LA SANGRE Y LA CRUZ


En el libro “La Vida Cristiana Normal” hemos notado que el Apóstol Pablo nos da su propia definición de la vida cristiana en la carta a los Gálatas, cap. 2, verso 20: “... no ya yo, mas... Cristo...”. El apóstol no declara aquí algo especial o singular, un nivel más elevado del Cristianismo. Creemos que esta presentando la norma de Dios para un cristiano, lo que puede resumirse en las palabras: Ya no vivo yo, mas Cristo vive Su vida en mi.
Dios lo aclara bien en Su Palabra, la que tiene una sola respuesta a toda necesidad humana: Su Hijo Jesucristo. Nos ayudara muchísimo y os librara de gran confusión el mantener constantemente delante de nosotros el hecho de que Dios contestara a todas nuestras preguntas de la misma manera, vale decir, revelándonos cada vez mejor a Su Hijo.

Lo primordial es que tenemos un conocimiento básico del hecho de la muerte del Señor Jesús como nuestro sustituto sobre la Cruz, y una clara comprensión de la eficacia de su Sangre en lo que hace relación a nuestros pecados, porque sin estas premisas no podemos pretender iniciar nuestro camino. Solamente en la medida en que el Espíritu Santo me haga conocer a mí el valor que para Dios tiene la Sangre de Cristo, podré yo entrar en sus beneficios y descubrir cuan preciosa es, de veras, aquella Sangre para mí.

Hay vida en la Sangre, y esa Sangre tiene que ser vertida por mí, por mis pecados. Es Dios quien pide que sea así. Es Él quien pide que esa Sangre sea presentada a fin de satisfacer Su propia justicia, y El mismo quien dice: “Cuando vea la sangre pasare de vosotros”. La Sangre de Cristo da plena satisfacción a Dios. El Espíritu Santo me hace conocer ahora el valor que Dios le da a la Sangre de Cristo de la cual soy beneficiario, y así descubro cuan preciosa es la Sangre para mí.

Como es aquí donde a menudo hallamos dificultades, quiero decir al respecto algunas palabras a mis jóvenes hermanos en el Señor. Cuando incrédulos probablemente nunca habíamos sido inquietados por nuestra conciencia hasta el día en que la Palabra de Dios empezó a despertarnos. Nuestra conciencia hasta entonces había estado muerta. Y los que tienen conciencia muerta no son por cierto de utilidad alguna a Dios. Pero más tarde, cuando creímos, nuestra conciencia al despertar pudo haberse tornado sumamente sensible, lo que también puede por su parte, constituir un grave problema para nosotros. Es cuando el sentido del pecado y de la culpa llega a ser tan terrible que puede hacernos perder de vista la verdadera eficacia de la Sangre. Cuando nos parece que nuestros pecados son tan reales –y quizá algún pecado especial nos llega a molestar en grado tal- que concluimos por ocuparnos mas de nuestros pecados que de la sangre de Cristo.

Ahora bien, la dificultad de todo ello reside en nuestro intento por palparlo: tratamos de conocer en forma subjetiva lo que la Sangre es para nosotros y de sentir su valor. Pero no podemos hacerlo; ella no obra en esa forma. La Sangre es en primera instancia, para ser apreciada de Dios. Después lo que resta a nosotros es aceptar la estima con que Dios la valora. Al hacerlo así, hallaremos nuestra propia valoración de la Sangre. Si lo intentamos por vía de nuestros sentimientos, no arribaremos a nada, quedaremos a oscuras. De modo que no es así, sino que se trata de fe en la Palabra de Dios. Tenemos que creer que la Sangre es preciosa para Dios, porque Él lo dice: (1 P. 1:18,19). Si Dios puede aceptar la Sangre como pago por nuestros pecados y como el precio de nuestra redención, luego podemos estar seguros de que la deuda ha sido saldada. Si Dios esta satisfecho con la Sangre, entonces la Sangre tiene que ser aceptable. Nuestra valoración depende de la suya – ni más ni menos. No puede ser mayor, ni debe ser menor. Recordemos que Él es santo y justo, y que un Dios santo y justo, tiene derecho de decir que la Sangre es aceptable a Sus ojos y que le ha satisfecho plenamente.

