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Regresando a la Iglesia

Por: Rodrigo Abarca


ISBN 956-291-156-X
Registro de Propiedad Intelectual Inscripción Nº 122-549
Telstar Impresores Soc. Ltda. Fono 337745 · Temuco, Chile, Noviembre 2001.

A Miriam,
sin cuyo apoyo y aliento constantes este libro jamás se habría escrito.
Con amor eterno


Agradecimientos
A Gonzalo, Eliseo, Roberto y Claudio, junto a quienes se ha renovado mi esperanza de ver la iglesia tal como ella debe ser. Y, junto con ellos, a Mario Contreras, por su invaluable ayuda en la revisión, diagramación, diseño y publicación de este libro.

A Marcelo Díaz, por los ya casi 20 años de amistad y compañerismo en Cristo.

A mis queridos pastores: Rubén, Sergio, Cristian, Guillermo y Marcelo, quienes me han enseñado el significado práctico de la vida y el ministerio compartidos.

A mis hijas: Manuela, Celeste y Javiera, por ser simplemente quienes son.

A mis queridos hermanos de San Francisco 618, con quienes he crecido y aprendido el inexpresable privilegio de ser un miembro más del cuerpo de Cristo.

A mis amados hermanos de Peñaflor, por el inmenso regalo de servirles en Cristo.

Y, sobre todo, a nuestro amado Señor Jesucristo, de quien, por quien y para quien son todas las cosas. Amén.
Introducción

«Edificaré mi iglesia y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella». Estas palabras del Señor Jesucristo dadas a Pedro en respuesta a su conocida confesión: «Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios Viviente», representan tal vez la única ocasión en que él declaró explícitamente el significado más amplio de su venida al mundo. En ellas encontramos el designio más alto de Dios para sus hijos, incluso más allá de la salvación, la santidad, la vida abundante, la prosperidad, los avivamientos y todos aquellos tópicos que suelen enfatizarse como el centro de la experiencia cristiana. Sin duda, estas cosas son importantes para la vida de los hijos de Dios; con todo, no son lo más importante. Pues aquello que reclama toda la atención de Dios desde la eternidad es la iglesia, la desposada del Cordero.

Puede que una afirmación así suene extraña si se consideran los conceptos que, al respecto, manejan la mayoría de los cristianos. Por cierto, un frío edificio de ladrillo donde un grupo de personas se reúne una vez por semana para cantar un poco, escuchar un sermón, hacer una o dos oraciones para luego marcharse cada una a su casa a continuar con su vida «real» de los restantes seis días, a todas luces no parece la mismísima obra de Dios en la historia del mundo. Y en verdad, no lo es. Pero la iglesia, concebida para ser la expresión más completa y elevada de la vida divina en la tierra, es un asunto muy distinto de los conceptos, ideas, proyectos, organizaciones y edificios que en el transcurso de la historia han llevado su nombre.

No obstante, no siempre fue así, pues al menos durante los primeros 100 o quizá 200 años de la historia cristiana existió un «algo» digno de usar ese nombre. Nuestra necesidad de llamarlo «algo», pues su verdadero carácter y naturaleza nos resultan casi inaccesibles en la actualidad, es la evidencia más concreta de cuán descaminados andan nuestros conceptos actuales. ¿Inaccesibles? Casi, al menos para las capacidades y habilidades meramente humanas.

¿Pero, acaso no tenemos el Nuevo Testamento y con él todo lo que necesitamos saber sobre la iglesia primitiva? ¿No podemos estudiar a fondo sus principios y metodologías y aplicarlos en la actualidad? Este parece en principio un buen camino, pero no lo es, pues olvida un asunto fundamental. El simple estudio de la Biblia no nos da el conocimiento de Dios y su propósito. Se requiere algo más: una revelación del Espíritu en nuestros corazones, profunda y transformadora, capaz de revolucionar toda nuestra experiencia cristiana.

Sin embargo, esta revelación tiene un precio que quizá muchos no estén dispuestos a pagar. Ya que, antes de edificar su santo templo, Dios destruye el vano edificio que nuestros propios esfuerzos han levantado. Si nos acercamos a él para conocer la verdad hemos de estar preparados para quedar expuestos y desnudos bajo la luz divina. Esto puede suponer mucho sufrimiento y pérdida para nosotros, porque es extremadamente duro ser enfrentados con nuestra verdadera condición. En lo íntimo, cada uno tiene un secreto aprecio por sí mismo, sus cualidades y habilidades, y depende de ellas para su servicio y vida cristiana. No obstante, dichas habilidades y todo lo que de ellas pueda nacer no tienen valor alguno en la obra de Dios.

Aceptar este hecho no es fácil. Y puede ser que esta última afirmación nos parezca dura o excesiva y requiera una aclaración. Precisamente este libro intentará mostrar el por qué de una afirmación tan radical, pues lo último que desea es establecer una suerte de metodología o manual para la vida de iglesia que excluya nuestra primordial necesidad, esto es, conocer a nuestro Dios de manera profunda y experimental. Dicho conocimiento y la iglesia de Jesucristo no son dos hechos extraños entre sí, sino que constituyen, desde la perspectiva divina, una unidad indivisible. En la eternidad Dios estableció que su vida sería conocida, experimentada y expresada a través de un organismo vivo, la iglesia, y nada que sea menos que esto podrá satisfacer jamás su corazón.

Mas, como se ha dicho antes, acceder a ella requiere mucho de nosotros; más aún, lo demanda todo. Para experimentar la vida divina hemos de perder primero la nuestra; ser desnudados antes de ser vestidos; demolidos antes de ser edificados. ¿Es demasiado difícil? Imposible es quizá una mejor definición. Pero esto es precisamente la iglesia, una obra que únicamente el poder sobrenatural de Dios es capaz de levantar, ya que todo lo que sea menos que ello, por muy bueno que nos parezca, no es la novia de Jesucristo. Los hombres pueden hacer lo meramente posible, sólo Dios puede hacer lo imposible. Este es el sello de toda verdadera obra nacida de sus santas manos.

No obstante, es triste comprobar cuán poco conocen, en la actualidad, los hijos de Dios sobre la iglesia que Cristo vino a edificar. Ciertamente existen acerca de ella variados conceptos. Todos, sin embargo, tienen un signo en común: ninguno parece alcanzar la elevada norma de experiencia que el Señor reveló y estableció en el Nuevo Testamento. Esto no quiere decir que en estas experiencias de «iglesia» no existe cierta realidad espiritual. Con todo, dicha realidad se encuentra, en general, acotada por una inmensa cantidad de conceptos, estructuras y prácticas básicamente humanas. Pero una expresión plena del propósito de Dios es un asunto que parece superar por completo toda nuestra experiencia previa de la iglesia, tal como se la conoce en nuestros días. Sin embargo, el Señor Jesucristo dijo «edificaré mi iglesia» y estas palabras aún expresan el supremo llamado de Dios para todos aquellos que quieren conocerle más profundamente y hacer sólo su voluntad.

Finalmente, es necesario hacer un importante aclaración con respecto al propósito de este libro. Su intención original es mostrar que la iglesia es esencialmente el resultado de la vida divina actuando desde el interior de los hijos de Dios. Dicha vida tiene una forma característica de operar y tiene, además, su fruto más evidente en el amor. Los aspectos funcionales de la vida de iglesia tratados en este libro tienen por fin mostrar cómo dicha vida crece y se expande para alcanzar su más íntimo designio. Su objetivo no es, en ningún sentido, establecer un modelo absoluto sobre el funcionamiento práctico de la iglesia y sus ministerios. Lo que se ha buscado es descubrir en las páginas inspiradas del Nuevo Testamento como la vida divina creció y se expandió en la experiencia de la primera iglesia.

