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Consagración y Servicio

El modelo del cristianismo, tradicionalmente, ha sido tener un “ministro” al frente que lo haga todo. La historia de la iglesia nos demuestra que este modelo ha sido nefasto, porque ha significado la instauración de una casta sacerdotal, en desmedro de los demás hijos de Dios.
La palabra de Dios es muy clara al incluir a todos los creyentes como sacerdotes. Por tanto, todo hijo de Dios debe servir a su Señor y Dios de acuerdo a lo que Él dice que somos.

Este libro pretende ayudar a los hermanos para que encuentren su espacio para servir al Señor en la iglesia, y, desde la iglesia, a una humanidad doliente, que necesita y clama por ser aliviada de sus llagas.


1ª Edición. Temuco (Chile), Enero de 1999. ISBN: 956-288-139-3.
Las citas bíblicas corresponden a la versión Reina-Valera, 1960.


PRESENTACIÓN

El presente libro tiene como propósito atender una necesidad de la obra de Dios entre las iglesias que están por la restauración del modelo de Dios. Esta necesidad puntual se refiere al espacio que ha de tener cada hermano y hermana para servir al Señor Jesucristo, el cual es la Cabeza “del cuerpo que es la iglesia”.

El modelo del cristianismo, tradicionalmente, ha sido tener un “ministro” al frente que lo haga todo. Sabemos cuán nefasto ha sido en el transcurso de los siglos de la historia de la iglesia el que sólo una casta sacerdotal pretenda servir a Dios. “Las obras de los nicolaítas” en Efeso se transformaron en “la doctrina de los nicolaítas” en Pérgamo. Estos fueron los comienzos de un servicio anormal. El uso del vocablo laicos viene, precisamente, de una parte de esta palabra (“nico-laos”), que significa “pueblo”. Este término ha sido usado por las corrientes del cristianismo en forma despectiva, para referirse a aquellos cristianos que no tienen un servicio visible y que, por lo tanto, no son parte de la cúpula ministerial. Es más, hay quienes, en su doctrina, expresan que los laicos no son parte de la iglesia. ¡Qué horror! ¡Cuántos miembros del cuerpo de Cristo han sido atrofiados porque se les negó un espacio o porque no se les consideró!

Las Sagradas Escrituras son muy claras en incluir a todos los creyentes como sacerdotes, santos, ministros, diáconos, reyes, mayordomos, siervos. A todos se nos designa como “participantes del llamamiento celestial” (Heb. 3:1). En todos estos términos están incluidos todos los creyentes. Por lo tanto, todo hijo de Dios debe servir a su Señor y Dios de acuerdo a lo que Él dice que somos. Es más, se le pedirá cuenta de los dones y/o talentos con que fue capacitado para servir, siendo amonestados con ayes los que descuidan su labor. El día del Tribunal de Cristo habrá mucho lloro y crujir de dientes cuando el Señor Jesucristo como Juez pida cuentas a los mayordomos (Mat. 25:14-30). Y esto será así, porque muchos habrán pensado que era muy poco lo que tenían para servir. ¡Dios levante a los de espíritu apocado y vean que Dios nos ha considerado a todos!

Creemos que esta Palabra impresa, la cual ha sido predicada entre nosotros oralmente por el autor, ha de ayudar en gran parte a los hermanos para que encuentren su espacio para servir a su Señor en la iglesia y desde la iglesia, a una humanidad doliente, que necesita y clama por ser aliviada de sus llagas. Usted y todos tenemos la oportunidad de ser útiles (“Onésimos”): no le permita al enemigo subestimaciones. Crea lo que Dios dice acerca de Ud. Se sorprenderá de lo bien que trata Dios a los suyos, porque los ve en Cristo y en Él los ve perfectos.

El cristianismo ha caído históricamente, ya en la pasividad, ya en el activismo. Ambas cosas son anormalidades que han tenido muchos representantes y que han causado enorme daño en el pueblo de Dios. Las enseñanzas que hay en estas páginas pueden ayudar a no caer en ninguna de las dos, sino a entrar y continuar en la senda correcta, como son las obras de fe y los trabajos de amor. Quienes hacen este tipo de obras son creyentes que han aprendido a servir al Señor en el Espíritu y se caracterizan por no tener confianza en sí mismos.

Tal vez el problema de muchos creyentes que no se atreven a servir es que temen hacerlo en la carne, o por temor a tomar una iniciativa individualista; si bien es cierto que ambos temores son atendibles, el creyente ha de preguntarle al Señor “¿Qué quieres que haga?”. Sin duda que la respuesta no se tardará, y los consejos de este libro –esperamos en oración– sirvan para despejar estos temores.

Hno. Roberto Sáez F.

Santiago de Chile, diciembre de 1998.

Uno

LOS PEQUEÑOS

Galilea de los gentiles

En los tiempos del Señor Jesús había dos grandes provincias judías, en las cuales él desarrolló su ministerio: Judea y Galilea.

Judea, ubicada al sur de Palestina, era la más importante, porque allí estaba Jerusalén y en Jerusalén estaba el templo. Toda la actividad política y religiosa de los judíos se centraba en Jerusalén. En cuanto al territorio, correspondía a la herencia de las tribus de Judá y Benjamín. Nosotros sabemos que éstas eran tribus principales entre los judíos, especialmente Judá, de la que era David, y de la cual vino el Señor en cuanto a la carne.

Galilea, en cambio, ubicada al norte, estaba asentada en el extremo de Palestina, en los territorios de dos tribus menores de Israel: Zabulón y Neftalí. De estas tribus no se dice mucho en las Escrituras. Desde tiempo antiguo, Galilea no tuvo muy buena reputación. Isaías dice de ella: “Galilea de los gentiles”, palabras que Mateo cita en 4:15. Los fariseos, hablando con Nicodemo, le decían que de Galilea nunca se había levantado profeta. Galilea era considerada tierra de tinieblas y de sombra de muerte; sin embargo, Dios visitó esa provincia apartada enviando a su propio Hijo.

Aquí tenemos, pues, dos provincias: Judea, con toda la gloria de ser la cabeza de la nación; y Galilea, en los confines del territorio, donde Israel ya se mezclaba con los gentiles. En Judea estaba la gloria; en Galilea estaban las sombras de la muerte.

Lo más notable de esto es, sin embargo, que el Señor Jesús, siendo de la tribu de Judá, y teniendo, por tanto, todos los derechos de asociarse con la provincia de Judea, se asocia con Galilea, la despreciada. Por eso es llamado Jesús nazareno, es decir, de Nazaret, ciudad galilea. (Hch. 2:22). La opinión que de ella tenían los judíos no era mejor que la que tenían de Galilea en general. “¿De Nazaret puede salir algo de bueno?” – solían decir (Jn. 1:46).

Así pues, el Señor Jesús era galileo, y por esta causa fue muy despreciado en Jerusalén. Pero no sólo el Señor era galileo: también lo eran sus discípulos (Hch. 1:11).

Ahora bien, nosotros podemos dividir el evangelio de Mateo en dos grandes partes, si tomamos como criterio el lugar en donde el Señor desarrolló su ministerio: los primeros 18 capítulos contienen su ministerio en Galilea, y la mayor parte de los restantes, su ministerio en Judea. En Galilea enseñó, resucitó muertos, consoló a los pobres, sanó a los quebrantados de corazón, dio vista a los ciegos. Este fue un ministerio de enseñanza, de sanidad, de buenas nuevas. Allí predicó algunos de sus principales sermones: el sermón del Monte (caps. 5 al 7), el discurso a los doce (cap. 10), el de las parábolas (cap. 13). Allí se regocija el Señor en el Espíritu y dice: “Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque escondiste estas cosas de los sabios y de los entendidos, y las revelaste a los niños” (11:25). Allí el Señor reveló sus misterios a los niños y los usó para predicar el evangelio del reino con poder. En Judea, en cambio, su ministerio estuvo relacionado con la cruz. Aquí se presenta la mayor oposición. Están los fariseos que buscan la ocasión para destruirle. Está el Getsemaní y el Gólgota. Vemos, pues, que hay una diferencia importante entre estas dos provincias en cuanto al ministerio del Señor.

En el capítulo 19 encontramos al Señor saliendo de Galilea con destino a Judea. Luego de su penoso viaje hacia Jerusalén, de su muerte allí y de su resurrección, vuelve a Galilea, donde se manifiesta a sus discípulos (Mt. 28: 10).

Pero el último discurso del Señor a sus discípulos en Galilea, antes de trasladarse a Judea, lo tenemos en el capítulo 18 de Mateo. En este capítulo, unos de los más hermosos de la Biblia, vamos a centrar ahora nuestra atención.

Los pequeños

El capítulo 18 de Mateo tiene un solo y gran tema: los pequeños. Los pequeños son los mismos “niños” a los cuales Dios les revela a su Hijo, y que motivan el regocijo del Señor en Lucas 10:21: “En aquella misma hora Jesús se regocijó en el Espíritu, y dijo: Yo te alabo, oh Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque escondiste estas cosas de los sabios y entendidos, y las has revelado a los niños. Sí, Padre, porque así te agradó.”

Vemos aquí, en esta versión Reina-Valera, 1960, varias secciones, encabezadas por subtítulos. Estos subtítulos nos van a ayudar. Si miramos con atención, veremos que todas estas secciones están relacionadas con los pequeños. En la primera: “¿Quién es el mayor?” se habla de los niños; en la segunda: “Ocasiones de caer”, se habla de los tropiezos hechos a los pequeños; en la tercera: “Parábola de la oveja perdida”, de los pequeños que se pierden; en la cuarta: “Cómo se debe perdonar al hermano”, de cómo y cuánto se debe perdonar, fundamentalmente, al hermano pequeño; y en la quinta: “Los dos deudores” se habla acerca de cómo deben ser perdonadas las deudas que los hermanos más pequeños tienen con nosotros.

Así pues, podemos ver que todo este capítulo está enteramente referido a los pequeños.

Reiteramos que este es el último sermón del Señor en Galilea, la despreciada, antes de ir a Judea. El Señor pone aquí, en Galilea, todo el acento en los pequeños, para que nosotros atendamos a lo que Él nos quiere decir.

Revisemos las cinco secciones una a una.

“¿Quién es el mayor?” (versículos 1-5). Aquí se dice que el volverse como un niño es una condición para el reino (3); que el humillarse como un niño es condición para la grandeza en el reino (4); y que el recibir a los niños es recibir al Señor del reino.

De modo que si no nos volvemos como niños, si no nos humillamos como niños y si no recibimos a los niños, no tenemos parte en el reino, ni menos podremos alcanzar en el reino alguna honra, porque estaremos rechazando al Señor del reino. Es una buena lección que nosotros debemos recordar siempre. No importa el grado de conocimiento, ni las verdades espirituales que sepamos; no importa cuántos demonios hayamos echado fuera ni cuánto hayamos predicado. El imperativo es volvernos como niños, humillarnos como niños y recibir a los niños. Y aquí recibir a un niño es recibir a un pequeño en la fe, a uno que es débil.