Pero ocurre en la practica que nosotros aceptamos muy fácilmente la acusación de Satanás. La razón de ello esta en que aun nos aferramos a la esperanza de tener alguna justicia propia en nosotros mismos. La base de esta esperanza esta errada. Satanás a logrado desviar nuestra vista. Con ello a ganado ventaja, haciéndonos ineficaces. Pero si nosotros hemos aprendido a no poner confianza alguna en la carne, no nos sorprenderemos al pecar porque la naturaleza misma de la carne es hacer pecado. ¿Entiendes lo que quiero decir? Es a causa de no haber llegado a comprender nuestra verdadera naturaleza, y de ver cuan inútiles somos, que aun sustentamos cierta desconfianza en nosotros mismos, lo que da como resultado que cuando Satanás viene y nos acusa sucumbimos.

Dios es harto poderoso para tratar con nuestros pecados; pero no puede hacerlo con un hombre que acepta la acusación de Satanás porque el tal no esta confiando en la Sangre. La Sangre habla en su favor, pero el esta mas bien escuchando a Satanás. Cristo es nuestro abogado, pero nosotros, los acusados, tomamos parte por el acusador. No hemos llegado a admitir que merecemos únicamente la muerte; y que, como veremos enseguida, servimos solo para ser crucificados. No hemos llegado a reconocer que solo Dios puede contestar al acusador y que Él lo ha hecho ya en la Sangre preciosa.


La Cruz de Cristo


Así vemos que, en forma objetiva, la Sangre trata con nuestros pecados. El Señor Jesús los ha cargado, llevándolos en la Cruz por nosotros, como Sustituto nuestro, habiendo logrado así, para nosotros, el perdón, la justificación y la reconciliación. Pero debemos avanzar un paso mas en el plan de Dios para entender como procede Él con el principio del pecado en nosotros. La Sangre puede lavar mis pecados, pero no puede lavar mi “viejo hombre” Se hace necesaria la Cruz para que yo sea crucificado.

Nosotros estamos siempre dispuestos a creer que efectivamente lo que hemos hecho es muy malo, pero que nosotros mismos no lo somos tanto. Dios, por su parte, se empeña en mostrarnos que nosotros mismos somos malos, radicalmente malos. La raíz del problema es el pecador mismo; por tanto, hay que proceder con él. La sangre procede con nuestros pecados, pero la Cruz debe tratar con el pecador. La sangre procura el perdón por lo que hemos hecho; La Cruz procura nuestra liberación de lo que somos.

En los primeros cuatro capítulos del libro de Romanos apenas ocurre la palabra “pecador”. Ello se debe a que allí no se tiene en vista al pecador mismo sino a los pecados cometidos. La palabra “pecador” recién se destaca en el capitulo 5, y es importante observar como se introduce allí al pecador. Notemos que en ese capitulo, un pecador es llamado así porque nace pecador, no porque haya cometido pecados. La distinción es importante. Aunque bien es cierto que cuando un predicador quiere convencer a un hombre cualesquiera de que es pecador, se sirve a menudo del verso favorito que se halla en romanos 3:23 donde dice que “todos pecaron”; es cierto también que tal aplicación de ese versículo no esta estrictamente justificado por las Escrituras. Los que así lo usan caen en el peligro de argumentar al revés, porque la enseñanza del libro de Romanos no es de que somos pecadores porque pecamos, sino de que pecamos porque somos pecadores. Somos pecadores por constitución mas bien que por acción. Como se expresa en Romanos 9:19: “Por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores”.

¿Cómo fuimos constituidos pecadores? Por la desobediencia de Adán. No nos convertimos en pecadores por lo que hemos hecho, sino por causa de lo que Adán hizo y llego a ser. Yo hablo ingles, pero no por eso soy ingles. Yo de hecho soy chino.