Luego, no quisiéramos que se tome este libro como un manual práctico con los pasos para convertirnos en “la verdadera iglesia”. De hecho, es posible que algunos lectores disientan honestamente en algunos aspectos de práctica y experiencia con “el modelo” de iglesia aquí presentado. Y eso está bien, pues hasta que no regresemos a la profunda y abrumadora experiencia de los primeros discípulos con Jesucristo, no tendremos a la iglesia otra vez como ella debe ser. Hasta ese día “nuestros modelos” son necesariamente provisorios.

Este libro está delimitado por la luz que el Señor nos ha dado hasta este momento acerca de cómo nace y se desarrolla su iglesia. Su asunto, en consecuencia, no está cerrado ni mucho menos agotado. No queremos ser absolutos al respecto. Más bien, esperamos que el Señor en su misericordia nos siga conduciendo, junto a muchos otros, por la senda de regreso a su intención original y eterna.

Capítulo I

Un Propósito Eterno

Al abrir nuestra Biblia en el primer capítulo del Génesis nos encontramos con un relato de la creación donde Dios aparece como protagonista y el hombre como resultado final de su obra creadora. En un primer momento, cometas, océanos, continentes, bosques, praderas y animales surgen al simple mandato de su voz. No obstante, casi al final de su obra creadora, la acción experimenta un importante giro. En ese preciso punto, Dios vuelve sus palabras sobre sí mismo y en el íntimo consejo de la deidad, más allá de todo tiempo y lugar, da finalmente expresión al motivo por el cual ha querido crear todas las cosas, que es también su propósito eterno: «Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza» (Gn. 1:26). En esta misteriosa frase se encierra todo el secreto de la creación visible.1

Hasta ahora, todo se ha creado por la sola mediación de su palabra, mas lo que está a punto de acontecer ha de involucrar a Dios en su totalidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo participarán por igual de esta tarea, que será también su obra maestra. Si se quiere, todo lo demás fue una introducción, un preámbulo para lo que viene.

De allí la expresión «hagamos», que nos muestra cómo la plenitud del ser divino está comprometida en esta tarea y nos da un indicio de cuán importante es lo que está a punto de comenzar.

El significado de la imagen

Ahora bien, tradicionalmente la teología cristiana ha interpretado la imagen de Dios como aquellas cualidades que hacen del hombre un ser libre, racional, auto consciente y capaz de tener comunión con Dios. Así Adán, el primer hombre, habría llevado la imagen de Dios desde el momento de su creación. Por un breve tiempo, pues muy pronto esta sería dañada por el pecado.

En esta perspectiva, cada persona que nace en este mundo lleva consigo una traza de aquella imagen original, aunque disminuida y empobrecida por razón del pecado que vive en ella. La salvación, por tanto, permitiría restaurar dicha semejanza en quienes la reciben.

Sin embargo, aunque parcialmente cierta, esta interpretación falla en mostrar el sentido más amplio del plan divino. Allá, en los recintos sin tiempo de la eternidad, Dios concibió un propósito vasto y profundo, nacido de su amor: crear para sí una raza de seres que participasen de su misma vida increada y llevasen consigo su imagen divina en el mundo creado.

El apóstol Pablo lo ha expresado de esta manera: «Según nos escogió en él antes de la fundación del mundo…en amor, habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos suyos, por medio de Jesucristo, según el puro afecto de su voluntad” (Ef. 1:4-5). Y también, «Porque a los que antes conoció, también los predestinó para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos” (Ro. 8:29).

Esta es la síntesis de su designio, definido por tres asuntos principales: Primero, como se ha dicho, el suyo es un propósito de amor eterno, anterior a la fundación del mundo; segundo, dicho designio no se refiere a meros individuos, sino a una realidad más amplia y articulada, esto es a una familia de muchos hijos; tercero, y lo más importante, que todo se llevará a cabo por y para su Hijo, Jesucristo. ¿De qué manera? Donándose a sí mismo por medio del Hijo, y expandiendo de ese modo su vida hacia una raza de seres creados, para elevarlos desde su condición de pequeñas criaturas de barro hasta la estatura de hijos amados, capaces de conocerle y, a la vez, expresarle en todo el orbe visible. En suma, hijos que lleven consigo la imagen de su Padre, el mismo Dios.


¡Cuánta gloria hay reunida aquí! Pues ni aun los ángeles, tanto mayores en fuerza y potencia, fueron escogidos para una meta tan elevada (1Pd. 1:12). “Creó Dios al hombre a su imagen» nos dice el Génesis sin explicar nada más sobre el asunto. El Nuevo Testamento, sin embargo, nos revela que la imagen de Dios es Jesucristo y con ello nos muestra la meta de Dios Padre:

· “El es la imagen del Dios invisible” (Col. 1:15).
· “El cual siendo el resplandor de su gloria, y la imagen misma de su sustancia” (Heb. 1:3).
· “La gloria de Cristo, el cual es la imagen de Dios” (2 Cor. 4:4b).
· “A Dios nadie le vio jamás, el (Dios) unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado ha conocer.” (Jn. 1:18).

· “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Jn. 14:9).

En los textos de más arriba se nos presentan al menos dos hechos importantes: el primero es que Dios mismo es invisible para los hombres; el segundo, que Jesucristo lo ha hecho visible.

En lenguaje bíblico invisible significa desconocido, oculto e inaccesible. Dios declaró a Moisés que ningún hombre podría ver su rostro y seguir viviendo (Ex. 33:20). Su imagen o aspecto visible era inaccesible para los hombres y esta situación, más que ninguna otra, expresaba nuestra verdadera condición ante él. ¿Por qué razón? Porque, como hemos visto, Dios creó al hombre para que llevase su imagen en la tierra.

Profundicemos un poco más en este punto. Según Colosenses, Cristo es la imagen del Dios invisible. Aquí “la imagen” aparece como algo opuesto a lo invisible, lo cual equivale a decir que Jesucristo en su encarnación es la expresión visible del Dios invisible. Esta misma idea está presente en el citado pasaje de Juan, donde se nos dice que el Hijo ha dado a conocer al Dios que nadie, desde el principio, vio jamás.

De lo anterior se desprende que, desde Adán hasta la encarnación del Señor, la verdadera identidad de Dios permaneció oculta para todos los hombres, lo que ponía en evidencia la inmensa tragedia de toda la raza humana, creada para llevar una imagen que jamás llegaría a conocer.

Sin embargo, con la venida de Cristo dicha identidad finalmente quedó revelada, porque él es la revelación plena y definitiva del Dios invisible (Hb. 1:1-4). Y, con ello, su eterno propósito fue finalmente manifestado, pues Cristo es aquella imagen a la cual el hombre habría de ser conformado en el principio.

Todo lo anterior nos permite asumir que el Génesis, cuando nos dice que Dios creó al hombre a su imagen, se refiere más bien a un proyecto realizado en la divinidad (“las obras suyas estaban acabadas desde la fundación del mundo” (Hb.3:3b)), antes que a una obra acabada en el tiempo y en la historia, pues los acontecimientos subsiguientes nos muestran cómo el hombre se apartó totalmente de este objetivo.