“Ocasiones de caer” (versículos 6-10). Pocas veces el Señor es tan severo como en este pasaje. Los “¡ay!” que vemos aquí aparecen pocas veces en el Nuevo Testamento. Los encontramos referidos a las ciudades impenitentes (Corazín, Betsaida, Capernaum), a los fariseos, a Judas, a los ricos, a Babilonia, y aquí, a aquellos que hacen tropezar a los pequeños. El Señor le imprime tanta fuerza a esta enseñanza, que llega a decir que es preferible cortarse la mano, o el pie, o sacarse un ojo, y entrar con esa mutilación al reino, antes que ser echado fuera por un tropiezo provocado a los pequeños. ¡Cuidado, pues, con menospreciarlos!



“Parábola de la oveja perdida” (versículos 11-14). La parábola de la oveja perdida está referida a los pequeños. La oveja que se va por los montes dejando el rebaño, representa a los pequeños (vers.14). Hay noventa y nueve que están firmes y seguras, son estables, oyen la voz del pastor y se sujetan a él; pero una, tal vez la más débil, o la más obstinada y rebelde, en su pequeñez espiritual, se descarría. Entonces el pastor va tras ella y la trae, y se regocija más por ella que por las noventa y nueve que no se descarriaron. ¿Cuántos hermanos pequeños hay que, por diversas razones, se han apartado? Cualesquiera de esas razones es una demostración de su pequeñez. No obstante, el pastor va tras ella, la trae y se regocija por ella.

“Cómo se debe perdonar al hermano” (versículos 15-22). La expresión “por tanto”, con que comienza esta sección, sirve para conectarla con la sección anterior. En el versículo 14 se terminó hablando de los pequeños, así que aquí están ellos implícitos en el comienzo. ¿Quiénes suelen pecar muchas veces? Los pequeños. Sin embargo, aunque ellos pueden pecar setenta veces siete, aún así deben ser perdonados. Y esta cantidad no es, en realidad, cuatrocientas noventa veces, sino “siempre”. Setenta veces siete es igual a siempre. Los pequeños tienen que ser perdonados siempre, pero también tienen que ser reprendidos. ¿Cómo? Dice: “... estando tú y él solos”. Esto es así para que no sea avergonzado ante los demás. Después, si él no hace caso, hay que dar otros pasos, pero primero es “solos”. Los que más suelen incurrir en tal cantidad de faltas son los pequeños.

“Los dos deudores” (versículos 23-35). Esta sección comienza con el conectivo “Por lo cual”, que, al igual que el “por tanto” del versículo 15, asocia la sección con la anterior.

Aquí aparecen un rey, un siervo y un consiervo. El siervo está endeudado con el rey, y el consiervo con el siervo. El rey es el Señor y los siervos somos nosotros. El siervo tiene una deuda tan grande, que es literalmente impagable. Y como no puede pagarla, es perdonado; y como es perdonado de una deuda tan grande, tiene que estar dispuesto a perdonar siempre al hermano endeudado con él.

El siervo debe diez mil talentos. Una cantidad considerable. Si traducimos esa cantidad de dinero a nuestra moneda actual, podremos ver más claramente la magnitud de su deuda. Un talento equivale a seis mil dracmas. Una dracma es aproximadamente lo que ganaba en los tiempos del Señor un obrero al día. En Chile, un obrero gana aproximadamente unos $2.500 al día. Si multiplicamos esta cantidad por seis mil, tenemos quince millones de pesos. Ese es el equivalente a un talento. Si multiplicamos quince millones por diez mil, tenemos la no despreciable suma de quince mil millones de pesos. Esa es la equivalencia en pesos chilenos de hoy de los diez mil talentos. Quince mil millones de pesos* .

Para comprender mejor el monto de esta cantidad grafiquemos un poco. Con quince mil millones de pesos podríamos comprar mil quinientas casas de diez millones cada una, o tres mil vehículos de cinco millones. Ahora bien, si tuviésemos que pagar esa deuda a plazos, con cuotas de doscientos mil pesos mensuales, tardaríamos setenta y cinco mil meses en pagar, es decir, seis mil doscientos cincuenta años. Si pudiéramos pagar un poco más, unos quinientos mil pesos mensuales, deberíamos pagar dos mil quinientos años. Si pudiéramos pagar aún un poco más, un millón de pesos al mes, deberíamos estar pagando mil doscientos cincuenta años, es decir, unas diecisiete vidas. Y si alguien dijera: “Yo tengo mucho dinero, yo quiero pagar esa deuda mensualmente de por vida”, (supongamos, setenta años), debería pagar la suma de diecisiete millones ochocientos cincuenta y siete mil ciento cuarenta y dos pesos al mes.

Así, pues, de verdad el siervo no tenía con qué pagar. Por eso, el Señor ordena venderle a él y a sus hijos y todo lo que tenía para que se le pagase la deuda. Es decir, las vidas de toda su familia y sus bienes. Y por eso, como era del todo imposible, cuando el siervo se humilló, el Señor le perdonó la deuda.

Y eso es lo que el Señor nos ha perdonado a nosotros. Así tan grande era la deuda que nosotros teníamos con Él. Nuestros pecados eran tantos y tan horrendos, y nuestra separación con Dios era tan abismante, que sólo la sangre del Señor Jesús pudo tender el puente que nos llevó desde nuestra caída hasta la reconciliación con Dios. ¡Bendito es el Señor Jesucristo! ¡Preciosísima es su sangre! Porque si a cada uno el Señor le perdonó diez mil talentos, al sumar por cada uno de nosotros esa cantidad, tenemos una cantidad que no podemos concebir. No hay en todo el universo dinero ni riquezas suficientes para pagar el precio de nuestra salvación.

Pero, ¿cuánto debía el consiervo? Cien denarios. Un denario es aproximadamente lo mismo que una dracma, o sea, unos doscientos cincuenta mil pesos chilenos de hoy, apenas una vigésima parte de un vehículo de cinco millones (¿una rueda tal vez?). Y es por esa cantidad insignificante que el siervo estrangulaba a su consiervo, y aún más, lo echó en la cárcel hasta que le pagase la deuda.

Parece claro que hay una gran diferencia entre ambos casos. Así que podemos concluir que siempre la deuda que un hermano tiene con nosotros es infinitamente menor que la que nosotros teníamos con el Señor. No importa el tamaño del pecado, no importa la ofensa que nuestro hermano nos haya infligido: todo lo que podamos imaginar, por grave que sea, es menor que lo que el Señor nos perdonó, y de lo cual nos limpió con su preciosa sangre. Por tanto, si fuimos misericordiosamente perdonados, también debemos misericordiosamente perdonar.

De este precioso capítulo también podemos inferir que normalmente son los hermanos más pequeños los que se endeudan con los hermanos más grandes; así como normalmente son los hermanos más grandes los que hacen tropezar a los más pequeños. Que el Señor nos libre a unos y a otros para no obstruir su obra entre los hijos de Dios.

Pensamos que este capítulo 18 de Mateo difícilmente pudo haber sido predicado en Judea. Es un capítulo que tenía que ser predicado en Galilea. Constituye una defensa del Señor a los débiles, a los pequeños, a los menospreciados. Una defensa de los que – en palabras de Pablo – son “menos dignos” y “menos decorosos” en el cuerpo (1ª Cor. 12:23).







“Mis hermanos más pequeños”

En el capítulo 25 de Mateo, versículos 31 al 46 encontramos el pasaje referido al juicio de las naciones, en el cual aparece el Señor en el día del juicio, apartando las ovejas de los cabritos. A las ovejas dirá en aquel día: “Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo”. ¿Cuál es la razón de tal bienaventuranza? Es porque cuando ellos hicieron misericordia a “mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis” -- dice el Señor. Luego, en los versículos siguientes, dice a los cabritos: “Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles”. ¿Cuál es la razón de tan terrible juicio? Es porque al no haber hecho misericordia “a uno de estos más pequeños, tampoco a mí lo hicisteis”.

Aquí, cuando el Señor habla de sus hermanos más pequeños no se refiere a los que son del mundo, sino a los hijos de Dios, a los renacidos, a los que tienen su mismo Espíritu, de los cuales El es el primogénito. El Señor puede ser considerado amigo de los pecadores (Mt. 11:19), pero no es hermano de ellos.

¿Vemos aquí el valor que tienen para el Señor los pequeños? Aquí se habla, no de los que tienen un lugar destacado en la iglesia, sino de los que no se notan en ella.

Los pequeños en el cuerpo

En 1ª Corintios 12 dice que en el cuerpo que es la iglesia, nadie debe menospreciar a otro y decirle: “Yo no te necesito”. El ojo no puede decirle eso a la mano, como tampoco la cabeza a los pies. “Antes bien los miembros del cuerpo que parecen más débiles, son los más necesarios; y a aquellos del cuerpo que nos parecen menos dignos, a éstos vestimos más dignamente; y los que en nosotros son menos decorosos, se tratan con más decoro. Porque los que en nosotros son más decorosos, no tienen necesidad; pero Dios ordenó el cuerpo, dando más abundante honor al que le faltaba, para que no haya desavenencia en el cuerpo, sino que los miembros todos se preocupen los unos por los otros” (22-25). Aquí están los débiles, los menos dignos, los menos decorosos. A estos podemos asociar con los pequeños de Mateo 18 y de Mateo 25. Aquí en Corintios hay miembros que parecen más débiles, pero son los más necesarios. Están los que parecen menos dignos, pero que, no obstante, se visten más dignamente.

Alguien podría pensar, tal vez, que sería muy hermoso tener sólo hermanos crecidos, maduros y estables en la iglesia. Sin embargo, en los tiempos de Pablo también había hermanos débiles, y había algunos que no eran tan decorosos, ni tan nobles, ni tan crecidos. De la misma manera ocurre hoy, y así será siempre en la iglesia. ¿Por qué están esos hermanos entre nosotros? Sería motivo de mucha gloria si fuésemos todos muy maduros. Tendríamos motivos para enorgullecernos ante todos quienes nos rodean. Pero la existencia de un solo hermano débil en la iglesia es motivo suficiente para que todos seamos humildes delante del Señor.

El Señor permite que esté mi hermano con todas sus debilidades y flaquezas, para que yo tenga la suficiente humildad y paciencia, como para estar con él, para asistirlo, para apoyarlo, para reír con su risa y llorar con su llanto. Para que no nos envanezcamos. ¡Ay si perdemos la ternura hacia el pequeño! ¡Ay si nos volvemos orgullosos, soberbios, altivos! Existe, pues, una poderosa razón por la que están los hermanos más pequeños entre nosotros. Hay una lección que ellos nos tienen que enseñar. ¡Qué cosa más noble es que el hermano más crecido en la iglesia pueda bajar hasta la estatura del más pequeño y sentarse a su mesa, abrazarlo, llorar juntos, lavarle los pies y aun ser lavado por él! ¡Qué espectáculo maravilloso delante del Señor y delante de sus ángeles! Esto no puede ser hecho sino por el Espíritu Santo cuando caminamos en amor. Por eso el andar en amor es el complemento perfecto del andar en la justicia.

Aquí en este pasaje de Corintios hay lo que podríamos denominar un principio de equidad, que consiste en darle más honra al que tiene menos, para que no haya desavenencia en el cuerpo. Para que ninguno se gloríe y menosprecie a su hermano más pequeño.

