Jamás pensó que se encontraría, cara a cara, con el presidente de la organización empresarial en la que había trabajado por más de diez años. Estaba allí, frente a él, junto al enorme escritorio de madera. Tomó asiento, sin pedir permiso. Y a continuación, de una manera atropellada, como una catarata que se precipita muchos metros hacia las peñas, hizo sinnúmero de preguntas acerca de qué conocía de aquella empresa. No paraba, ni siquiera para respirar.

Al principio quiso ignorarlo y siguió escribiendo el borrador de una carta. Pero el sujeto insistía. Interrumpió lo que hacía y lo enfrentó con un enfático:”¿Cuál es su problema? Pretende incomodarme ¿o qué? Entra a mi espacio a robarme la tranquilidad ¿Qué quiere? Dígalo pronto porque estoy muy ocupado”. Lo hizo sin pensar, en una salida desesperada para quitarse al sujeto de encima.

El silencio pesado del momento lo rompió el hombre con serenidad, sin responder con la misma agresividad:

--Soy el presidente de la compañía. Y simplemente quería saber qué grado de compromiso tienen los empleados con su trabajo. Es todo... – acto seguido se levantó y salió, sin decir palabra, hacia las oficinas de la dirección regional.

Bernardo Zúñiga, empleado de la oficina de telefonía celular de Quito, en el Ecuador, no podía dar crédito a esas palabras. Imaginaba que el máximo directivo de la empresa sería alguien diferente. Más alto, quizá. O delgado, con un bien cuidado traje, y no en mangas de camisa como aquél. Pero a diferencia de lo que imaginaba, hablaba con tono pausado y bajo, sin alardes de autoridad, con una amplia sonrisa y la actitud equilibrada de quien tiene el dominio de la situación.

“¡Qué extraño!” pensó al reflexionar en la enorme diferencia que había entre el hombre del cuál solo conocía por lo que publicaban los boletines internos de la compañía, y el ser que tenía enfrente. Humano, cercano, amable. Diferían la imagen que tenía de lo que debía ser un presidente, de ese nivel, y la presencia real apreció minutos antes. Había una enorme brecha, según razonó.

¿Cómo es Dios? ¿Lo conoce?

Un gran número de cristianos, desde pastores y líderes hasta aquellas personas sinceras que asisten semanalmente a la congregación, predican a un Dios que no conocen. Así lleven muchos años profesando la fe. ¿La razón? No han experimentado un encuentro personal con Su Creador.

Conocen y hablan de lo que quizá escucharon alguna vez, pero no han cruzado las fronteras entre oír y leer acerca del Señor, y encontrarse con Él.

¿Hablar en el nombre del Señor?

Pero ¿Qué podemos pensar de quienes, sin llevar una estrecha e íntima relación con el Señor, predican en su nombre?¿Qué podría decirse de aquellos que tienen una posición relevante en la iglesia y exponen un mensaje, que aseguran, es divino sin siquiera tomar tiempo para orar a Dios?

No quiero desencadenar polémicas, simplemente abrir un espacio para la auto evaluación ya que fue en circunstancias similares que el profeta, hablando bajo inspiración, proclamó: “Porque ¿Quién estuvo en el secreto de Jehová, y vio y oyó su palabra?¿Quién estuvo atento a su palabra, y lo oyó?” (Jeremías 23:18), y también: “No envié yo aquellos profetas, pero ellos corrían; yo no les hablé, más ellos profetizaban”(v.21).

Unos principios elementales

Quien pretende ser instrumento útil en manos de Dios, debe observar en su vida sencillos principios, que respalden con hechos aquello que predican:

a.- Un testimonio de vida intachable, que reafirme que es un auténtico embajador de Jesucristo y no un mero palabrero.
b.- Una vida de oración e intimidad con Dios.
c.- Una disposición permanente para escuchar y cumplir la voluntad del Señor.
d.- Una actitud de renuncia a los deseos e inclinaciones de la naturaleza que batallan con la voluntad de Dios.
e.- Predicación fundamentada en sólidos principios bíblicos y no en nuestras experiencias personales.
f.- Una vida cristiana que demuestra relación entre lo que predicamos y lo que hacemos.

Autoridad espiritual

Tras releer los textos escriturales, coincidimos en un punto ineludible: la necesidad que tiene el creyente de mantener íntima comunión con el Padre, en oración, para que nuestros mensajes tengan eficacia, autoridad espiritual y aplicación práctica.

En tal sentido, cobra particular vigencia la exhortación del profeta: “Pero si ellos hubieran estado en mi secreto, habrían hecho oír mis palabras a mi pueblo, y lo habrían hecho volver de su mal camino, y de la maldad de sus obras”(v. 22).

La iglesia de hoy reclama pastores, obreros, líderes y cristianos comprometidos, que experimenten un encuentro personal con Dios, observen una vida de oración permanente (1 Tesalonicenses 5:17), que no se promocionen así mismos sino al evangelio transformador de Jesucristo del cual son embajadores, y finalmente, que evidencien un testimonio irreprensible. Una iglesia así, impactará y traerá a los pies del Señor a aquellos entre quienes se desenvuelve.

Si tiene alguna inquietud, no dude en escribirme.

Ps. Fernando Alexis Jiménez
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