Esto último se puede apreciar claramente a partir del capítulo dos de dicho libro. Mientras que en el primer capítulo la creación del hombre aparece como un hecho acabado: “y creó Dios al hombre a su imagen” (donde el verbo creó aparece en tiempo pasado); en el siguiente capítulo el relato parece comenzar otra vez. Esta diferencia de enfoque se debe a que el primer capítulo nos muestra la historia del hombre en la perspectiva del propósito eterno de Dios, donde la caída y el pecado no tienen lugar, hasta culminar en el día séptimo, cuando Dios reposa de todo su trabajo. El segundo, en tanto, nos muestra la historia tal como realmente ocurrió, incluyendo el pecado y la desobediencia del hombre.

De esta manera, encontramos que, en el desarrollo concreto de la historia, Dios toma con sus manos la roja arcilla de la tierra y cual paciente, experto alfarero, se da a la tarea de modelar el vaso de sus designios. ¿Quién podrá expresar el amor con el cual se abocó a este trabajo? El Salmo 139 y un pasaje del libro de Job nos lo recuerdan un poco. Adán, fue tejido con huesos y nervios en lo profundo de la tierra, cuajado como leche, vaciado como un queso. El vívido lenguaje de la Escritura busca, precisamente, enfatizar el carácter íntimo y personal de la creación del primer hombre.

Cuando al fin estuvo acabado, se aproximó hasta el rostro del primer hombre y sopló en su nariz su divino aliento. En ese preciso instante, la vida llegó, estremeciendo cada fibra de ese cuerpo inerte, subyugándolo a un principio más alto que unificaba su existencia. Adán abrió los ojos y se quedo allí delante de Dios, asustado y feliz a la vez; una vasija frágil y hermosa, destinada a un designio glorioso aunque todavía desconocido. Su cuerpo, mente, voluntad y emociones permanecían despiertos y vigilantes bajo la égida de su espíritu. Era consciente de sí mismo, y mucho más aún, estaba consciente de la presencia de su Creador.

Sin embargo, a pesar de todos sus magníficos dones, aún no poseía la imagen de Dios. El era tan sólo un vaso de arcilla al que aún le faltaba el contenido. La obra de Dios estaba todavía incompleta, pues su Hijo no había sido revelado.

Por ello, de inmediato Dios plantó un huerto y colocó allí a su nueva criatura, la hizo caer en un profundo sueño y de su misma carne formó una mujer, co-igual a él en llamamiento y propósito, para que fuese su ayuda idónea (Gn. 1:27). Ahora el hombre, Adán y Eva, estaba preparado para acceder al designio divino.

Con este fin, Dios había plantado en el medio del huerto el árbol de la vida. Este árbol representaba a Cristo, ordenado a ser el centro de la vida humana (Juan nos dice que el Verbo era la vida destinada a ser la luz de los hombres (Jn.1:4)). Si Adán y Eva comían de su fruto, entonces esa vida eterna e increada que estaba con Dios desde el principio, vendría a morar en ellos y su descendencia para siempre, convirtiéndolos en verdaderos hijos de Dios. Y así, Cristo se convertiría en la cabeza y la vida de una raza celestial, creada a partir de Adán y su descendencia. Por medio de esa vida, dicha raza llevaría consigo la imagen de Dios. Tan sólo entonces la obra de Dios estaría acabada.



La intromisión del pecado

Esto es lo que debía suceder; sin embargo, no fue lo que en verdad ocurrió. Conocemos demasiado bien aquella vieja historia.

Había otro árbol en el huerto y muy cerca de allí merodeaba una serpiente. Dios había prohibido expresamente comer el fruto de ese árbol en particular ¿Por qué razón? Pues, porque aquel era el árbol de la ciencia del bien y del mal, y representaba la terrible posibilidad de existir lejos de Dios y su voluntad, separados de su deseo eterno.

Más aún, estaba allí para revelar una profunda verdad: Dios desea hijos semejantes a él, esto es, capaces de amar con el amor con que él ama. Por ello, les concedió el don de ser identidades distintas de él mismo. Sus hijos no habrían de ser meras extensiones de su personalidad; autómatas que se moviesen sin voluntad propia. Muy por el contrario, ellos tendrían su propio ser y voluntad.

No obstante, su don tenía una condición, más aún, una demanda necesaria a su propia naturaleza: sólo podría subsistir mientras fuese rendido a la vida y voluntad divinas. De otra manera se perdería. Esa es la condición básica para toda criatura. Sólo puede existir mientras se mantenga unida a su fuente original. En el hombre, dicha unión debía expresarse del modo más elevado y semejante a Dios mismo: una unión perfecta de amor, porque él quería que Adán participase voluntariamente de su misma vida divina. De ahí, aquel árbol y su prohibición: no comerás de él para que no mueras (Gn. 2:17).

La advertencia era clara, directa y simple. Mas, en un tiempo remoto, en regiones inaccesibles para Adán y su mujer, otro ser se había enfrentado a una prohibición semejante y había escogido el camino de la rebelión, sólo para descubrir que donde Dios está ausente quedan únicamente el vacío y la desesperación. Una vez fue un ángel grande, hermoso y sabio. Pero, en un vano intento de ser su propio dueño y usurpar a Dios en su altísimo trono, cayó hasta una profundidad insondable de muerte y perdición eternas, arrastrando consigo a muchos de sus compañeros. Ahora, toda traza de belleza, bondad y verdad se han ido para siempre de él. Sólo le quedan, revolviéndose sin descanso en su interior, una perversidad y odio infinitos contra aquel que una vez fue la fuente de toda su sabiduría y belleza. Pero aquel oscuro ser, ciego a todo aquello que no sea él mismo, se ha puesto a sí mismo para siempre fuera del alcance de la misericordia divina. Y está allí para hurtar, matar y destruir la obra de Dios.

Mas, por el momento, no es necesario hablar más de él. El mundo es joven y todavía no tiene un nombre en el lenguaje de los hombres. Es sólo una serpiente que susurra suaves palabras al oído de la primera mujer: “¿Con que Dios os ha dicho, no comáis de todo árbol del huerto?” (Gn. 3:1).

He aquí el principio de toda tentación, y, también, la raíz más profunda del pecado: la serpiente instala en el corazón de Eva una duda acerca de Dios y sus verdaderos motivos, vale decir, una mortal desconfianza. Su estrategia consiste en desfigurar a Dios en su imaginación, presentándolo como un antagonista arbitrario, en quien no se puede confiar, ni tampoco obedecer.

Pero la mujer replica que no fueron esas las palabras de Dios, ya que su mandamiento fue que no comieran exclusivamente del árbol de la ciencia del bien y del mal que se encuentra en medio del huerto y tampoco tocarlo (Gn. 3:2-3). Una buena respuesta… pero, un momento, ¿fue eso exactamente lo que Dios dijo? ¿no hay algo que está demás en su respuesta? Por cierto que sí. Eva ha añadido dos elementos extraños: el primero, la ubicación del árbol; el segundo, la prohibición de tocarlo.

Al leer atentamente el relato de la Escritura, encontramos que en medio del huerto estaba el árbol de la vida, mas con respecto a la ubicación del otro árbol nada se nos dice (Gn. 2:9). Sin embargo, las palabras de la serpiente han comenzado a dar en el blanco, pues la conciencia de la mujer ha sufrido una extraña distorsión. Lentamente, el árbol prohibido se ha convertido en el foco de su atención. Y el segundo elemento añadido por la mujer refuerza aún más este cuadro: «Ni le tocaréis, para que no muráis». Esta frase final no había salido de la boca de Dios, pero Eva comenzaba a ver las cosas desde la perspectiva satánica: Dios está aquí para impedir y prohibir, y ahora su divina figura se yergue como un inmenso obstáculo entre ella y sus deseos.