Andar conforme al amor

Veamos Romanos capítulo 14. Tomaremos algunos versículos de este hermoso capítulo:

“Recibid al débil en la fe, pero no para contender sobre opiniones. Porque uno cree que se ha de comer de todo; otro, que es débil, come legumbres. El que come, no menosprecie al que no come, y el que no come, no juzgue al que come; porque Dios le ha recibido ... Pero tú, por qué juzgas a tu hermano? O tú también, ¿por qué menosprecias a tu hermano? Porque todos compareceremos ante el tribunal de Cristo ... De manera que cada uno de nosotros dará a Dios cuenta de sí. Así que, ya no nos juzguemos más los unos a los otros, sino más bien decidid no poner tropiezo u ocasión de caer al hermano ... Pero si por causa de la comida tu hermano es contristado, ya no andas conforme al amor. No hagas que por la comida tuya se pierda aquel por quien Cristo murió... No destruyas la obra de Dios por causa de la comida. Todas las cosas a la verdad son limpias; pero es malo que el hombre haga tropezar a otros con lo que come. Bueno es no comer carne, ni beber vino, ni nada en que tu hermano tropiece, o se ofenda o se debilite ...”.

Este capítulo sigue la misma línea de Mateo 18. En Mateo 18 nosotros vemos que el mayor pone tropiezo al menor. Aquí el mayor menosprecia al menor. En Mateo 18 el menor está endeudado con el hermano mayor, acá el menor juzga al mayor. Pero, tanto el mayor como el menor comparecerán ante el tribunal de Cristo.

Hay algunos profesores que, al momento de evaluar a sus alumnos, los sientan en dos filas: a los que tienen más dificultades les hacen una prueba más fácil, y a los más avanzados, una más difícil. ¡Ay de los que están en la segunda fila! La prueba para ellos es terrible. Algo así es lo que va a pasar cuando comparezcamos ante el Señor. No todos vamos a ser medidos con la misma vara. A cada uno, de acuerdo a lo que se le haya dado. Al mayor, con una vara más alta; al menor, con una más baja. Por tanto, el mayor no menosprecie al menor, antes bien diga: “Señor, ten misericordia de mí, porque habiendo recibido de Ti tanta luz, soy, en mi actuar, tan similar a mi hermano que tiene menos.” La “prueba” que se le va a aplicar en aquel día, y para la cual tiene que prepararse, será mucho más difícil.

En Romanos 14 se habla principalmente de la comida como ocasión de tropiezo, aunque también se mencionan otras cosas, como el guardar los días. La comida es algo que puede causar tristeza, si es que el hermano es contristado por la comida que tú comes, y puede ser, además, motivo de tropiezo, de ofensa o de debilitamiento en la fe. Se habla también de la pérdida de uno por quien Cristo murió, y aun de la destrucción de la obra de Dios por causa de la comida. Esto significa que, aunque hay cosas que pueden ser legítimas para nosotros, ellas pueden también causar daño a los hermanos más pequeños.

El versículo 15 dice: “Si por causa de la comida tu hermano es contristado, ya no andas conforme al amor.” Si sólo le causamos tristeza, ya no andamos conforme al amor. Este es un asunto delicado. En esto hemos de ser muy cuidadosos. Si por nuestro actuar un hermano cayera en pecado, sería sin duda terrible. Si se apartara del Señor, sería también terrible. Pero acá se trata solamente de la tristeza – algo aparentemente menor – pero aun así es terrible, porque es señal de que no andamos conforme al amor.

Hay aquí también una gradación que va de menor a mayor: se habla de contristar, de sufrir una pérdida, y de destruir la obra de Dios por causa de la comida. Primero la tristeza, luego la pérdida y finalmente la destrucción de la obra de Dios por una cosa pequeña. Esto es tremendo y muy solemne. Y puede no sólo ser provocado por la comida, sino también por muchas otras cosas.

El problema de la conciencia

La conciencia del hermano mayor es más firme; en cambio, la del menor es más débil. La tendencia del menor es juzgar al mayor por lo que come, o hace. ¿Sobre qué base el menor juzga al mayor? Sobre la base de su propia conciencia, no de la del otro. De manera que el mayor es juzgado por la conciencia del menor. Ese es el parámetro. A nosotros nos gustaría ser siempre juzgados de acuerdo a nuestra propia conciencia, pues, si tenemos una conciencia firme, sabemos que todo nos es lícito, y que si lo hacemos con fe y no dudamos, no somos condenados porque lo hacemos como para el Señor. El problema está con los hermanos que tienen un crecimiento menor, cuando somos juzgados por la conciencia de ellos.

En 1ª Corintios 10:29 dice: “La conciencia, digo, no la tuya, sino la del otro.” La conciencia mía me puede aprobar, pero, ¿qué de la conciencia del otro? Un hermano legítimamente puede decir: “¿Por qué se ha de juzgar mi libertad por la conciencia de otro? Y si yo con agradecimiento participo, ¿por qué he de ser censurado por aquello de que doy gracias?” (10:29b-30). En otras palabras, él puede decir: “Yo actúo de acuerdo a mi conciencia. Tienen que respetar mi derecho de hacerlo”. Sin embargo, la demanda para el hermano mayor es que no use de ese derecho, por causa de la conciencia de los pequeños. “Todo me es lícito, pero no todo conviene; todo me es lícito, pero no todo edifica” – dice Pablo (10:23), y continúa más adelante: “Si, pues, coméis o bebéis, o hacéis otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios. No seáis tropiezo ni a judíos, ni a gentiles, ni a la iglesia de Dios; como también yo en todas las cosas agrado a todos, no procurando mi propio beneficio, sino el de muchos, para que sean salvos.” (10:31-33). Aquí está el principio: “No procurando mi propio beneficio. No agradándome a mí mismo”. En 1ª Corintios 9, Pablo habla acerca de los varios derechos que como apóstol tiene, pero de los cuales no ha hecho uso. Un hermano crecido como él tiene muchos derechos, pero no hace uso de ellos, sino que se allana a todos para ganar a todos. Pese a la libertad que tiene, él no usa de su derecho para actuar de acuerdo a su conciencia, sino que siempre considera a los demás: “Ninguno busque su propio bien, sino el del otro”.

Hermanos, no seamos tropiezo ni a judíos ni a gentiles, ni a la iglesia de Dios. Es decir, ni fuera de la iglesia ni dentro de ella.

En el capítulo 15 de Romanos leemos: “Así que, los que somos fuertes debemos soportar las flaquezas de los débiles, y no agradarnos a nosotros mismos. Cada uno de nosotros agrade a su prójimo en lo que es bueno, para edificación”. Primero aparece en negativo (para nosotros): “No agradarnos a nosotros mismos”, y luego en positivo (para los demás): “Cada uno agrade a su prójimo en lo que es bueno, para edificación”. Y añade: “Porque ni aún Cristo se agradó a sí mismo”.

Vemos aquí cómo opera este principio, desde el mismo Señor hacia abajo. Cristo no se agradó a sí mismo. Pablo tampoco se agradó a sí mismo. ¿Qué diremos nosotros? ¿Diremos: “¡Señor, yo no quiero agradarme a mí mismo!?” Esto está bien, pero es sólo el primer paso. Debemos poder llegar a decir: “Yo tampoco me agrado a mí mismo”.

“Andad en amor”

Este es el camino del amor. Esta es la conducta que se espera de un hermano maduro. Pablo exhorta a los efesios, diciendo: “Esto os digo y requiero en el Señor: que ya no andéis como los otros gentiles ... vosotros no habéis aprendido así a Cristo (4:17,20) ... andad en amor, como también Cristo nos amó, y se entregó a sí mismo por nosotros...” (5:2). Tenemos que dejar el menosprecio a los hermanos y volver a considerarnos unos a otros. Volver a estimar cada uno a los demás como superiores a nosotros mismos. Tiremos nuestra presunción, nuestra liviandad, para que no caigan mañana sobre nosotros los ayes que vendrán sobre los que ponen tropiezos. Volvámonos a la ternura de Cristo. La ternura de la cual Pablo nos habla en 1ª Tesalonicenses 2, donde dice que, cual nodriza, cuidó a los hermanos en su pequeñez, deseando entregarles aún su propia vida. Alentémonos unos a otros a servir a los más pequeños en amor, y también a ellos para que adquieran su propio desarrollo, de acuerdo a su capacidad.

Cuando seamos más misericordiosos, cuando consideremos a los más débiles, a los menos honrosos, a los menos dignos, a los de un solo talento, entonces ganaremos mucho como iglesia. Me temo que aún hay corazones heridos, porque alguna vez no fuimos lo suficientemente tiernos con ellos. No fuimos delicados. Muchas ovejas se apartaron y nunca las fuimos a buscar. A otros, tal vez, los hicimos tropezar con algún gesto, con alguna conducta nuestra, con alguna promesa no cumplida. Hay, en ocasiones, detalles tan pequeños que pueden afectar tanto.

Es tiempo de que volvamos a valorar lo que tenemos en la casa de Dios. Es día de que valoremos a todos los miembros del cuerpo. Que el Señor nos llene de su amor, de su ternura. Que nos dé la capacidad para tocar los corazones heridos y sanarlos. Que nos dé la capacidad para considerarnos unos a otros con verdadero y profundo amor. Porque el amor cubrirá multitud de pecados y sanará todos los corazones que están heridos. Que el Señor nos socorra. Amén.


Dos

TRES PRINCIPIOS PARA EL SERVICIO

Primero:

ABUNDANCIA EN LA ESCASEZ

(Mt. 14:13-21; 15:32-38; 16:5-12; Lc. 12:1)

Al leer estos pasajes, tenemos un panorama más o menos completo del significado que tuvo la multiplicación de los panes y los peces. Nos damos cuenta de que en dos ocasiones el Señor hizo este milagro, y luego extrajo una enseñanza que se resume en el capítulo 16 de Mateo.

El propósito del Señor no era solamente alimentar a la multitud que en ese momento tenía hambre, sino que, además, quería dejarnos una enseñanza muy importante, la cual se asocia con la levadura de los fariseos. La enseñanza aquí tiene que ver con nuestra consagración y con nuestro servicio al Señor.

Lo primero que salta a la vista al confrontar estos pasajes es que cuando había menos panes y peces, el Señor sació a una multitud más grande, y hubo más cestas con pedazos. Esto es algo importante de destacar. Y cuando –por el contrario– había más panes y peces, el Señor pudo multiplicar menos, ya que sólo fueron alimentados cuatro mil y sobraron siete cestas. ¿Qué significa esto?

Esto significa que cuando hay poco, cuando nosotros tenemos poco, entonces se da al Señor la oportunidad para que él haga un milagro mayor. Esto se puede decir también de la siguiente manera: “El poder de Dios se perfecciona en la debilidad” (2ª Cor. 12:9).

El ejemplo del Señor

Si miramos al Señor en los días de su carne, lo vemos rodeado de debilidad. El Señor no aprendió letras, para que nadie pudiera decir que la sabiduría que Él tenía la había aprendido de algún sabio. No fue instruido – como Pablo – a los pies de un Gamaliel, o por alguno de los doctores de la ley, para que así pudiera resaltar en Él la sabiduría de Dios. El Señor se asoció con Nazaret de Galilea, una ciudad despreciada, para que la gloria del Señor no procediera de la alcurnia de una ciudad prestigiosa, y para que nadie pudiera decir: “Este profeta viene de Jerusalén: tenemos que oírlo”. Su apariencia era sin atractivo como para atraer a las multitudes (Is. 53:2), tuvo hambre y sed, lloró, y seguramente también padeció frío en las heladas noches a la intemperie; “fue menospreciado, y no lo estimamos” (Is. 53:3).

