia.

Con la excepción del pecado, nada sucede en este mundo fuera de la voluntad de Dios. Es Él quien es el autor, gobernador, y dador de todo; ha contado los cabellos de nuestra cabeza, las hojas de cada árbol, la arena de las costas y las gotas del océano. Cuando Él hizo el universo, su sabiduría pesó y midió cada átomo. Es Él quien sopla en nosotros el aliento de vida y lo renueva en cada instante; Él es quien conoce el número de nuestros días y quien sostiene en su toda poderosa mano la llave que cierra o abre la tumba.

Lo que nosotros admiramos, es como si fuera nada a los ojos de Dios: un poco más o menos de vida, es una diferencia que desaparece a la luz de la eternidad. ¿Qué importa si esta frágil vasija, este tabernáculo de barro, se rompe y se reduce a cenizas un poco antes o después?

¡Ah, qué ciega y engañada es nuestra visión de las cosas! Nos abalanzamos al abismo de la consternación ante la muerte de un hombre en la flor de su vida. ¡Qué terrible pérdida!, exclama el mundo. ¿Quién ha perdido nada? ¿El muerto? Aquel ha perdido algunos años de vanidad, de ilusión, y de peligro para su alma inmortal; Dios le ha arrebatado de sus iniquidades y le ha separado de un mundo corrupto y de su propia debilidad. ¿Los amigos que ha dejado? Se ven privados del veneno de la felicidad del mundo; pierden una perpetua intoxicación; se deshacen de su olvido de Dios y de sí mismos, en todo lo cual se encontraban sumergidos –o di, mas bien, que obtienen la bienaventuranza de un leve desprendimiento del mundo, por medio de la virtud de la aflicción. La misma bofetada que salva al moribundo prepara a los supervivientes, a través de su sufrimiento, para trabajar con ardor y con coraje en pos de su propia salvación. ¡Oh!, ¿no es verdad que Dios es bueno, tierno, compasivo hacia nuestra miseria, aún cuando parece lanzar sus truenos hacia nosotros, y se nos llena la boca de quejas ante su severidad?

¿Qué diferencia podemos distinguir entre dos personas que vivieron hace un siglo? Una murió veinte años antes que la otra, pero ahora ambas se han ido; la separación que entonces parecía tan abrupta y tan larga, se nos presenta nula para nosotros, y de cierto que no era sino corta. Aquellas cosas que se cortaron de nosotros pronto serán reunidas, y no habrá traza alguna visible de separación. Nos miramos a nosotros mismos como si fuésemos inmortales, o como si detentásemos en nuestro haber una amplia longevidad. ¡Oh necedad y locura! Aquellos que día a día mueren, pisan los talones de aquellos que ya están muertos; la vida fluye como un torrente; lo que se fue, un sueño es, e incluso cuando contemplamos lo que ahora es, se desvanece y se pierde en el abismo del pasado. Y así será con el futuro; días, meses, y años se deslizan como las ondas de un torrente, cada cual apresurándose sobre la otra. Unos instantes más ¡y todo se acabó! ¡Ay, qué corta nos parecería esa existencia que ahora nos pesa con su triste y tediosa duración!

El disgusto ante la vida es el resultado de la debilidad de nuestro amor propio. El enfermo piensa que la noche nunca acabará, pues no puede dormir, pero no es más larga que otras; exageramos todos nuestros sufrimientos por nuestra cobardía; son grandes, cierto, pero se agrandan por nuestra timidez. El camino para empequeñecerlas consiste en abandonarnos con coraje en las manos de Dios; debemos sufrir, mas el fin de nuestro dolor es purificar nuestras almas y hacernos dignos de Él.

FÈNELON

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