La serpiente ve llegada su hora y da su golpe final: «No moriréis; sino que sabe Dios que el día que comáis de él, serán abiertos vuestros ojos, y seréis como Dios, sabiendo el bien y el mal» (Gn. 3:5).

El dardo ha sido arrojado para penetrar hasta lo profundo de su corazón. Al parecer Dios ha mentido. Tan sólo quiere impedirles obtener para ellos la misma clase de vida, posición y libertad que él tiene. Mas, si comen ese fruto serán, al igual que él, sus propios dioses, dueños de su propio destino. Tendrán el poder de modelar sus vidas a su gusto y no necesitarán que nadie les diga lo que tienen que hacer (esta es la terrible oferta del pecado y su engaño).

Eva, pues, comió del fruto y lo dio luego a su marido. No obstante, aún entonces el daño pudo evitarse, pero Adán optó deliberadamente por aquella comida y precipitó la tragedia. La serpiente había ganado la primera batalla y ahora el hombre con toda su descendencia le pertenecía a ella. Se habían convertido en esclavos del pecado y por tanto ella, muy superior en fuerza y habilidad, podría dominarlos a voluntad.

Ese era el verdadero motivo que ocultaban sus engañosas palabras. Ciertamente Dios ya no gobernaría la vida del hombre y su lugar sería usurpado por Satanás. El imperio de la muerte había comenzado y nadie podía prever su fin.

Después de esto, con toda probabilidad la serpiente se sentó en su recién estrenado trono de tinieblas y pensó que su victoria era definitiva. El hombre, cautivo del pecado, era reo de muerte, y su Creador nunca quebrantaría la ley que él mismo estableció. Sin embargo, gracias a Dios, nunca antes estuvo tan equivocada.


Un accidente innecesario

Se ha señalado con anterioridad que el designio divino con respecto al hombre es anterior a la misma creación («según nos escogió en él, antes de la fundación del mundo»). La serpiente, por tanto, había errado por completo en su cálculo. Su plan era poner una insalvable sima entre Dios y los hombres, introduciendo en ellos su propia simiente de rebelión y pecado, convirtiéndolos así en enemigos de su Creador. Sin embargo, en su sabiduría Dios había previsto esta posibilidad y su amor tenía preparada una salida.

Necesitamos, sin embargo, comprender bien el significado de dicha salida. Ella no formaba parte de su propósito original expresado en Génesis capítulo uno, pues el hombre no fue creado para el pecado.

En este sentido, la caída debe ser considerada como un accidente innecesario, una destructiva lesión que la salvación viene a reparar. Sin embargo, si se les pregunta cuál es el propósito de Dios, muchos cristianos responden rápidamente: la salvación del hombre. De igual modo y desde esa misma perspectiva, la obra de Dios en esta edad consistiría básicamente en rescatar a los perdidos. Para estos hijos de Dios, la salvación se ha transformado en el asunto central de su experiencia cristiana. Mas, aunque sin duda ella tiene un valor inestimable a nuestros ojos, con todo, no es lo más importante. La salvación satisface una necesidad del hombre, pero, tal como se ha visto anteriormente, el hombre mismo fue creado para satisfacer una “necesidad” de Dios, que sólo quedará satisfecha cuando él obtenga un hombre hecho a imagen y semejanza suya.

El pecado abrió un largo paréntesis en el desarrollo del plan divino, pero no pudo impedir su realización, pues Dios proveyó una perfecta obra de reparación que destruyó por completo al pecado y todos sus efectos sobre la raza humana caída.

En la perspectiva escritural, la salvación es vista como una recuperación de lo perdido, un encontrar lo extraviado, un volver a encauzar aquello que se alejó de su curso normal. Nunca debió haber ocurrido la pérdida, el extravío; mas, por cuanto ocurrió, se hizo necesaria la recuperación. Y en este mismo sentido, la obra de salvación tiene por fin rescatarnos y traernos de vuelta al plan original de Dios, devolviéndonos a nuestra vocación eterna.

Cuando Adán escogió comer el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal, eligió en ese mismo acto desarrollar una vida independiente de Dios y su propósito para él. La serpiente lo persuadió a tomar el destino de su vida en sus propias manos, sin consultar a nadie más que a sí mismo. Así, Adán quedó libre para decidir por su propia cuenta el bien y el mal, sin importarle lo que Dios establece al respecto.

En esta disposición fundamental se encuentra la raíz y el núcleo del pecado: una arrogante obstinación en vivir una existencia separada de Dios.

Pero dicha determinación trajo sobre Adán la muerte, manifestación definitiva de la magnitud de su engaño y extravío, ya que no existe verdadera vida allí donde Dios ha sido excluido. Al abandonar a Dios, el hombre se separó también de la fuente de su vida para quedar convertido, desde entonces, en sólo una sombra de lo que debió ser; un proyecto inconcluso en peligro constante de perderse eternamente. Todas sus facultades morales e intelectuales no son más que un esbozo, no el retrato mismo. O bien, como nos dice el apóstol Pablo, un simple vaso de barro, aunque destinado a recibir un tesoro incomparable. Toda su gloria está en llevar consigo ese tesoro. Mas si lo pierde, ya no sirve de nada.

Por ello es tan grande la salvación que nos ha dado Dios por medio de la fe en Jesucristo, pues sólo él pudo cerrar la inmensa brecha que nuestro pecado abrió entre nosotros y su gloria.

Sin embargo, para la primera pareja todo esto permanece aún en el misterio. Sólo las palabras dichas a la serpiente permiten conjeturar una esperanza. Lejos, en un futuro todavía remoto, de la mujer vendrá la simiente que pondrá fin a su reino de tinieblas y muerte (Gn. 3:15). ¿La simiente de la mujer? Así es, y desde ese momento toda la historia de los tratos de Dios con el hombre lo llevarán progresivamente hacia ella.

Mas ¿quién o qué es esa simiente? La respuesta a esta pregunta nos acerca ineludiblemente al corazón del propósito divino. Para ello, hemos de aproximarnos hasta el borde mismo de aquel insondable abismo que es su voluntad, y allí, en el centro mismo de todo, encontraremos lo que buscamos entender.

El misterio de su voluntad

El apóstol Pablo declara en su carta a los Efesios que ahora, en la economía del cumplimiento de los tiempos, Dios nos ha dado a conocer el misterio de su voluntad (Ef. 1:9). En el comienzo de la epístola nos revela brevemente en que consiste su propósito eterno para con el hombre, y luego continúa explicando el tema central de toda su obra: que dicho designio tiene como fin «reunir todas las cosas en Cristo, en la dispensación del cumplimiento de los tiempos, así las que están en los cielos, como las que están en la tierra» (Ef. 1:10).

Esto es, que Cristo sea el principio y el fin de todo cuanto ha sido creado. El vértice absoluto que une y reúne bajo su mando la suma total de las cosas visibles e invisibles. La cúspide final que recapitula en sí mismo la totalidad de la obra divina.

Este es el magnífico resumen de su eterna voluntad y nada puede ser superior a este fin. De eternidad a eternidad es este el motivo central que rige y subordina todos los actos divinos.

Porque Dios se ha propuesto reunir bajo el mando de Cristo la totalidad de las cosas creadas: desde los átomos hasta los querubines; desde las margaritas hasta las galaxias; desde las amebas hasta los elefantes. Toda forma de vida animal y vegetal, desde lo más pequeño hasta lo más grande, y aún todos los poderes de la oscuridad habrán de ser sometidos por el Padre bajo la autoridad de su Hijo Jesucristo, el Señor. Hasta que todo sea lleno de Cristo, según el objetivo supremo por el cual creó todas las cosas.