Por tanto, vemos que en la debilidad del hombre Jesús de Nazaret, el hijo de María, se encarnó el mismo Hijo de Dios, quien creó todas las cosas con la palabra de su poder. ¡Qué abundancia hubo en la escasez, en la limitación y debilidad del hombre Jesús! Y su gloria se manifestó en toda la limitación de un cuerpo semejante al nuestro.

El ejemplo de Pablo

El Señor le dijo a Pablo: “Bástate mi gracia, porque mi poder se perfecciona en la debilidad”. Pablo confirmaba eso mismo diciendo: “De buena gana me gloriaré más bien en mis debilidades, para que repose sobre mí el poder de Cristo.” Y añadía: “Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2ª Cor. 12:10).

Nuestra escasez y debilidad no son un obstáculo para el Señor, sino más bien son la ocasión que Él busca para mostrar su poder y su gloria. He aquí la oportunidad para los que somos débiles y limitados. Dios nos busca para poder expresar a través de nosotros su abundante e inefable gloria. Por tanto, ninguno de nosotros, por muy débil o pequeño que sea, está excluido de un servicio, si es que nos ponemos en las manos del Señor.

Al ver a un siervo que da mucho fruto quizá tú pienses que su fructificación se debe a que tiene muchos panes que ofrecer al Señor. Pero no es así. Si te acercas a él y le preguntas, seguramente te dirá: “Hermano, soy el más débil y el más inútil de los hombres”. Como Pablo, que decía que era menos que el más pequeño de todos los santos. ¿Es verdad eso referido a Pablo, el apóstol por excelencia, el que recibió la revelación más grande, aquél ante quien Dios descubrió el velo que ocultaba el misterio de Cristo y la iglesia? Sí, tiene que haberlo sido. Dios conocía la debilidad y pequeñez de Pablo. A nosotros nos parece que es un grande, pero Dios le conocía de verdad.

De modo que no importa si tienes poco, lo que importa es si lo poco que tú le ofreces al Señor es tu todo. Si tu todo es poco, el Señor recibirá mayor gloria cuando haya multiplicación.

La necesidad de ser partido

No obstante, sea que tengas cinco panes o tengas siete, hay una condición básica para la fructificación. Y esa condición es que seas partido. Nuestro ser interior debe ser quebrantado. Debe haber una separación del alma y el espíritu. Nuestros afectos más íntimos deben ser puestos delante del Señor y ser negados para que haya una verdadera multiplicación.

Los doscientos denarios que los discípulos suponían que se gastarían en alimentar a la multitud, no eran suficientes. El dinero no puede saciar ninguna necesidad verdadera, y nunca será suficiente. Por eso el Señor no multiplicó denarios, sino panes. La mayor necesidad en el pueblo de Dios hoy no es de dinero para saciar las necesidades de la gente, sino de hombres y mujeres que estén dispuestos a ser partidos para que otros coman.

En Juan 6 aparece un relato de este mismo hecho, en que se mencionan dos elementos nuevos: primero, que los panes son de cebada y no de trigo; y segundo, que los panes los trajo un niño. ¿Qué nos dice esto? La cebada vale la mitad que el trigo (2 R. 7:16), y a veces sólo un tercio (Ap. 6:6); y un niño es muy poca cosa cuando hay muchos hombres reunidos. Entre cinco mil hombres, un niño no es nada.

Así, pues, en la pequeñez y en la humildad de lo que se le ofrece, el Señor encuentra la ocasión para mostrar su gloria.

En ambos pasajes se dice, además, que el Señor tuvo compasión de la gente. Las necesidades de ellos tocaban su corazón. El Señor hoy día sigue teniendo compasión de la gente, y nos quiere usar a nosotros para darles de comer. El Señor dio los panes a los discípulos y éstos a la multitud. La gente recibió el alimento de manos de los discípulos. También Él quiere hacer así hoy. Él quiere que pase a través de nosotros la bendición para los muchos que tienen necesidad.

La levadura de los fariseos

Luego dice que el Señor les dijo estas cosas a sus discípulos para que se guardasen de la levadura de los fariseos y los saduceos. En Lucas 12:1 se señala que esta levadura es la hipocresía.

¿Por qué de este pasaje el Señor extrae una enseñanza relativa a la hipocresía?

La hipocresía consiste en hacerse ver, en aparentar externamente algo que no es real en lo interior. Es una fachada. El hipócrita no tiene intimidad con el Señor. No soporta que lo alumbre la luz de Dios en lo íntimo. Él quiere mostrar un brillo que no procede del quebrantamiento. El ama la gloria de una resurrección que no ha pasado por el Getsemaní, y que no conoce la cruz. La hipocresía hace imposible la multiplicación, porque ésta requiere que el pan sea partido. La multiplicación no procede de una justicia exterior, de una apariencia; la hipocresía, por el contrario, es un asunto que se ventila hacia afuera, es la justicia que se hace delante de los hombres. La hipocresía es estéril, no es del Espíritu; en cambio, la multiplicación es un asunto que se decide en el interior del hombre, es un grano de trigo que cae en la tierra y muere, olvidado por los hombres, pero que luego da mucho fruto.

Quien quiera prestar un servicio delante de los hombres, tiene que primero ministrar delante del Señor. Nadie puede comenzar realizando cosas externas, primero debe haber una entrega del corazón, una aceptación de la cruz. Luego el Señor podrá usar a esa persona para un ministerio público, para servir a los hermanos o a los que están afuera. Siendo la multiplicación un asunto que se manifiesta en lo exterior; sin embargo, su suerte se decide en lo interior. La multiplicación que habrá mañana se decide hoy. El servicio que tú prestarás mañana, se está decidiendo ahora. De la misma manera que el servicio que tú estás prestando hoy se decidió ayer, cuando determinaste el grado de tu entrega y de tu consagración.

La multiplicación se decide cuando uno se propone en lo secreto de su corazón ponerse en las manos de Dios para ser partido.



La máxima recompensa de un hipócrita es la alabanza de los hombres. Eso es todo lo que busca y en eso se complace. En cambio, la máxima recompensa de uno que se ha ofrecido delante del Señor es que Él pueda utilizarle para suplir las necesidades de otros.

El Señor espera que nosotros hoy tomemos una decisión más radical que la que tomamos ayer, habiendo ya caminado un tramo, habiendo sido instruidos, habiendo sido socorridos por el Señor de tantas maneras. Hoy día se requiere de nosotros una consagración un poco mayor.

“¿Cómo aún no entendéis?”

En este pasaje de Mateo 16 vemos que los discípulos se olvidaron de traer pan; entonces el Señor les advirtió acerca de la levadura de los fariseos. ¿Por qué el Señor les dijo eso? Sin duda que había un problema con los discípulos. Si vamos al evangelio de Marcos (8:17-21), leemos que el Señor les dijo: “¿No entendéis ni comprendéis? ¿Aun tenéis endurecido vuestro corazón? ¿Teniendo ojos no veis y teniendo oídos no oís? ¿Y no recordáis?”. Luego de recordarles la cantidad de gente que había sido alimentada y la cantidad de cestas que habían recogido con pedazos, el Señor concluye diciendo: “¿Cómo aún no entendéis?”

Los discípulos estaban incapacitados todavía para poder entender los principios que se derivan de estos milagros. Para el Señor era evidente que las cantidades de los panes y peces, de la gente alimentada y de las cestas con pedazos sobrantes, hablaban por sí solas. La lección de estos pasajes se obtiene relacionando ambos milagros, y obteniendo conclusiones a partir de las cantidades. Nuestro Dios es Dios que provee abundantemente en medio de la escasez, y más abundancia otorga cuando hay más escasez. Ellos, sin embargo, aún tenían sus ojos velados.

Los discípulos tenían que ver, además, que ellos no podían presumir del milagro que el Señor había obrado recién. No podían conservar como trofeo los panes que el Señor había multiplicado. No podían exhibir un hecho que no procedía de un quebrantamiento presente. Cada vez que se espera suplir la necesidad del pueblo de Dios, tenemos que ser partidos de nuevo. Cada vez que se bendice a una persona, es porque hubo una renuncia, una pérdida del yo, es porque la cruz tuvo efecto en el corazón de quien fue usado por el Señor. Ellos lamentaban no haber conservado algunos panes de los que el Señor había multiplicado, pero Él les dice: “¿Por qué pensáis dentro de vosotros, hombres de poca fe, que no tenéis pan?”. Ellos tenían que ver que, al producirse la necesidad, ellos tendrían que ser partidos de nuevo, y entonces habría pan.

Cuando el Señor multiplicó para los cinco mil no guardó para los cuatro mil. Cada vez tuvo que obrarse un nuevo milagro. Cada vez tuvo que producirse un nuevo partimiento y siempre va a ser así. Por eso nuestra consagración, si bien se decide en un momento crucial, se debe ir renovando día a día.

Lo verdaderamente peligroso para los siervos de Dios es la hipocresía. Los que desean servir a Dios no deben temer por la escasez de sus recursos, sino por la semilla de la hipocresía que pueda albergarse en su corazón. Por eso el Señor dijo: “Guardaos de la levadura de los fariseos”, es decir, la doctrina de ellos, que se resume en aquella lacónica expresión: “Ellos dicen, y no hacen.” (Mt. 23:3b). Esto sí atenta contra el servicio de un hijo de Dios, e impide la multiplicación.

Renovando nuestra consagración

En la Escritura se habla de que hay una puerta estrecha y un camino angosto. La puerta estrecha es ese acto de consagración único y definitivo, cuando tú pones la oreja junto al poste para que sea horadada, y así vienes a ser siervo para siempre (Ex. 21:5-6). El camino angosto es una sucesión ininterrumpida de actos de consagración y de renunciamiento, cada día.

De manera que no podemos vivir de experiencias pasadas. Si bien ellas marcan hitos en nuestra historia de fe, y nos enseñan y nos alientan, se requiere un nuevo acto de consagración hoy, si es que queremos que las necesidades de otros sean hoy suplidas a través de nosotros.

¿Podemos decir que nuestra consagración hoy es más completa que ayer? Si la respuesta es positiva, preguntémonos ahora: ¿Hemos mirado hacia adelante para ver cuánto el Señor espera que le consagremos a él? ¿Cuánta renuncia de nosotros mismos y de lo que poseemos espera el Señor hoy?

Puede haber abundancia en la escasez. No pensemos que es muy poco lo que tenemos; más bien asegurémonos de que lo poco que tenemos lo hemos puesto todo delante del Señor. En nuestra debilidad, en nuestra pequeñez, el Señor tiene la ocasión para mostrar lo poderoso que es, de modo que después puedan decir algo así como lo que dijeron de El: “¿No es este el carpintero, hijo de María, hermano de Jacobo, de José, de Judas y de Simón? ¿No están también aquí con nosotros sus hermanas?” (Mr. 6:3). Entonces podrán decir de ti: “¿Quién es este hombre? ¿De dónde aprendió estas cosas? ¿No es éste el que yo vi en otro tiempo lleno de problemas, esclavizado de tantas cosas, frustrado, amargado, y cómo es que ahora está dando este fruto?