Cierta vez pregunte a una clase de niños: “¿Qué es un pecador?, y su respuesta inmediata fue: ‘uno que peca’. Sí, es verdad el que peca es un pecador; pero el hecho de que peque no es la causa sino solo la evidencia de que ya es pecador. Uno que peca es pecador, pero si uno pudiera vivir sin pecar igualmente seria pecador, puesto que tiene en si mismo la naturaleza caída de Adán y necesita la redención. ¿Me entiendes? Hay pecadores malos y pecadores buenos, hay pecadores morales y hay pecadores corruptos, pero todos son igualmente pecadores. A veces pensamos que, con tal de no haber incurrido en ciertas cosas, todo esta bien; pero el problema reside más hondo que en aquello que hacemos; radica en lo que somos. Lo que cuenta es lo que somos por nacimiento. Así, pues, yo soy pecador porque nací en Adán. No es asunto de mi conducta, sino de mi herencia, de mi origen. No soy pecador porque peco sino que peco porque desciendo de una mala estirpe. Peco porque soy pecador. Además, no puedo hacer nada para cambiar esto. Nada por mejorar mi comportamiento; no puedo dejar de ser Adán y, por lo tanto, pecador.

En la china hablé una vez en este tenor y observé: Todos hemos pecado en Adán. Como alguien dijo que no comprendía, trate de explicarlo de este modo: Todos los chinos remontan su ascendencia a Huang-ti. Hace mas de cuatro mil años él sostuvo una guerra con Si-iu. Su enemigo era muy poderoso; no obstante, Huang-ti lo venció y lo mato. Después de esto Huang-ti fundo la nación china. Por tanto, hace cuatro mil años nuestra nación fue fundada por Huang-ti. Y bien, ¿qué habría sucedido si Huang-ti no hubiera matado a su enemigo, sino que él mismo hubiera perecido? ¿Dónde estaría usted ahora?

No habría nada de mí, el hombre contestó. Oh, no, Huang-ti puede morir su muerte y tu puedes vivir tu vida.

Imposible, gritó él: Si Huang-ti hubiera muerto, entonces yo nunca podría haber vivido, porque mi vida procedió de él.

En Romanos 5:12-21 no solo se nos dice algo al respecto de Adán, sino algo también tocante al Señor Jesús: “Así como por desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno los muchos fueron constituidos justos.” En este notable pasaje la gracia contrasta con el pecado y la obediencia de cristo se contrapone a la desobediencia de Adán. En Adán recibimos todo lo que es de Adán; En cristo recibimos todo lo que es de Cristo. Luego se nos ofrece una nueva posibilidad. En Adán todo se perdió. Por la desobediencia de un hombre fuimos todos constituidos pecadores. Por él entro el pecado y por el pecado la muerte; desde ese día en adelante y a través de toda la raza, el pecado ha reinado para muerte. Pero ahora un rayo de luz se hace sobre la escena. Por medio de la obediencia de Otro, nosotros podemos ahora ser constituidos justos. Donde el pecado abundó, sobreabundó la gracia, y así como el pecado reino para muerte, así también puede reinar la gracia por la justicia para vida eterna mediante Jesucristo nuestro Señor (Ro. 5:19-21). Nuestra desesperación esta en Adán; nuestra esperanza en Cristo.
2

EN CRISTO


Cuando el Señor Jesús murió en la Cruz, Él derramó su Sangre, dando así Su vida impecable para expiar nuestro pecado y para satisfacer la justicia y la santidad de Dios. Hacerlo era prerrogativa exclusiva del Hijo de Dios. Ningún hombre pudo tener parte en ello. Las escrituras nunca dicen algo así como que nosotros derramamos nuestra sangre juntamente con la de Cristo. En la obra expiatoria delante de Dios, Él actuó solo; Ningún otro pudo tomar parte. Pero el Señor Jesús murió no solo para derramar Su Sangre; murió para hacer que nosotros pudiéramos morir. Murió como nuestro Representante. En Su muerte, Él nos incluyó a ti y a mí.
Nosotros solemos usar los términos ‘sustitución’ e ‘identificación’ para describir estos dos aspectos de la muerte de Cristo. Muchas veces el uso de la palabra ‘identificación’ es adecuado; pero la identificación podría indicar que el proceso se inicia desde nuestro lado, que soy yo quien procuro identificarme con el Señor. Bien. Estoy de acuerdo en que la palabra es cierta, pero debemos dejar su uso para mas adelante. Por ahora es mejor empezar con el hecho de que el Señor Jesús me incluyó a mí en Su muerte. Es la muerte ‘inclusiva’ del Señor lo que me coloca en una posición para identificarme, no es que yo me identifico para luego ser incluido. Lo que cuenta es mi inclusión en Cristo de parte de Dios. Es algo que Dios ha hecho. De allí que aquellas dos palabras del Nuevo Testamento, ‘En Cristo’, me sean siempre tan preciosas.