Cristo es aquel a quien Dios ha establecido como el principio y el fin de toda su obra en la historia de la creación. El apóstol Juan nos dice que «todas las cosas por medio de él fuero hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho» (Jn. 1:3), mientras que Pablo afirma: “Porque en él fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra, visibles e invisibles; sean tronos, sean dominios, sean principados, sean potestades; todo fue creado por medio de él y para él” (Col. 1:16).

Sin embargo, cabe preguntarnos, ¿De qué manera Dios logrará que todo tenga a Cristo por centro y meta suprema? La respuesta a esta pregunta fundamental se encuentra en su propósito para con el hombre y la podemos resumir de esta manera: La eterna voluntad de Dios es que su Hijo obtenga el lugar de preeminencia que él le ha otorgado, siendo la cabeza del cuerpo que es la iglesia, tal como nos dice el apóstol Pablo: “ y sometió todas las cosas bajo sus pies, y lo dio por cabeza sobre todas las cosas a la iglesia, la cual es su cuerpo, la plenitud de Aquel que todo lo llena en todo” (Ef. 1:22-23); y también: “él es la cabeza del cuerpo que es la iglesia... para que en todo tenga la preeminencia” (Col. 1:18).

Ambos textos demuestran enfáticamente lo recién afirmado, vale decir, que el objetivo divino de dar a Cristo la preeminencia absoluta sobre todas las cosas se llevará a cabo por medio de la iglesia.

Y en este punto surge una nueva pregunta ¿Qué es aquello que llamamos iglesia? La hemos encontrado previamente aunque sin nombrarla todavía: ella es aquel hombre destinado a llevar consigo la imagen de Dios del que nos hablaba el Génesis. La raza celestial que Dios se propuso obtener desde la eternidad, para que por su intermedio el Hijo venga a ser centro y cabeza de todas las cosas creadas. El hombre de Génesis capítulo uno no debe ser considerado, entonces, como un individuo, sino como un hombre corporativo que tiene a Cristo por cabeza (Ef.2:15-16).

La iglesia existe por y para Jesucristo. Ella es su novia y su desposada, creada para convertirse en su ayuda idónea, y así cumplir el objetivo de Dios Padre, como carne de su carne y hueso de sus huesos (Ef. 5:29-32).



Tomada de Cristo, tal como Eva fue tomada de Adán (Gn. 1:21-24), la iglesia es él mismo pero expresado de otra manera, ya que en el misterio de la voluntad de Dios fue concebida para ser su contraparte perfecta. Una mujer que, como Eva en el costado de Adán, permaneció oculta desde la eternidad en lo profundo de Dios en Cristo, esperando a ser manifestada en la plenitud de los tiempos. Porque así como Jesucristo es la expresión perfecta de Dios Padre, la iglesia es la perfecta expresión de Cristo.

¿Podemos, ahora, comprender cuán preeminente y central es el Señor Jesucristo en la obra de Dios? ¿Y, por la misma razón, cuán importante es la iglesia a los ojos de Dios? Cuando el Espíritu de Dios abra nuestros ojos para ver este hecho esencial, comenzaremos a entender cuán superficiales e inútiles son los esfuerzos que hacemos en cualquier otro sentido, porque sólo aquello que se relaciona con su eterna voluntad en Jesucristo tiene valor delante de Dios y nada que sea menos que ello podrá jamás complacer su corazón.

Únicamente en este contexto es posible comprender las palabras de Señor Jesús: «Edificaré mi iglesia» (Mt. 16:18). Más allá de la redención efectuada en la cruz, cuyo fin fue recuperar lo que se había perdido, Jesucristo vino a cumplir una misión, cuyas raíces se hunden en la eternidad. Su vida, muerte y resurrección no sólo tuvieron por fin obtener nuestra salvación (tan preciosa a nuestros ojos) sino constituir y dar vida –su propia vida– a aquella gloriosa realidad que lo contiene y expresa en plenitud: la iglesia que es su cuerpo: «Y lo dio por cabeza, por sobre todas las cosas, a la iglesia; la cual es su cuerpo, la plenitud de aquel que todo lo llena en todo».

Por esta razón, es posible afirmar con toda certeza que nada puede expresar la plenitud de Cristo en esta tierra (su poder, carácter, voluntad y autoridad) a excepción de la iglesia, que es su cuerpo y su desposada. Y este hecho fundamental nos obliga a considerar a fondo la naturaleza de esta novia celestial, así como también su expresión práctica en la tierra. Para ello es necesario comenzar con lo más básico o esencial.


Notas

1. En verdad, como se verá en la última parte de este capítulo, el propósito último de Dios tiene por centro a Jesucristo, para quien fueron creadas todas las cosas. En este libro se asume que “el hombre” al que se refiere el capítulo 1 de Génesis no es en absoluto un individuo particular, sino un nuevo hombre corporativo, vale decir Cristo y la iglesia. En la mente de Dios, “hagamos al hombre a nuestra imagen” se refiere al hecho decisivo de dar a su Hijo una esposa, que sea su perfecta expresión en el orbe visible e invisible, meta suprema de toda la creación divina.



Capítulo II

Vida Divina Antes del Tiempo

Probablemente, ningún apóstol conoció tan íntimamente al Señor Jesucristo como Juan, pues así como Pablo fue escogido para conocer y revelar el misterio de Cristo en la iglesia, Juan fue elegido para conocer el misterio de Dios en Cristo. Más adelante veremos cómo ambas verdades forman una sola realidad indivisible; no obstante, la revelación dada a Juan es el fundamento de la verdad revelada a través del apóstol Pablo, pues el objetivo del discípulo amado es llevarnos al principio, al cimiento inalterable sobre el que descansa la iglesia.

El discípulo amado

Este principio, nos dice Juan, se encuentra en Dios mismo. Él es la fuente de donde procede la vida y nada, en toda la creación, posee por sí mismo ese género de vida excepto Dios.

Existen, por cierto, muchas clases de vida: vegetal, animal, humana y angélica. Pero ellas son sólo metáforas, pálidas sombras de la vida original que sólo Dios posee, de la cual a su vez derivan su existencia. Pero la vida divina se eleva por encima de ellas más allá de toda comparación posible o imaginable.

Con todo, esa es precisamente la vida que Dios quiso para el hombre desde la eternidad. El apóstol nos dice que en el principio estaba con el Verbo en Dios y que era además la luz de los hombres. Esa fue la vida que Adán perdió en el huerto y una espada encendida ocultó de sus ojos (¿Podemos ver cuán terrible fue nuestra pérdida?).

Mas, vino el día (y él fue testigo) en que aquella vida celestial descendió de su santa morada para habitar entre los hombres. «Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros. Y vimos su gloria» (Jn. 1:14), escribió al relatarnos el acontecimiento. A través de los días, meses y años, este discípulo fue un espectador privilegiado del evento más trascendente de la historia.

¡Nadie, jamás, vio y experimentó algo semejante! Porque el Verbo, Jesucristo, habitó entre los hombres viviendo una vida tan completamente diferente, real, íntima y maravillosa que, progresivamente, el corazón de sus rudos discípulos fue cautivado, sobrecogido, traspasado y, finalmente, transformado al contacto de esa vida celestial.

Y a Juan, más que a ninguno de ellos, le fue dado comprender el misterio de esa vida. Por esta razón, en sus escritos se refiere siempre a los aspectos más profundos y esenciales de la obra de Dios. Él no se preocupa, como Pablo en algunas de sus cartas, de los asuntos más exteriores de la iglesia (como por ejemplo, los dones, el culto, las ofrendas, etc.) sino que nos remite siempre a lo fundamental. A aquello que sustenta todo, existía desde el principio y permanece inalterable: la vida. Y esto, porque la iglesia es en esencia el mismo Cristo expresado de otra forma.