Tienen que notarse en nosotros las huellas de la gracia de Dios y de su mano poderosa. Pablo dice que somos grato olor de Cristo en los que se salvan. Ese grato olor es la huella que deja el Espíritu Santo en un hombre cuando se ha consagrado enteramente al Señor.

Así que, la multiplicación mayor se produjo cuando hubo menos panes. Más gente fue saciada con los menos panes y más cestas con pedazos sobraron entonces. Esto no significa, sin embargo, que tenemos que ofrecerle poco al Señor para que en eso poco exprese su gloria. Más bien quiere decir que aunque nosotros tengamos poco, aunque nuestro todo sea poco, eso es suficiente para el Señor.

Segundo:

DEJAR PARA RECIBIR



“Y cualquiera que haya dejado casas, o hermanos, o hermanas, o padre, o madre, o mujer, o hijos, o tierras, por mi nombre, recibirá cien veces más, y heredará la vida eterna.” (Mateo 19:29.)

Para una mejor comprensión de lo que compartiremos a continuación, vamos a resaltar algunas palabras de este versículo: “Y cualquiera que haya dejado ... recibirá.” Esto tiene que ver, pues, con el dejar y con el recibir.

Muchas veces nos parece que no podemos servir al Señor, porque no tenemos qué poner delante de los demás: nos vemos vacíos. Nuestro corazón y nuestras manos están vacíos ¿Qué compartiremos con otros? ¿Qué les diremos? Nos parece que ni siquiera hemos recibido un talento con el cual poder servir al Señor.

Pero acá vemos un principio: “Quien haya dejado, recibirá”. Esto parece ser una relación proporcional. Tanto dejas, tanto recibes. Ahora bien, apliquemos este recibir no como buscando algo para nosotros. No vamos a dejar cosas para recibir nosotros, ni vamos a negociar con el Señor para ganar nosotros. Tomémoslo en este otro sentido. Pensemos en que necesitamos recibir primero para tener qué poner delante de otros cuando haya necesidad. Queremos tener el corazón lleno, las manos llenas y la boca llena de bendición, para entregar cuando haya necesidad. Es en este sentido que necesitamos recibir.

Mira por un momento tu corazón. ¿Qué afectos hay en él? ¿Qué preocupaciones? ¿Qué planes tiene para el futuro inmediato? ¿Qué ambiciones secretas? Mira tu corazón. Ve si estás dispuesto a dejar hoy algo de eso que llena tu corazón para que el Señor pueda poner en su lugar algo que puedas ofrecer a los demás, algo con que saciar la necesidad de los demás. Si lo haces, habrá entonces alguna gracia, alguna virtud, alguna vislumbre de la gloria del Señor, algún destello de su amor que El te dará para bendición de otros.

Ahora, mira tus manos. Por un momento mira tus manos. ¿Qué cosas están aferrando tus manos? El Señor no puede poner nada en ellas, porque están ocupadas. Si sueltas lo que tienes, Él podrá llenarlas de bendición. Y podremos cantar con verdad esa antigua canción: “Tengo mis manos llenas de bendiciones, y estas son para ti”. Necesitamos tener las manos llenas de bendiciones para que, al tocar al hermano, él sea bendecido.

Tal vez hay alguna cosa que el Señor te ha demandado desde hace mucho tiempo, y tú, una y otra vez has argumentado con Él. A veces te parece que has logrado convencerlo. Pero de pronto te das cuenta de que no lo has convencido. El Señor, tierna y firmemente, te hace ver que la demanda está en pie y que esa cosa –cualquiera sea– tiene que ser dejada o quitada de en medio, porque te está trayendo peso y aflicción, y el Señor quiere verte libre. Así que tus muchos argumentos y tu esmerada persuasión no le han convencido.

¿Qué tienes hoy respecto de aquello? Tal vez este sea el día de dejarlo para que puedas recibir la abundancia del Señor. Si el Señor sigue insistiendo todavía, entonces tienes que dejarlo. Cuando hay este tipo de controversias con el Señor, no sirve de mucho aumentar la oración, ni la lectura de la Biblia, ni el ayuno. El Señor bien podría decirte: “¿Por qué redoblas la oración y el ayuno, cuando tú sabes que no es eso lo que te estoy pidiendo? No veré el ayuno, ni oiré tu oración.” Si ese punto no es solucionado, no va a quedar nunca claro en tu corazón que verdaderamente Él es el Señor y que tú eres su siervo. Mientras ese punto no se solucione, habrá siempre un forcejeo. Tú podrás decirle: “Tú eres el Señor, y yo quiero hacer tu voluntad”, pero eso te va a sonar hueco y no te va a dejar tranquilo. Así tú no puedes servir. Lo único que vale en una situación como esa es ceder a lo que el Señor te está demandando.

De los varios años que algunos de nosotros hemos caminado, hemos aprendido que la capacidad de servicio que podemos tener en un momento dado, nos viene cuando estamos dispuestos a dejar algo de lo nuestro para recibir del Señor. Luego que hemos entendido una demanda podemos evadirla por mucho tiempo, pero llega a sernos tan aguda que por fin tenemos que decir: “Señor, quiero hablarte acerca de este asunto. Hoy quiero renunciar a esto de una vez y para siempre. Nunca más lo mencionaré. Está absolutamente muerto y enterrado para mí.”

Desde ese día algo cambiará en tu relación y en tu servicio al Señor. Tal vez orarás lo mismo, leerás lo mismo la Biblia: nada externo aparentemente habrá cambiado. Pero el aprovechamiento será distinto. El Señor sabe que algo cambió. Y el Señor, que ve en lo secreto, te recompensará en público por aquello que fuiste capaz de dejar por amor a Él. Entonces habrá multiplicación y habrá provisión suficiente para tener siempre algo qué poner delante de los hermanos en caso de necesidad.

Tercero:

SIRVIENDO SEGÚN LA UBICACIÓN Y LOS TALENTOS

Aceptando los talentos

(Mateo 25: 14-30)

De acuerdo a la parábola de los talentos, vemos que el Señor ha repartido sus recursos espirituales de manera desigual (a unos cinco, a otros dos y a otros uno), pero no arbitrariamente. No es porque Él haya querido darle a unos más y a otros menos. Él lo hizo sobre la base de la capacidad de cada uno (versículo 15).

Cuando vemos de qué manera uno reacciona o ha reaccionado frente al Señor por los talentos que recibió, nos damos cuenta de que no todos hemos quedado conformes. Ha habido quejas. Unos creen haber recibido poco, y otros creen haber recibido demasiado. Los que creen haber recibido poco se sienten menoscabados. Los otros, que creen haber recibido demasiado, (y quieren evadir la responsabilidad que eso implica), se sienten abrumados.

Es bueno y necesario que veamos que el Señor nos ha dado a cada uno la cantidad apropiada.

El me ha dado a mí lo que yo puedo administrar bien, según mi capacidad. Ni demasiado para que no me sienta abrumado, ni tan poco para que no me sienta menoscabado. Si yo fuera lo suficientemente sabio, y si hubiese estado en mi mano decidir cuántos talentos yo debía recibir, seguramente me habría otorgado la misma cantidad que tengo. No más. Porque cuando hay más recursos de los que se puede buenamente administrar, suele haber gran pérdida. Se pierde el siervo, se pierden los talentos y más encima se provoca un escándalo. Esto se produce cuando se tiene más de lo que buenamente puede uno administrar.

Reconociendo la ubicación

“Mas ahora Dios ha colocado los miembros cada uno de ellos en el cuerpo, como él quiso.” (1ª Cor. 12:18.)

Además de los recursos espirituales que hemos recibido, hemos sido ubicados en el cuerpo en un determinado lugar y para desempeñar una determinada función.

Dios colocó los miembros en el cuerpo como Él quiso. Es un asunto de sabiduría divina, no de decisión humana. Esto viene de arriba, no es de la tierra. Y es señal de madurez el aceptar tanto el lugar que nos corresponde en el cuerpo, como la cantidad de recursos que el Señor nos ha dado.

Nuestro lugar en el cuerpo tiene que ver con la función que desempeñamos, en tanto que los talentos tiene que ver con la administración que nosotros hagamos de esos recursos. ¿Qué podemos decir hoy de estas cosas? Que estamos en el lugar adecuado y que tenemos la cantidad necesaria de talentos para servir bien. El Señor no se ha equivocado.

Mira a los hermanos que están junto a ti. El Señor los escogió a ellos para que sirvieran contigo, y a ti te escogió para que sirvieras con ellos. Hay una complementación de los unos con los otros. Tú te ves, a veces, muy pobre y necesitado, pero tu hermano tiene una riqueza que tú no tienes y que suple tu necesidad. Tu hermano también piensa a veces que él es muy pobre y necesitado. Y resulta que el Señor te ha dado a ti la riqueza que él necesita. Así que, aunque todos se vean faltos y débiles, lo poco que uno tiene suple perfectamente la necesidad del otro, y el Señor es glorificado. Así, pues, tú estás en el lugar adecuado, y posees también la cantidad de recursos espirituales adecuada.







“Bien, buen siervo y fiel”

Tú no tienes nada menos que lo que el Señor te ha dado. Y no tienes nada más que lo que buenamente tú puedes administrar. No hay lugar para quejas. Todo está bien. Dios es sabio. Ahora tienes que servir lo más fructíferamente posible, según tu ubicación y tus recursos. Tenemos lo suficiente como para dar frutos suficientes, de modo que se nos pueda decir en aquel día: “Bien, buen siervo y fiel; sobre poco has sido fiel; sobre mucho te pondré, entra en el gozo de tu Señor.” (Mt. 25:21).

Es de notar que tanto al de cinco talentos, como al de dos, el Señor le dijo: “Sobre poco has sido fiel.” ¿Qué nos sugiere esto? Nos sugiere que el hoy siempre es poco comparado con el reino. Nuestra real capacidad no es puesta en ejercicio hoy, sino mañana en el reino. De manera que si tú piensas que has recibido poco, no estás tan equivocado. En realidad, todos hemos recibido proporcionalmente poco, comparado con lo mucho que recibiremos en el reino – si somos fieles ahora. En esto poco tenemos que ser fieles hoy para que se nos ponga mañana sobre lo mucho que el Señor quiere confiarnos. Porque, si crees tener capacidad para más talentos, pero ni aún trabajas los pocos que crees tener, ¿cómo podrás tener mañana los muchos que crees merecer? Tenemos que ser hoy fieles en lo poco. Este es el día de las pequeñeces, aunque no es poca la gloria que tenemos entre manos. Porque tener uno es bastante, tener dos es harto y tener cinco es mucho. Pese a que es mucha la gloria que tenemos entre manos, es poca comparada con la que administraremos en aquel día, si somos fieles hoy. Aquí somos probados en lo poco. El Señor pone a prueba hoy nuestra consagración, nuestro servicio. Esto tienen que saberlo todos, desde los más nuevos. Desde el primer día ellos deben saber que siempre el Señor los estará probando. Antes de promovernos, el Señor nos probará.

