Imprimir esta página

El nombre de Jesucristo

¡En el Nombre de Jesús, Nombre lleno de gloria, de dulzura y candor, de fuerza y de luz! ¡En el Nombre del Amado del Padre, Nombre Santo que con humilde gozo pronuncian Ángeles y hombres! ¡En el Nombre del Ungido, verdadero y anhelado Mesías de los hombres, Palabra hecha carne, Hijo de Dios constituido con poder!

Así como dijo Jesucristo que, levantado en la Cruz, a todos atraería hacia sí (Jn 12,32), así también su Nombre, pronunciado en la mente del hombre, todo lo convoca y todo lo levanta hacia Aquel que es Cabeza de todo (cf. Col 1,17-18). Por eso el demonio tiene entre sus principales tareas borrar y confundir la memoria de Nuestro Amado Señor, Salvador de los hombres, porque bien sabe que los hijos de Adán, en cuanto llegan a ver ese rostro, «Imagen de Dios invisible» (Col 1,15), fascinados por su belleza y enamorados de su bondad, pisotean las cadenas que el infierno con esfuerzo había preparado para ellos.

De lo cual puedes deducir que la primera y más hermosa tarea de la Iglesia es ser el rostro vivo de Jesús en medio de las tinieblas del mundo, para que «vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5,16). Fue esta la gracia que recibieron los Apóstoles Pedro y Juan, allí donde se cuenta de un tullido que clavó en ellos su mirada esperando recibir algo (cf. Hch 3,1-10). Y no recibió menos que su salud, milagro especialmente elocuente, dado que se trataba de uno que estaba paralítico «desde su nacimiento» (Hch 3,2). Cuando aquel milagro, la Escritura te dice que todos los que lo supieron «se quedaron llenos de estupor y asombro por lo que había sucedido» (Hch 3,10): ¡saludable asombro que hace que el alma se disponga a recibir los dones de lo Alto!

Ahora bien, tú sabes que lamentablemente no faltan en la Iglesia -o más bien: ya afuera de Ella- quienes niegan la verdad de este asombro, en la medida en que se esfuerzan en dar explicaciones a su razón para que no acoja la obra de la gracia a través de hechos tan estupendos. Lo que está en juego en esta negación no es solamente si Dios puede o no puede hacer cosas que sobrepasan todo entendimiento y toda explicación; esto está o debe estar fuera de toda duda; lo realmente grave es que, cerrando la puerta del milagro, no dejan paso a la gloria del Nombre de Cristo ni abren a la inteligencia los caminos de comprensión del rico simbolismo que él encierra.

A ver: ¿qué dirán todos esos racionalistas? ¿Que se trata de un invento, de una exageración o de una falsa explicación? Examinemos cada posibilidad, hermano mío. Si este y los demás son inventos, o exageraciones, que tiene su mayor parte en la fantasía humana, no cabe duda de que el mayor de tales “inventos” es la resurrección de Cristo. Dime, ahora: ¿qué queda del mensaje de Cristo si no ha resucitado verdaderamente? Pablo te responde: «Si solamente para esta vida tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo, ¡somos los más dignos de compasión de todos los hombres!» (1 Cor 15,19). Si está tan claro en la Escritura, ¿cómo es que hay quien siga debatiendo esto y pretenda llamarse “cristiano”?

Otros dirán que tales hechos sí pueden darse, pero que tienen su causa en fuerzas desconocidas tal vez en aquella época, o poco cultivadas por los hombres de aquel tiempo o de todos los tiempos. Es un género de objeción más sutil, y por lo mismo más insidiosa. Mas yo te digo, y te pido que así lo enseñes: si tal fuera el caso, ¿por qué la Sagrada Escritura no da trazas de ninguno de los supuestos métodos que producirían tan fantásticos resultados, como es sanar a un paralítico de nacimiento o dar luz a los ojos que nunca pudieron ver? Se dirá que tales métodos han permanecido ocultos y que son patrimonio de grupos de iniciados, o se atacará a la Iglesia afirmando que ha querido ocultarlos por mantener su primacía o su poder. Y entonces, ¿cómo explicar que allí donde tales milagros se han dado, es decir, en las vidas de los amigos de Dios, hoy habitantes de los Cielos, lo que encontramos es amor al la Iglesia y predicación fervorosa de la obediencia?

¡Dios, Dios! ¡Cuánta inquina cabe en el corazón del hombre, que parece ensancharse para recibir la basura de las vanas explicaciones esotéricas tanto como se angosta a la hora de recibir la Palabra que le predica la Santa Iglesia! ¿Sabes por qué pasa esto? Porque el enemigo del género humano quiere que no aparezca la gloria del Nombre Santísimo de Nuestro Señor Jesucristo. ¡Quítale terreno a Satanás! O si digo mejor: ¡devuelve tú a Dios lo que le pertenece: todo honor, toda gloria y todo amor!

Deja que te invite a la alegría. Dios te ama; su amor es eterno.

Por Ángel.

Sábado, 22 de enero del 2000, por la mañana.