¿Cómo llegó Juan al conocimiento de esta verdad? La respuesta a esta pregunta es muy importante, pues nos revela un modelo práctico sobre cómo se establece y edifica la iglesia. La meta del apóstol es mostrarnos que antes de los dones, el evangelismo, la doctrina, el ministerio, y cualquier otra obra visible y exterior, se encuentra la vida. Si ella está presente, entonces todo lo demás está asegurado; mas, si ella falta, todo está en peligro de perderse.

La gran tragedia de la cristiandad en nuestros días se encuentra precisamente en este punto. Exteriormente, nos parece que mucho estuviera ocurriendo. Hay una gran actividad allá afuera y los creyentes corren de aquí para allá afanados en un sinnúmero de tareas urgentes. Se organizan campañas, seminarios de capacitación, congresos, movimientos misioneros, ministerios interdenominacionales y todo el tiempo parece que la obra de Dios estuviese creciendo a un gran ritmo. ¿Pero, crece realmente? ¿Son los resultados objetivos la prueba irrefutable de que Dios avala nuestra obra? Y, ¿Cuál es la fuente más profunda de toda esa actividad? ¿Qué se esconde detrás de todo ese ir y venir? ¿No existe una deficiencia en todo esto?

Sin embargo, no se intenta aquí juzgar la obra que otros hacen para Dios, sino únicamente establecer lo que es esencial, pues, como nos dice el apóstol Pablo, vendrá el día en que Dios probará la calidad de nuestra obra.

Veamos lo que nos dice al respecto el discípulo amado:

«Lo que era desde el principio,

lo que hemos visto con nuestros ojos,
lo que hemos contemplado,

y palparon nuestras manos tocante al Verbo de Vida (porque la Vida fue manifestada y la hemos visto,
y testificamos y os anunciamos la vida eterna, la cual estaba con el Padre y se nos manifestó)» (1Jn. 1: 1-2).

Este es, según Juan, el génesis de la iglesia. Ella comenzó, nos dice, en el mismo principio de todo, antes de que el hombre caminara sobre la tierra; antes de que fuesen formados las montañas y los océanos del mundo; y aún antes de que el sol, las estrellas y las incontables galaxias esparciesen su luz por el universo; antes del mismo tiempo… allá lejos, en la íntima vida trinitaria de Dios.

Acceder a esa intimidad es, por cierto, un asunto que excede todas nuestras posibilidades. Sin embargo, la gracia divina nos ha otorgado la forma de llegar hasta allí. ¿Cómo puede ser esto posible? ¡Porque la vida, escribe el apóstol, fue manifestada y la hemos visto! La misma vida divina, eterna e inaccesible, descendió hasta nosotros, para hacerse visible, contemplable y palpable en el rústico paisaje de Galilea.

Allí, entre sus áridas colinas y pequeñas aldeas, Juan encontró a Jesucristo. Cuando escribió su carta era ya un anciano, pero seguramente podía aún recordar vívidamente el día en que Jesús cruzó por su camino.

Desde el primer momento quedó prendado de su calidez, su sabiduría, su profundidad y ese algo inexpresable que se desprendía de cada uno de sus actos. Nunca hubo alguien tan humano como Jesús, y sin embargo… había en él un secreto inefable, algo más que humano desde donde parecía brotar toda la gloria de su vida.

Juan lo percibió desde el principio, y dejando atrás toda su vida anterior, sus sueños personales, ambiciones y proyectos, se embarcó, junto a muchos más, en la incierta aventura de seguirle.

De esta manera, llegó a ser en uno de los tantos discípulos del Nazareno. No hubo promesas, sólo una mirada inolvidable ardiendo en su corazón y aquellas palabras resonando en sus oídos: «sígueme». Probablemente, desde hacía tiempo ya le seguía y escuchaba como uno más entre la multitud. Pero aquel día, mientras remendaba sus redes en la playa junto a su hermano Jacobo, inesperadamente el Maestro detuvo sus pasos frente a él, lo interpeló directamente al corazón y cambió su vida para siempre.

A partir de ese momento Juan vivió para conocer a Jesús.

En cada uno de nosotros el llamado del Señor asume una expresión distintiva y su trato nos lleva por caminos singulares de conocimiento y experiencia, pues él busca hacernos instrumentos útiles en la edificación de su casa. Obreros que tengan algo específico y distintivo de Cristo que aportar al crecimiento de todo el cuerpo.

En Juan dicho llamamiento se expresó, desde un comienzo, como un deseo profundo e incesante por conocerle a él y su misterio. Desde entonces, durante los tres años que siguieron a su llamamiento, estuvo exclusivamente dedicado a seguir al Señor. En algún punto de esos tres años, fue apartado junto a otros once para vivir una experiencia más íntima con Jesús.

Fue así como, a lo largo de esos días gloriosos estuvo con él y los once en toda circunstancia humana posible. Caminando por los polvorientos caminos de Galilea o durmiendo al abrigo de una improvisada hoguera, después de compartir una escasa ración de alimento. Pero también escuchando en medio de la multitud, cuando sus palabras descendían como la lluvia fresca sobre la tierra reseca. O bien, en el curso de esas agotadoras jornadas, cuando el Señor sanaba cientos de enfermos y expulsaba demonios.

Esa experiencia lo transformó por completo. Cuando comenzó seguirle era joven y estaba lleno ambiciones, desconfianzas y temores. En un momento lo encontramos pidiendo fuego del cielo sobre una ciudad de samaritanos y un poco más allá, escondido tras las faldas de su madre solicitando un lugar de privilegio en el reino de Dios.

Ciertamente, como todos los demás, Juan era un caso difícil. Mas, progresivamente aquella experiencia de vida con Jesús comenzó a rendir sus frutos. Sus motivos ocultos quedaron expuestos, sus temores salieron a luz, su debilidad y fracaso puestos en evidencia. Y, simultáneamente, mientras su vida iba siendo tratada por las “circunstancias» exteriores, su corazón fue comprendiendo el misterio de Cristo y su vida.

El secreto de Cristo

Más allá del velo de la carne, Juan pudo ver que el Señor caminaba y respiraba por medio de una vida superior. Él parecía habitar en una constante dependencia e íntima comunión con Otro, que constituía la fuente de toda su existencia. Es probable que sus discípulos no lo notaran al principio, y les parecieran extrañas sus constantes alusiones a aquel Otro, pues los judíos nunca lo habían conocido por el nombre que Jesús le daba.

Mas Juan comprendió al fin. Quien estaba en medio de ellos era más que un maestro, un profeta e incluso aún más que todos los grandes líderes del pasado. Lo que se estaba manifestando en medio de ellos era la misma vida divina, anterior al tiempo y la historia, pues verdaderamente estaban contemplando al eterno Hijo de Dios, y a través de él, su secreto más profundo: el Padre.

Porque Jesucristo vivía por medio de la vida del Padre y los discípulos conocieron en él la forma de vida más elevada: la forma divina.

Precisamente, él había venido con la misión de revelarnos la vida tal como se la experimenta en la intimidad de Dios y expandirla hasta nosotros, haciéndonos así partícipes de ella . «Yo he venido para que tengan vida y para que la tengan en abundancia”.