El camino de la fe es como la enseñanza personalizada. Si apruebas una lección, pasas a la siguiente. En este aspecto, no importa el avance del compañero. Tú aprendes y progresas según tu propio ritmo de aprendizaje. En este aspecto, cuando hablamos de los talentos, esto es así. El Señor dio a cada uno una porción particular de su gracia y de acuerdo a eso se le pedirá cuenta. No sobre lo que se le haya dado a otro. Entonces, los que tienen dos, ¡cuidado!, se les va a pedir cuenta sobre esos dos y no sobre el un talento que tiene el compañero. Él tiene demandas menores, pero a ti se te va a pedir más.

En la iglesia siempre habrá oportunidad para que todos sirvan. Siempre habrá lugar y oportunidad para que sirva el que es fiel, sobre todo el que es fiel. Sólo una anormalidad muy grande en la iglesia podría impedir que los hermanos sirvan. Cuando hay anormalidad, entonces sólo unos pocos sirven. Estos son considerados “ungidos”, como si los demás no lo fueran. Unos pocos talentosos lo hacen todo, en desmedro de los que no lo son tanto. Eso es una anormalidad. Nadie puede cerrarle el paso a otro para que no sirva, porque el Señor gobierna sobre su casa.

El hecho de que haya algunos que se destacan hoy por sobre otros hermanos de su misma capacidad, es señal de que han sido más fieles. Encontramos en la parábola que el que tenía cinco, rindió otros cinco, y el que tenía dos rindió otros dos, pero también puede ocurrir que un hermano de dos rinda tres y otro de dos rinda uno. Nada asegura que ambos rindan dos. De modo que hermanos con la misma capacidad pueden rendir diferente. Eso depende de la fidelidad y la consagración, de cuánto aman al Señor, de cuánto están dispuestos a dejar para que él ponga sus riquezas en sus manos.

Si algunos destacan sobre nosotros – hermanos de la misma capacidad – no nos sintamos envidiosos, sino más bien llenémonos de un santo temor. El que va adelante, siga; que así nos da un ejemplo para imitar. Él nos va abriendo una huella por la que nosotros podremos caminar.

Así que, los que van más adelante ¡avancen!, que nosotros queremos seguirles. Temamos, porque cada uno de nosotros tendrá que dar cuenta a Dios de sí, según la función y los recursos que nos asignó. Si hoy somos siervos buenos y fieles, entraremos mañana en el gozo de nuestro Señor. Que así sea.


Tres

SUMINISTRANDO VIDA

“De manera que si un miembro padece, todos los miembros se duelen con él, y si un miembro recibe honra, todos los miembros con él se gozan. Vosotros, pues, sois el cuerpo de Cristo, y miembros cada uno en particular.” (1ª Cor. 12:26-27).

“... sino que siguiendo la verdad en amor, crezcamos en todo en aquel que es la cabeza, esto es, Cristo, de quien todo el cuerpo, bien concertado y unido entre sí por todas las coyunturas que se ayudan mutuamente, según la actividad propia de cada miembro, recibe su crecimiento para ir edificándose en amor.” (Ef. 4:14-16).



El símil del cuerpo

Para describir lo que es la iglesia y para enseñarnos acerca de ella, el Espíritu Santo utiliza en la Escritura diversas figuras y tipos, así por ejemplo, utiliza personajes, especialmente mujeres del Antiguo Testamento, como Eva, Asenat, y Rut, entre otras. Sin embargo, la figura más acertada para expresar lo que es la iglesia funcionando aquí abajo en este tiempo, es el cuerpo humano.

Aquí en el capítulo 12 de 1ª Corintios se habla acerca de cómo el cuerpo tiene muchos miembros, de que cada miembro tiene una función determinada, y de que todos los miembros se ayudan mutuamente. Ninguno está de más, todos tienen que cumplir su rol, dejando que los demás también cumplan el suyo.
Todos los miembros funcionan en forma coordinada, siguiendo los dictados de la cabeza, que es el Señor Jesucristo.

De lo mucho que se podría hablar sobre la iglesia, en este símil del cuerpo humano, vamos a rescatar algunos aspectos aquí.

Al leer especialmente los versículos 26 y 27 del capítulo 12 de 1ª Corintios, nos damos cuenta de que hay una íntima dependencia entre los miembros del cuerpo. Si un miembro padece, todos los miembros se duelen con él; y si un miembro recibe honra, todos los miembros con él se gozan. A cada miembro le afecta lo que pasa con el otro miembro. Y lo que pasa con uno, le afecta a todos. No sólo a la persona que está al lado, que pudiera ser el esposo o la esposa, o los hijos, o el miembro con el que tiene más contacto. Dice: “Si un miembro padece, todos los miembros se duelen con él”. Hay una interdependencia absoluta entre un miembro y todo el cuerpo.

Al decir que “si un miembro padece, todos los miembros se duelen con él”, eso nos está sugiriendo una cosa íntima; el dolor normalmente es algo que se lleva en lo interior y que se sufre en la intimidad. En cambio, cuando habla de la honra que un miembro recibe y que produce gozo en todos los demás, eso nos sugiere algo público, porque si un miembro es honrado, el gozo de esa honra recibida alcanza a todos los miembros. De manera, entonces, que tanto en lo privado como en lo público, hay una interdependencia y una influencia recíproca entre cada miembro y los demás miembros del cuerpo.

De modo que, parte del dolor y del gozo que tú sientes como miembro, no depende de ti ni de tu relación con el Señor. Parte de ese gozo o de ese dolor es producto de lo que ocurre con los otros miembros del cuerpo. Así también, muchas de las cosas que te suceden a ti en lo privado o en lo público, no solamente te afectan a ti, y te producen gozo o dolor, sino que también afecta a otros. Y esto no es algo consciente. No es algo que tú tengas que andar publicando: “Hermanos, estoy adolorido por esto”. Es algo espiritual, porque la iglesia es espiritual. De tal manera que lo digas o no, lo que pasa en tu corazón, sea doloroso o sea feliz, va a afectar al resto del cuerpo. Esto es una cosa muy profunda, porque la iglesia es un cuerpo muy sensible a los hechos y a los estímulos espirituales.

¿Qué pasa con nosotros, con nuestras palabras y con nuestra conducta? Ellas traerán necesariamente, o bien dolor, o bien gozo. Hay dos alternativas: edificación (vida) o destrucción (muerte). Sea que ocurra en público, o sea que ocurra en lo íntimo. Por eso dice en Efesios que la iglesia es un cuerpo “bien concertado y unido entre sí”. La unión o interdependencia de los miembros es absoluta para bien o para mal, para comunicar vida o para comunicar muerte.

La herida de un miembro trae dolor al cuerpo entero; la sanidad de un miembro (es decir, su restauración), trae bienestar y salud al cuerpo entero. Si hay miembros heridos hoy, ellos tienen que ser sanados para que la vida del cuerpo no tenga obstrucción, para que la vida que está fluyendo por los miembros sanos no se encuentre con un dique en ese miembro que está enfermo, o herido. Si hay muchos miembros debilitados, entonces la vida del cuerpo no fluye a través de ellos. Llega hasta ellos, pero por causa de su debilidad o de su amargura, la vida es obstruida allí y no sigue su avance. Aunque ellos reciben la vida, son incapaces de comunicarla a otros. En la medida que ellos vayan siendo sanados, el cuerpo va a ir experimentando salud y fortaleza.

Muchos dolores y angustias que padecen los miembros más activos del cuerpo son producto de los miembros debilitados y de los corazones heridos de otros miembros. Los hermanos activos, los que están sanos, pueden percibir dolores que no proceden de su propio corazón, sino de una carga exterior que se ejerce sobre ellos. Hay a veces angustias, oraciones con gemidos, que no son ocasionados por pecados propios, o por una carga propia. El Espíritu pone el dolor de otros miembros, la necesidad de otros miembros sobre ellos; aun la muerte que procede de otros miembros viene sobre los miembros activos, para que cumplan en su carne “lo que falta de las aflicciones de Cristo por su cuerpo, que es la iglesia”. (Col. 1:14). Los miembros más activos pueden percibir el estado de la iglesia, y pueden saber cuánta muerte o cuánta vida está fluyendo a través de cada uno de los miembros.

Veamos, por ejemplo, lo que sucede en el cuerpo con un brazo enfermo. Un brazo anquilosado es aquel que se tiene que llevar colgando porque no tiene vida. Ese brazo no sirve para abrir una puerta o para coger un objeto; sin embargo, el cuerpo tiene que cargar con él. El peso de ese miembro recae sobre el cuerpo, pero ese miembro no sirve al cuerpo, porque no fluye vida a través de él.



Lo público y lo privado

Lo público y lo privado son los dos ambientes en los cuales siempre nos estamos moviendo. De estas dos esferas, la que más nos interesa ver hoy es la de lo privado.

Normalmente, uno tiende a guardar las palabras y la conducta pública para no herir u ofender al hermano. Pero ¿qué pasa en lo secreto? Tenemos que ver que tanto las acciones piadosas realizadas en secreto, como los pecados cometidos en secreto, afectan a todos los miembros del cuerpo, las unas para bien y los otros para mal. Nadie puede pecar impunemente en la iglesia, aunque sea el pecado más secreto, y aunque sea un pecado menor. Así también, ninguna acción justa deja de bendecir al cuerpo aunque se haga en la cámara más secreta, donde nadie ve y nadie sabe, ni siquiera la esposa o el esposo. Porque el esposo aprovechó el momento en que la esposa no estaba en la casa, ni los hijos, para impartir vida al cuerpo. Y la esposa, cuando estaba sola, por causa de que ama al Señor y ama la iglesia, aprovechó ese tiempo para impartir vida al cuerpo.

¿Cuánto pecado secreto ha aplastado innumerables reuniones de la iglesia? ¿Cuántos pecados y faltas cometidas en estos días, influirán para que el próximo partimiento del pan no tenga la gloria que debiera tener? Ofensas y pecados no confesados, que no habrán sido purificados por la preciosa sangre del Señor Jesús.

No importa la magnitud de los pecados. No es necesario llegar a cometer un pecado vergonzoso para impartir muerte al cuerpo. Puede ser simplemente un comentario, una murmuración, una crítica amarga, una maledicencia, un juicio que no procede del amor, o bien, palabras deshonestas de nuestra boca. Todas estas cosas producen efectos de muerte en el cuerpo, aunque nadie las escuche. También toda palabra de bendición y toda acción de gracias, desatarán salud, poder, libertad y gozo en el cuerpo, aunque se digan en secreto. Esa oración en tu cámara íntima, en que tú bendices al hermano aquél que tiene un problema, en que tú lo guardas y lo cubres en la sangre de Jesús, traerá bendición al hermano y vida al cuerpo.

Tenemos que entrar en una corriente de palabras de bendición, de perdón, de manera que sea como un tejido, un tramado de bendiciones que van y vienen de uno a otro miembro, para liberación de vida en el cuerpo. Entonces, de cada miembro irá saliendo hacia otros – con nombres, si es que sabemos de la necesidad que hay entre los hermanos, o sin ellos, para bendecir a todos – , la vida abundante. Así, el diablo no podrá penetrar y la muerte chocará con el poder glorioso de la vida de resurrección que fluirá de las palabras de tu boca. Toda acción piadosa hecha delante de Dios genera una corriente de vida en el cuerpo.