NUESTRA MUERTE CON CRISTO UN HECHO HISTORICO

¿Crees tú en la muerte de Cristo? Por supuesto que sí. Bien, la misma Escritura que dice que Él murió por nosotros, dice que también que nosotros morimos con Él. “Cristo murió por nosotros” (Ro.5:8) es la primera declaración y es suficientemente clara. Pero ¿son estas otras, acaso, menos claras?: “Nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con Él”, y “Morimos con Cristo” (Ro.6:6, 8).

¿Cuándo somos crucificados con Él? ¿Cuál es la fecha de crucifixión de nuestro viejo hombre? ¿Es mañana, ayer, u hoy? “Nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con Él”, es decir, al mismo tiempo. Algunos de vosotros vinisteis aquí juntos. Podríais decir: Mi amigo vino aquí conmigo, Si uno hubiera venido hace tres días, y el otro recién hoy, no podríais decir así: pero, bien, como hecho histórico, podemos decir con reverencia pero con certeza: Yo fui crucificado cuando Cristo fue crucificado –por cuanto no se trata de dos acontecimientos, sino de uno solo. Mi crucifixión fue “con Él” ¿Ha sido crucificado Cristo? Luego ¿Cómo podría no haberlo sido yo? Si Él fue crucificado hace dos mil años, y yo con Él ¿cómo podría decirse que mi crucifixión tendrá lugar mañana? ¿Puede ser pretérita la crucifixión del Señor, y la mía presente o futura? ¡Alabado sea el Señor! Cuando Él murió en la Cruz, yo morí con Él. No solamente murió en mi lugar, sino que me llevó a mí consigo a la Cruz y yo también morí. Si creo en la muerte del Señor Jesús entonces puedo creer en mi propia muerte con tanta seguridad como creo en la de Él.

En Romanos 6:5, escribiendo a los que “fueron bautizados” (vers. 3), Pablo dice, que somos “unidos con Él en la semejanza de Su muerte” porque por el bautismo reconocemos en figura que Dios ha obrado una unión intima entre nosotros y Cristo en este asunto de muerte y resurrección. Cierto día trataba de recalcar esta verdad a un hermano en Cristo. Estábamos tomando el té, así que tome un terrón de azúcar y lo disolví en mi taza. Unos minutos mas tarde, le pregunté: ¿Puede decirme donde esta el azúcar ahora y donde esta el té? No, me dijo: Usted los ha juntado y se perdió el uno con el otro; ya no se pueden separar. Era una ilustración sencilla pero le ayudo a comprender el carácter intimo y decisivo de nuestra unión con Cristo en Su muerte. Es Dios quien nos ha puesto allí y los actos de Dios son irreversibles.

¿Qué implica, en realidad, esta unión? El verdadero significado que yace tras el bautismo es que en la Cruz “fuimos bautizados” en la muerte histórica de Cristo, de modo que Su muerte se hizo la nuestra. Nuestra muerte y la suya quedaron entonces tan estrechamente identificadas que es imposible separarlas. A este bautismo histórico, a esta unión con Cristo que Dios ha obrado consentimos nosotros cuando descendemos a las aguas. Nuestro testimonio publico por medio del bautismo pone en evidencia nuestro reconocimiento de que la muerte de Cristo ocurrida dos mil años ha fue una muerte potente e inclusiva, lo suficientemente poderosa e inclusiva como para quitar y poner fin por medio de ella a todo lo que en nosotros no sea Dios.

Infelizmente algunos han aprendido a considerar el entierro como un medio de muerte: procuran alcanzar muerte enterrándose. Permítaseme decir que ha menos que nuestros ojos hayan sido iluminados por Dios para comprender que hemos muerto en Cristo y hemos sido enterrados con Él, no tenemos derecho a bautizarnos. La razón porque descendemos a las aguas es que hemos reconocido esto: Que ha la vista de Dios ya hemos muerto. A esto damos testimonio. La pregunta de Dios es clara y sencilla: ‘Cristo ha muerto y yo te he incluido allí. Ahora bien, ¿qué dices tu? ¿Cuál es mi respuesta? ‘Señor creo que Tu me has crucificado. Reconozco la muerte y el entierro a que me has destinado’. Sí Él me ha entregado a la muerte y la tumba; y mediante mi pedido de bautismo yo doy asentimiento en publico a ese hecho.