Esta es la clase de vida que Juan nos describe, tras contemplarla manifestada en el Señor Jesucristo: Desde la eternidad, en la intimidad de Dios, el Padre da todo cuanto es, la totalidad de su vida y esencia, al Hijo, quien recibe la vida del Padre como suya, para luego devolverla completamente al Padre en un acto de inefable amor. Así, el Padre es la fuente de todo lo que el Hijo es. Nada hay en el Hijo que no proceda del Padre. El Hijo no tiene más vida que aquella que el Padre le da. Y el Padre se da por completo al Hijo para que todo aquello que es suyo sea también del Hijo. El Hijo recibe la vida del Padre y luego la retorna, a su vez, al Padre como una ofrenda de amor.

Dar, recibir, restituir lo dado es el principio esencial que opera en el seno de la vida divina. Principio que puede ser definido por una sola palabra: amor. Por ello, Juan nos dice que Dios es amor.

Por otra parte, el flujo incesante de comunión de vida entre el Padre y el Hijo se realiza a su vez en la tercera persona divina, el Espíritu Santo. El Padre ama, da, habla, escucha, revela, manda; el Hijo recibe, ama, da, contempla, escucha, habla, obedece. Y todo esto ocurre en la comunión profunda e inefable del Espíritu.

Veamos algunos versículos al respecto:

«No puede el Hijo hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre; porque todo lo que el Padre hace, también lo hace el Hijo igualmente. Porque el Padre ama al Hijo y le muestra todas las cosas que él hace» (Jn. 5:20).

«Porque como el Padre tiene vida en sí mismo, así también ha dado al Hijo el tener vida en sí mismo» (Jn. 5:26).

«No puedo yo hacer nada por mí mismo; según oigo así juzgo» (Jn. 5:30).

“Como me envió el Padre viviente, y yo vivo por el Padre” (Jn. 6:57).

“Porque el que me envió, conmigo está” (Jn. 8:29).

Los pasajes citados nos permiten ver cómo Cristo atribuye al Padre la causa de todas sus palabras y obras. Él no actúa ni habla por iniciativa propia. Por el contrario, todo su ser se encuentra movido por la voluntad de Padre.

Su relación con él puede ser descrita como una dependencia íntima y vital. El Padre habita en Cristo otorgándole su vida y dirección constantes. Él vive y respira cada segundo en la presencia del Padre y toda la gloria de su vida consiste en vivir y expresar la vida de su Padre («el Padre que mora en mí, él hace las obras»).

Ciertamente, nadie podrá comprender jamás el insondable misterio de su relación con el Padre, ya que existe en él una dimensión que estará por siempre más allá del alcance de nuestro pequeño entendimiento. No obstante, como se ha dicho antes, los aspectos de su vida que él ha querido mostrarnos en su encarnación tienen un fin concreto.

“Aquel Verbo fue hecho carne” nos dice Juan, es decir, tomó plenamente nuestra condición humana para convertirse en el primer hombre de aquella raza celestial que Dios quiso tener en el principio.

Por consiguiente, él debió aprender como hombre lo que ya sabía desde la eternidad siendo el Verbo de Dios: cómo vivir la vida de su Padre en la comunión del Espíritu Santo. Durante 30 años el Padre le enseñó a vivir dicha vida en el más común de los contextos: el hogar y el taller de un sencillo carpintero en Nazaret. El Señor Jesús no recibió una preparación académica o especializada. Simplemente aprendió a vivir la vida divina a través de todas las vicisitudes de una existencia humana común y corriente. Su vida no fue formada en la sinagogas, los seminarios o los templos, sino en la casa y el taller de trabajo. ¿No nos enseña algo todo esto? Porque debemos comprender que su vida en la tierra es la fuente y el modelo a partir del cual Dios habrá de dar forma a todos sus hijos hechos conformes a su imagen (la imagen de su Hijo).

La clase de vida que Cristo manifestó es, necesariamente, la única posible para los hijos de Dios, pues él es tanto la fuente como el modelo de vida para la iglesia.

Por esta razón, no es suficiente considerar a Cristo sólo como un modelo a imitar (por Ej. la escuela del ¿qué haría Jesús en mi lugar?) ya que una compresión así fallaría por completo al no discernir que para realizar las obras de Cristo es imprescindible poseer la misma vida que Cristo, el Señor.

Este es un punto central, que tantos cristianos ignoran o parecen ignorar. Piensan que es suficiente con el esfuerzo y capacidad meramente humanos. Pero la vida humana jamás podrá imitar la vida divina. Es un asunto de naturaleza, porque lo nacido de la carne es solamente más carne.

El mejor y más acucioso esfuerzo de la naturaleza humana jamás podrá producir un solo gramo de vida divina, porque, como el Señor enseñó, no se cosechan higos de los espinos, ni se vendimian uvas de los abrojos.

¿Pero, no era humano Jesús? Ciertamente, mas con una gran diferencia. Cristo era verdaderamente humano, en un sentido que nadie antes de él poseyó jamás. Sin embargo, recordemos que el hombre fue creado para contener una vida más alta que la suya, destinada a ser el centro de su existencia. Mas Adán, el primero, escogió desligarse de esa vida superior e intentar vivir por el poder de su vida meramente humana. Así se convirtió en el hombre caído, o en palabras de Pablo, el viejo hombre.

Pero Cristo entró en el mundo para reparar el daño causado en el principio. Él, a diferencia de Adán, rehusó vivir por el poder de su naturaleza humana, esto es, se negó a tener una vida propia, separada de Dios. De ahí que la tentación del diablo siempre apuntara a desligarlo de la vida divina. Su intención era llevarlo a actuar de manera autónoma. Por esto sus palabras «si eres hijo de Dios» (Mt. 4:3), es decir, si fueses realmente divino tú harías esto o aquello por tu cuenta sin consultar a nadie (lo que de paso demuestra la absoluta incapacidad de Satanás para comprender la naturaleza divina). Mas todo su esfuerzo resultó vano. La serpiente antigua fue completamente derrotada, pues Cristo habría de vivir hasta su muerte por medio del Padre. Todas sus facultades humanas, su intelecto, emociones y voluntad, se rindieron sin limitaciones a la acción de la vida divina que moraba en él.

De esta manera, en él la naturaleza humana encontró al fin el sentido para el cual fue creada: ser un instrumento para la plena expresión de dicha vida celestial en el orbe visible.

El secreto de su iglesia

El secreto de Cristo estaba en la fuente que nutría su vida. Sus obras exteriores y visibles brotaban de una vida interior que procedía directamente del Padre. No obstante, mientras Jesús estuvo en la tierra era el único hombre que poseía esa clase de vida. Es decir, en él la vida divina se encontraba confinada por las limitaciones físicas de su humanidad. Hasta ese momento sólo Cristo tenía la imagen de Dios. Mas el hombre que Dios buscaba en el principio no era un individuo único e irrepetible, sino una realidad más amplia y articulada. Él deseaba que su Hijo fuese la cabeza de un cuerpo constituido por muchos hombres, que conformarían una sola cosa con él; o, en otras palabras, un hombre corporativo que viviese por medio de él

¿Cómo lograría el Señor su objetivo? Pues bien, él se refirió a ello al menos en dos oportunidades. La primera, cuando habló de sí mismo como el pan que descendió del cielo. Sus palabras fueron, «como me envió el Padre viviente, y yo vivo por el Padre, asimismo el que me come, él también vivirá por mi» (Jn. 6:57) . Es decir, tal como el Padre es la vida, el centro mismo de mi ser, yo vendré a ser la vida, el centro mismo de la iglesia.

Nunca podremos enfatizar esto demasiado. El Padre es la fuente de todo cuanto Jesucristo es; Jesucristo es la fuente de todo cuanto la iglesia es.