En Mateo 6 tenemos tres acciones que son realizadas en secreto delante de Dios, y que producen vida al cuerpo: la limosna, la oración y el ayuno. Aquí se habla de la recompensa pública que se recibe por estas acciones. Este es un aspecto importante que el Señor enseñó aquí. Pero si somos un cuerpo – como lo somos – , y todos los miembros están unidos entre sí por coyunturas que se ayudan mutuamente; si somos miembros los unos de los otros – como somos – , entonces, inevitablemente, toda acción piadosa hecha en secreto, no sólo redundará en que el Padre nos va a honrar públicamente, sino en que esa honra va a traer edificación y vida a todo el cuerpo.

Sea de hecho, sea de palabra, podemos suministrar vida al cuerpo. Y para esto no hay nadie que esté descalificado. No hay nadie que sea demasiado pequeño como para no poder aportar vida al cuerpo. Así como tampoco hay nadie, por grande que sea, que no esté expuesto a introducir muerte al cuerpo, si es que sus palabras o sus obras son pecaminosas. De tal manera que esto es un aliento para los pequeños, y es también una advertencia para los mayores.

Uno de los actos de mayor bendición y vida para el cuerpo es aquel en que un miembro, en lo íntimo de su corazón, en lo secreto de su aposento, hace un acto de renunciación de sí mismo o de algo suyo por causa del Señor. También puede ser un acto de obediencia que trae consigo el quebrantamiento del alma. Tales cosas implican una aceptación de la cruz de Cristo sobre el yo, y son actos de los más nobles y vivificantes que puede realizar un miembro. No sólo para su propio beneficio espiritual, o para la gloria de Dios, sino que además redundará en la edificación de la iglesia, y en bendición para todos los miembros.

Todas las cosas que llegan a ser públicas en un momento, han tenido su comienzo en el corazón. De tal manera que, por ejemplo, un pecado, primero fue concebido como un deseo concupiscente y luego, cuando se dio a luz y se llevó a cabo, produjo el pecado, y su consecuencia es la muerte. De manera que la vida exterior de la iglesia, la gloria de la iglesia (que se puede ver, por ejemplo, cuando las reuniones son llenas de testimonio, de alabanza y adoración), es una consecuencia de la vida íntima de cada uno de los miembros del cuerpo. Lo que pasa con las reuniones es una consecuencia de lo vivido por cada miembro, principalmente en lo privado. Si una reunión no está todo lo gloriosa que debiera estar, nosotros no tenemos que buscar soluciones a la reunión, (“faltó alabanza”, “faltó oración”), porque cualquier explicación que tú sugieras no es lo suficientemente profunda como para descubrir el problema de fondo, que es la vida íntima de cada miembro del cuerpo.

Suele haber un doble estándar en nuestra vida: una conducta pública y una conducta privada. Aunque los hermanos no oigan ni sepan las malas palabras proferidas en secreto, el Señor las oye. Aunque los hermanos no vean ni sepan las malas acciones cometidas en secreto, el Señor las ve. Respecto de esto, veremos un pasaje muy ilustrativo en el libro de Ezequiel.



Las abominaciones de Israel

En Ezequiel capítulo 8 aparecen por lo menos tres tipos de abominaciones que el pueblo de Israel cometía en secreto. Aquí aparecen tres tipos de personas de Israel: Los ancianos, las mujeres y los varones. Cada uno estaba cometiendo un tipo distinto de abominación. Los ancianos, que eran los encargados de administrar las cosas espirituales, estaban ofreciendo incienso a ídolos abominables; las mujeres, lloraban a Tamuz, un ídolo babilónico; y los varones estaban postrados ante el sol. Todos ellos pensaban que Dios no los veía: “No nos ve Jehová; Jehová ha abandonado la tierra” – decían (vers.12). Eran pecados secretos.

Así también hoy día hay abominaciones que alejan muchas veces al Señor de su santuario. Hay pecados ocultos que traen muerte al cuerpo.

Las abominaciones del siglo XX

La Escritura dice que tenemos que redimir el tiempo, porque los días son malos. ¿Qué hacemos con nuestro tiempo libre? Hay tiempo que legítimamente podemos dedicar a descansar. Pero ¿cuánto tiempo vacío hay, en que, por decirlo así, ofrecemos incienso a los ídolos de hoy? ¿Podremos decir: “el Señor no nos ve”, o “Los ancianos no nos ven”, o “Nadie me ve”, o “Dios no me ve”?

Veamos algunas de las abominaciones del siglo XX.

Hay muchas imágenes que entran por nuestros ojos y que están afectando tremendamente no sólo nuestra alma y nuestro espíritu – que tienen que ser santificados – sino también, y lo que es más grave, la vida de la iglesia. Me refiero a las películas, y a la televisión, principalmente la que es suministrada por cable.

Hace años atrás, por ahí por el 75, leímos “La Visión” de David Wilkerson, en que él anunciaba que en años venideros cualquier persona iba a poder tener un aparato de cine, instalarlo en su casa y ver películas (de acuerdo a la censura de los EE.UU.) doble X o triple X, es decir, para mayores. En su propia casa y como si estuviera en el cine. En ese tiempo no imaginábamos que una cosa así podía llegar a suceder tan pronto, ni cómo sería este invento tan prodigioso. Sin embargo, no han pasado muchos años y ya es una realidad. Cualquier persona puede tener un equipo de vídeo en su casa, y puede ver la película que quiera, y si se conecta al cable podrá ver películas de trasnoche, para mayores.

Últimamente ha habido incluso controversias públicas, por lo subido de tono que son esas películas. Y eso es algo que está al alcance de todos hoy en día. Para el mundo es normal y legítimo, y ya forma parte de sus hábitos de vida. El problema es si para nosotros resulta normal.

Los estudiosos de la comunicación identifican un cierto tipo de experiencias producidas por los medios, que son las “experiencias vicarias”. Estas experiencias son las que uno vive, no directamente de la realidad, sino a través de los medios, pero con tal realismo, que es como si uno de verdad las estuviera viviendo*. Lo que allí se muestra es como si nosotros mismos lo estuviéramos viviendo, sea un film, un documental, una carrera, etc. Viéndolas, participamos y sentimos lo que ahí sienten, sea alegría u horror. De tal manera que el adulterio que aparece en un film, de alguna manera, también lo vivimos, y el asesinato que, dentro de la trama de la película aparece como justo, también lo aprobamos. Hay películas, cuyos directores son tan hábiles, que pueden llevarnos a tomar partido a favor del asesino, del adúltero, del corrupto, y del degenerado. Este asunto no es tan banal como uno pudiera pensar en una primera instancia, porque en ello está involucrada el alma, y trae un caudal de muerte para nuestro espíritu y para la vida de la iglesia. Es tan letal que afecta el gozo, la vida y el crecimiento de la iglesia.

A través de esas películas nos introducimos en burdeles, y en antros de corrupción. ¿No son las películas sobre temas homosexuales las que están hoy más en boga? Es como entrar a Sodoma, ver lo que hay ahí y consentir con ello. ¿No se vindica la homosexualidad en ellas? Por otro lado, el hombre que ve cómo se le hace violencia a una mujer, ¿no se identifica, de alguna manera, con el violador? ¡Qué terrible es dar lugar a la carne! Eso es proveer para los deseos de la carne. Ahora vemos con espanto las propagandas que anuncian las nuevas teleseries: hay ahí escenas cada vez más atrevidas. Todo en aras del ‘rating’. Nosotros, los hijos de Dios, ¿nos sumaremos a los miles y millones de telespectadores de este país seducidos por las concupiscencias de la carne? No apoyaremos ni participaremos en estas abominaciones.

Ahora bien, ¿llegaremos a prohibirlas entre nosotros? ¿Llegaremos a establecer leyes como: “No hagas, no toques, no veas”? Creemos que ninguna prohibición da fruto permanente. Esas son cosas que se destruyen con el uso. Si pusiéramos un decálogo: “No hagas esto, no hagas esto otro”, lo único que haríamos es avivar el deseo de cometer ese tipo de cosas. La solución para esto, hermanos, es que nosotros tengamos revelación y tengamos luz para ver delante del Señor – por amor al Señor y por amor a los hermanos – qué conviene y qué no conviene. No porque haya una ley externa que se me impone, sino porque aquí adentro hay un Espíritu que es santo, y que no puede participar en espectáculos en que se hiere la santidad del Señor y mi dignidad como hijo de Dios. No es un asunto de restricción externa, sino de aceptar la amonestación del Espíritu por amor al Señor y a los hermanos.

Estas son algunas de las abominaciones del siglo XX. Están rodeadas de un manto de legitimidad: todos lo hacen, por tanto, son normales. Se ha cauterizado la conciencia. Se ha borrado el límite –o al menos está muy difuso– entre lo que es santo y lo que es profano, entre lo que edifica y lo que no edifica, entre lo que conviene y lo que no conviene. Pidámosle al Espíritu Santo que nos aclare esos límites. Que nos muestre lo que sí podemos y lo que no; lo que conviene y lo que no conviene. No vamos a tomar los televisores y venderlos. Pero tiene que haber una administración responsable de este asunto y de todos aquellos que tienen que ver con nuestra vida. Hasta las lecturas. Las revistas, incluso los diarios. En el día de hoy, hermano, prácticamente tú no puedes leer cualquier diario. También tienes que seleccionar qué diario vas a leer. No en función de una tendencia política o de una corriente de opinión, sino para escapar de toda la inmundicia que ahí suele aparecer. Asimismo, hay revistas que no pueden caer en manos de nuestros hijos. Nosotros no podemos proveer alimento para ese tipo de sexualidad, de consejos corruptos, de modelos y hábitos, de formas de ser y de actuar de personas que con toda seguridad están llenos de demonios de lascivia y de perversidad. No nos haremos partícipes con los demonios.

Al tocar estos asuntos podemos caer en el legalismo, por eso lo hacemos con temor. No es bueno que el esposo le prohíba a la esposa, y le diga qué puede ver y qué no. No es bueno que la esposa le diga al esposo qué puede ver y qué no. Cada uno tiene que saber. Sobre los hijos sí – sobre todo si no son convertidos – tenemos que velar nosotros, y poner una restricción. En lo posible, no con una forma de ley externa, sino más bien como encauzando las inquietudes y energías de los hijos hacia otro lado. “En vez de ver esta película, hijo, te propongo esto otro”. Y tal vez convenga, en ese caso, participar con ellos de otra actividad, de tal manera que, con sabiduría, los apartemos de las cosas que no les convienen. Es bueno proveerles de otras actividades que ellos puedan hacer y que les traigan edificación o que, al menos, no les contaminen.

¡Cuántas horas en una semana desperdiciamos! Sumemos los minutos, las medias horas, en una semana, en un mes, en un año. ¿Cuánto hace que no leemos un libro de la Biblia completo? No hay tiempo. Si nos programáramos un poco, tal vez en un año, o en dos, aprovechando esos retazos de tiempo inútiles, podríamos leer la Biblia completa.

Todo esto se refiere, principalmente, a lo que hacemos en secreto, privadamente.