En Gálatas 6:14, dice el Apóstol Pablo: “...en la Cruz de nuestro Señor Jesucristo,... el mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo”, es la misma figura que el apóstol Pedro desarrolla cuando escribe de las ocho almas que fueron “salvadas por agua” (1 P.3:20). Al entrar en el arca, Noé y su familia salieron por fe del viejo mundo corrompido para entrar en otro nuevo. No se trata tanto del hecho de que ellos personalmente no perecieron ahogados sino que salieron de aquel sistema corrupto. Esto es salvación.

Luego continua diciendo Pedro: “El bautismo que corresponde a esto ahora nos salva” (3:21). En otras palabras, es mediante ese aspecto de la Cruz que el bautismo implica, que somos librados de este presente siglo malo y, por el bautismo en agua, esto se confirma. Es el bautismo, “en Su muerte”, que pone fin a una creación, pero es también bautismo “en Cristo Jesús”, que tiene en vista la nueva creación (Ro.6:3). Te sumerges en el agua y, en figura, tu mundo desciende contigo. Tú resurges en Cristo, mas tu mundo perece ahogado.

“Cree en el señor Jesucristo y serás salvo”, dijo Pablo en Filipo, y hablo la palabra del Señor al carcelero y a su familia, “y enseguida se bautizo con todos los suyos” (Hch.16:31-34). Al hacer esto, el carcelero y los que con él estaban, testificaron ante Dios, su pueblo y las potestades espirituales que de veras habían sido salvadas de un mundo bajo juicio. Como consecuencia, leemos que se regocijaron en gran manera por haber creído en Dios.

Antes de ser salvo por Jesucristo, quizás, procuraste salvarte a ti mismo. Leías la Biblia, orabas, ibas a las reuniones de la iglesia, hacías limosnas. Luego un día tus ojos fueron abiertos y viste que una salvación plena había sido ya provista para todos en la Cruz. Aceptaste eso y agradeciste Dios. Entonces la paz y el gozo llenaron tu corazón. Pues bien, la salvación y la santificación tienen exactamente la misma base. Se recibe la liberación del pecado del mismo con que se recibe el perdón de los pecados.

El camino de liberación hecho por Dios, es pues diferente del camino del hombre. El procedimiento humano es el de, tratar de suprimir el pecado, esforzándose por vencerlo, en tanto que el divino es de quitar de en medio el pecador. Muchos cristianos lamentan su debilidad, creyendo que, si tan solo fueran algo más fuertes, todo andaría bien. La idea de que el fracaso en mantener una vida santa se debe a nuestra impotencia y de que como consecuencia se nos demanda algo mas, conduce inevitablemente a ese falso concepto del camino de liberación. Si estamos preocupados por el poder del pecado y por nuestra incapacidad de enfrentarlo, llegaremos a creer que para ganar la victoria sobre el pecado necesitamos tener más poder. Si tan solo fuera algo mas fuerte, decimos, yo podría vencer mis violentos accesos de mal humor –y de allí que rogamos al Señor nos dé fuerzas para ejercer mayor autodominio.

Pero esto es del todo errado; la vida cristiana no es esto. El procedimiento que Dios sigue para librarnos del pecado, no es el de hacernos cada vez más fuertes, sino por el contrario el de hacernos cada vez más débiles. Tu dirás con razón que este es un camino algo singular hacia la victoria, pero es el camino de Dios. Dios nos libra del dominio del pecado, no fortaleciendo a nuestro viejo hombre, sino crucificándolo; no ayudándole a hacer algo, sino quitándolo del todo del escenario.

Durante años quizás tú has tratado en vano de ejercer control sobre ti mismo, y quizás aun hoy te esfuerzas en ello, pero, el día en que tus ojos sean abiertos te darás cuenta de que eres impotente para hacer cosa alguna y que al dejarte de lado, Dios lo ha hecho todo. Revelación tal pone fin a todo esfuerzo humano.

Continua... Sabiendo esto.

Enviado por HGO a: ForoCristiano.com.