He aquí la importancia de lo que Juan nos enseña. Su fin es, como hemos visto, revelacional y práctico a la vez. Por una parte, busca revelarnos el fundamento eterno e inconmovible de la iglesia. Por otra, la forma práctica de su relación con Cristo, su fundamento, porque la iglesia ha de vincularse con Cristo del mismo modo en que él se relaciona con el Padre.

Su significado práctico es que solamente en Cristo la iglesia puede obtener vida, poder, instrucción, dirección, sabiduría y fortaleza. Esto significa, experimentalmente, el vivir por medio de él. Pues, así como Cristo caminaba, vivía y respiraba por medio del Padre, nosotros (su iglesia) hemos de caminar, vivir y respirar por medio de Cristo. Ese era el «secreto» de Cristo, y este es también el glorioso e inefable «secreto» de la iglesia. «Yo en ellos y tú en mí», dijo el Señor refiriéndose a esta verdad fundamental, que tantos cristianos parecen ignorar o desconocer casi por completo, «porque separados de mí nada podéis hacer» (Jn. 15:5).

Ahora bien, la segunda oportunidad en que el Señor se refirió al nacimiento de la iglesia se encuentra en la parábola del grano de trigo: «si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto» (Jn. 12:24).

En este pasaje, el Señor Jesús nos habla sobre el sentido de su próxima muerte, comparándose con un grano de trigo. Mientras su exterior permanezca intacto, la vida que bulle en su interior no podrá multiplicarse. Para que esto ocurra, debe ser enterrado y morir, es decir, su envoltura exterior debe ser quebrantada y molida para que desde adentro surja la vida que luego crecerá y se multiplicará como una espiga cargada con cientos de granos nuevos.

Y esto fue lo que, precisamente, ocurrió. Antes de morir, sólo el Señor poseía la vida como Hijo Unigénito de Dios; mas, porque aceptó morir en la cruz, fue posible que dicha vida se liberara y expandiera hasta nosotros, transformándose así en el primogénito entre muchos hermanos (Ro. 8:29). De esta manera, dio nacimiento a la iglesia que es carne de su carne y hueso de sus huesos. Y Dios obtuvo, finalmente, el hombre corporativo que buscaba en el principio, al que Pablo llama también el nuevo hombre (Ef. 2:15).

La muerte del Señor tuvo entonces un doble objetivo: por un lado, en su aspecto negativo, rescatarnos del pecado, librándonos de Satanás y de la muerte. Por otro, en su dimensión positiva, consumar el designio eterno del Padre, dando su vida a la iglesia, la raza celestial que lleva consigo su propia imagen.

Este es el fundamento eterno e inconmovible revelado a Juan y los demás apóstoles durante aquellos gloriosos años: Cristo, el Hijo de Dios. «Separados de mí, nada podéis hacer» fue su lección más importante para quienes más tarde deberían enfrentar la inmensa tarea dar forma histórica a dicha iglesia. Mas, la obra ya estaba hecha, y el fundamento establecido. Dios mismo puso el fundamento. «Porque nadie puede poner otro fundamento que el que está puesto, el cual es Jesucristo” (1Co. 3:11).

¿Podemos ver, ahora, cuán absolutamente cristocéntrica es la obra de Dios y por lo mismo, cuan cristocéntrico debe ser el ministerio de quienes le sirven? Precisamente los años que Jesús paso junto a sus apóstoles tuvieron como objetivo establecer este fundamento inconmovible en sus vidas, pues finalmente, tras vivir con él durante 24 horas diarias, por alrededor de 1.100 días seguidos, llegaron a conocerle de una manera profunda, íntima y real.

Su carácter, metodología, ternura, compasión y paciencia, así como su modo de tratar a la gente, su dedicación sin límites, su amor ardiente por el Padre y su voluntad se fueron adhiriendo en cada fibra de sus discípulos, compenetrándolos y traspasándolos hasta la misma médula de su existencia. Y, simultáneamente, aquella vida fue irradiándose entre ellos, amasándolos, entretejiéndolos, suavizando aristas y asperezas, creando lazos indestructibles de amor, cuidado, paciencia, tolerancia y perdón.

Los largos años que siguieron habrían de probar colosalmente aquellos lazos. Pero es un tributo perenne al maestro que los formó el que nunca, aún durante las crisis más severas, aquellos lazos pudieron ser destruidos.

Y esta fue la matriz histórica de la iglesia, aunque su origen, como hemos visto, se remonta a la eternidad.




Capítulo III

La Obra del Espíritu

Después de su muerte y resurrección, el Señor reunió a sus discípulos y les mandó que esperasen juntos la venida del Espíritu Santo. Tal como hemos visto, verdaderamente el grano de trigo había sido enterrado, molido y de su interior había brotado una vida ilimitada. El pan había sido partido y entregado. ¿Qué faltaba entonces? Una palabra lo define: Pentecostés.

Históricamente, se trataba de una fiesta judía cuyo significado era más bien oscuro. ¿La razón? Todas las fiestas hebreas se habían instituido para recordar algún acontecimiento memorable del pasado. No así Pentecostés.

Su sentido según el Antiguo Testamento era dar gracias por los primeros frutos y se celebraba 50 días después de la Pascua. Siguiendo la tradición, ese día un sacerdote descendía hasta los campos de trigo y recogía los primeras espigas repletas con dorados granos maduros. Después de quitar cuidadosamente los granos de las espigas, los molía hasta formar una harina suave con la que amasaba un pan. Acto seguido, ponía el pan en un horno caliente y lo cocía. Cuando al fin estaba listo, retiraba el pan del fuego y, levantándolo con ambas manos, lo dejaba sobre el altar de Dios como una ofrenda de acción de gracias.

Ahora bien, la obra de Dios tiene siempre una dimensión objetiva y otra experimental (subjetiva). Objetivamente, Cristo en su muerte y resurrección consumó plenamente el propósito de Dios. En él la iglesia, eterna en los cielos, fue constituida, santificada, perfeccionada y glorificada. En este sentido, debemos aceptar que la obra del Señor es perfecta y absoluta; nada más puede serle añadido. Nuestra fe debe apoyarse en la verdad (realidad) inconmovible de lo que Dios hizo en Cristo y entonces, a partir del hecho objetivo, surgirá la experiencia. Y, aunque nuestra experiencia en la tierra puede cambiar, la realidad misma permanece inalterable en los cielos; aunque la expresión tangible de la iglesia se encuentre en franca decadencia, con todo permanece el hecho de que nuestro Señor y su obra jamás decaen ni cambian. Lo que era verdad ayer acerca de la iglesia, aún es verdad hoy y seguirá siendo verdad mañana (por ello, aún hoy, cualesquiera sean nuestras circunstancias, siempre podremos volvernos al fundamen
to eterno para encontrar allí la misma riqueza, poder y gloria que experimentaron nuestros hermanos de antaño ¡El Señor es el mismo ayer, hoy y por los siglos!

Mas él desea que su iglesia sea una realidad palpable entre los hombres. Por esta razón, si elevamos nuestros ojos, abandonando toda otra esperanza o fortaleza, para contemplarle únicamente a él en su trono de gloria, reconociéndole como Señor absoluto y soberano, aún es posible que la gloria del principio nos sea restaurada.

Precisamente, aquel principio histórico fue Pentecostés. El aspecto objetivo de la obra divina estaba consumado, más aún debía realizarse en el tiempo. Es pues la hora del Espíritu Santo, cuando la oscura fiesta de los primeros frutos se hará realidad.
 
 
 

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