La vida que fluye de la muerte

Veamos ahora en 2ª Cor. 4:12: “De manera que la muerte actúa en nosotros y en vosotros la vida”.

En general, la 2ª epístola a los Corintios tiene la particularidad de que, gracias a ella, nosotros conocemos acerca de la vida interior de Pablo. Aquí él abre su corazón y nos muestra sus experiencias como hombre de Dios. Muchas de ellas se refieren a lo íntimo. Es como el trasfondo, el lado oculto de un hombre. Y nos muestra también cómo es que un hombre como él llegó a tener un ministerio tan fecundo. Aquí encontramos la clave de esa fructificación.

Encontramos que él permanentemente tuvo que experimentar la muerte sobre sí mismo para que hacia otros fluyera la vida. Ese es un principio aplicable a Pablo y a todos los creyentes que desean servir al Señor. También a nosotros. En esta carta se habla de las tribulaciones de Pablo, de sus necesidades, de sus angustias secretas, de su paciencia, etc. En esta epístola se habla de no vivir para sí, sino vivir para Aquel que murió y resucitó por nosotros. Aquí se habla de las debilidades, de las humillaciones que un hombre de Dios puede vivir, todas las cuales, aceptadas, vividas por amor al Señor y a los hermanos, por amor a las iglesias a las que él sirve, producen un grato olor de Cristo.

Este grato olor es de lo cual hemos venido hablando. Es esa bendición, esa liberación, ese gozo que fluye en la iglesia, es Cristo manifestado en el corazón de cada uno de los miembros del cuerpo, y que suministra vida. En la iglesia, a veces, es posible percibir este grato olor de Cristo en forma muy potente, tanto que nos parece que casi podemos tocar al Señor. Es real, es envolvente. Su presencia nos inunda, y los ríos de Dios fluyen con fuerza irresistible. ¡Qué gloriosos son esos momentos, ellos alientan nuestra fe! Pero, ¿qué es eso sino la vida que fluye de la muerte? Hay miembros del cuerpo que están aceptando la acción de la cruz sobre su yo, y que están aceptando morir a sí mismos para que otros puedan ser vivificados.

Oh, hermanos, que veamos que nuestra conducta íntima, que nuestra renunciación, que nuestra consagración privada es determinante, y que puede liberar un caudal de vida en el cuerpo. ¿Cómo podemos servir los que somos débiles, los que somos flacos, los que somos pequeños? Aquí hay un camino para suministrar vida al cuerpo. Tal vez tú nunca te has atrevido a ponerte en pie y hacer una confesión pública del Señor, o dar un testimonio. Pero ¿sabes? esta forma de suministrar vida tú la puedes ejercitar todos los días, en cada momento, en lo íntimo de tu corazón, en lo secreto de tu morada. Y no te quepa la menor duda de que encontrarás allí una forma de servicio que traerá vida al cuerpo y que será aprobada por el Señor. El Señor te hará sentir el gozo de saber que por tu corazón está fluyendo una vida que no se estanca ahí, sino que bendice a otros. ¿Cómo hemos de colaborar para que la iglesia sea restaurada? ¿Cómo hemos de aportar vida al cuerpo? He aquí el camino. Cuidar nuestra conducta, nuestras palabras, de modo que el Señor se agrade de nuestra intimidad y Él pueda expresar su santidad y su gloria a toda la iglesia.

Nuestra mayor deficiencia puede estar en lo que hacemos en secreto. Cuando esto sea mejorado habrá mucha vida fluyendo en el cuerpo. Que el Señor nos ayude.

Cuatro

LA JUSTICIA DE DIOS Y NUESTRA JUSTICIA

Dos tipos de justicia

“Porque os digo que si vuestra justicia no fuere mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos.” (Mat. 5:20).

“Guardaos de hacer vuestra justicia delante de los hombres, para ser vistos de ellos; de otra manera no tendréis recompensa de vuestro Padre que está en los cielos.” (Mat. 6:1).

“Antes, (los escribas y fariseos) hacen todas sus obras para ser vistos por los hombres.” (Mat. 23:5a).

En las Escrituras hallamos dos tipos de justicia que son aprobados por Dios.

La primera de ellas es la que menciona Pablo en Romanos 1:17: “Porque en el evangelio la justicia de Dios se revela por fe y para fe, como está escrito: Mas el justo por la fe vivirá.” Aquí se habla de la justicia de Dios, revelada por fe y para fe. No es por obras, para que nadie se gloríe. Nosotros hemos recibido la justicia de Dios por la fe en el Señor Jesucristo.

La segunda es la justicia del creyente, del cristiano, basada en obras justas, por las que se presentará ante el tribunal de Cristo: “Porque es necesario que todos nosotros comparezcamos ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo que haya hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o sea malo” (2ª Cor. 5:10). De esta justicia, “nuestra justicia” se habla en Mateo 5:20 y 6:1. Hay, por tanto, una justicia que es nuestra y que no es reprobada por Dios. Aun más, aquí se nos alienta en cuanto a ella y se nos instruye acerca de cómo obtenerla.

Ambos tipos de justicia son, pues, aprobadas por Dios.

Rechazamos de plano, en cambio, la justicia que es por las obras de la ley, por las cuales nadie se justifica delante de Dios. Reprobamos esta justicia – que Dios también reprueba –, con la cual el hombre pretende alcanzar salvación. La Escritura descalifica absolutamente todo esfuerzo del corazón no regenerado, que intenta presentarse a Dios por sus propios méritos, por su propia justicia, por medio de sus obras de muerte. No obstante, damos gracias a Dios porque hay una justicia que es nuestra, basada en nuestras obras justas, las cuales son tenidas en cuenta delante de Dios.

Si nosotros sólo atendemos a la justicia de Dios, que es por la fe, y descuidamos la nuestra, que se expresa en obras procedentes de un corazón regenerado, tendremos una gran pérdida en el tribunal de Cristo. Esto nos puede llevar a descuidar el hecho de que hay una justicia que tendremos que exhibir cuando comparezcamos ante el Señor, una justicia que es nuestra, y que no es imputada por Dios.

Por eso hoy vamos a hablar de la justicia del creyente.

La justicia del creyente

Tenemos que dejar en claro que esta justicia sólo la puede alcanzar quien haya recibido primero la justicia de Dios; esto es, quien haya sido justificado gratuitamente por la fe en Cristo Jesús. Nadie puede caminar por el camino angosto si primero no ha entrado por la puerta estrecha. De la misma manera, nadie puede ir acopiando una justicia para presentarse ante Cristo en aquel día, sin haber sido primero declarado justo por Dios mediante la fe, limpio de sus pecados, regenerado y sellado por el Espíritu Santo de la promesa.

Esta justicia de que hablamos aquí es producto de obras justas, las cuales han sido purificadas por la fe. Esta es “la obra de vuestra fe”, de la cual Pablo habla a los hermanos de Tesalónica (1ª Tes. 1:3). Esta justicia se obtiene mediante las buenas obras que “Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas”.

En Efesios 2:8-10 dice: “Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe. Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas.” Si nosotros unimos el versículo 9 en que dice “no por obras”, con el versículo 10 en que dice “para buenas obras”, tenemos: “No por obras (pero) para buenas obras”. ¿Es una contradicción? No, no lo es. Las obras del versículo 9 están antes de la justificación por la fe y, por lo tanto, no sirven de nada. Ellas proceden de un corazón impuro. Mas, al lado acá de la justificación por la fe ¿qué hay?, hay buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas. No somos salvos por obras, aunque sí lo somos para buenas obras.


Mayor que la de los escribas y fariseos

“Si vuestra justicia no fuere mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos”. ¿En qué nuestra justicia tiene que ser mayor que la de los escribas y fariseos?

La justicia de los fariseos estaba viciada en tres aspectos: Lo primero, en su procedencia. Ella procedía de un corazón no purificado por la fe, no regenerado y, además, jactancioso. Lo segundo, en cuanto a su expresión. Era una justicia externa, que buscaba ser vista y reconocida por los hombres. Y lo tercero, en cuanto a su fin, porque tenía como objetivo justificarse delante de Dios.

¿Qué vemos, en cambio, en el creyente? ¿Cuál es su justicia? La justicia del creyente tiene un origen puro y noble, porque procede de un corazón regenerado por el Espíritu Santo, purificado por la sangre de Jesús y que ha probado su impotencia para agradar a Dios. Sin embargo, y pese a eso, el creyente ha de andar con temor, y no con presunción. ¿Cómo podría un creyente sino temer, luego de haber visto que sus antiguas obras de justicia no le sirvieron para presentarse como justo ante Dios? Por eso, ahora desconfía incluso de las obras de su propia justicia y de sí mismo como realizador de ellas. Sabe que su corazón debe ser purificado permanentemente de toda motivación impura, por lo cual se acoge a la sangre de Jesús, para ser limpio, no sólo de toda obra impura, sino aun de las motivaciones con que son hechas sus obras.

En cuanto a su expresión, es una justicia que tiene una forma interna. Hace todas las cosas delante de Dios y no para ser visto por los hombres.

Y en cuanto a su fin, este no es otro que el de agradar a Aquel que se ofreció a sí mismo en su rescate y que deleita su corazón. Aquel que lo cautivó y a quien ha ofrecido su oreja para que la horade a perpetuidad (Ex. 21:2-6). El fin de estas obras es agradar a Dios y colaborar para el establecimiento del reino del Señor Jesucristo sobre la tierra.

En Mateo 6 se mencionan tres acciones de justicia como ejemplo: las limosnas, la oración y el ayuno. Notemos que estas tres cosas unen lo espiritual con lo material. No hay disociación, en un creyente, entre las cosas espirituales y las cosas materiales.



Los fariseos eran muy diligentes en esto: daban limosna y ayunaban, hacían largas oraciones, visitaban a las viudas y a los huérfanos y diezmaban de todo. Todas estas cosas son buenas, pero al Señor le interesa también el origen, la expresión y el propósito que ellas persiguen.

Los escribas y fariseos, en su corazón no regenerado, eran jactanciosos y soberbios. Ellos confiaban en sí mismos como justos y menospreciaban a los otros. El fariseo de la parábola decía: “Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni aun como este publicano. Ayuno dos veces por semana, doy diezmos de todo lo que gano” (Lc. 18:11-12). El problema de este fariseo no estaba en lo que hacía, sino en la actitud con que lo hacía. La actitud contaminaba y viciaba sus obras.

La justicia de los escribas y fariseos era muy sofisticada. Tenía muchas gradaciones; estaba reglamentada y era muy exigente. Los obligaba a ellos a hacer un ejercicio permanente y severo. Mirada externamente, estaba basada en obras de alta calidad, pero tanto su origen, como su expresión y su fin estaban viciados. Nosotros sabemos que a Dios no le basta la justicia exterior de las acciones que podamos hacer, sino que le interesa sobremanera cuál es su punto de partida, cuáles son los medios con que se realiza, y cuáles son los fines que persigue. El Señor no aceptó el sacrificio de Saúl en Gilgal, no porque no aceptara los sacrificios, sino porque a Él le interesa más la motivación de los sacrificios que los sacrificios mismos.

No sé si has experimentado la vergüenza que se siente ante Dios cuando Él nos permite ver, en su luz, lo impuro de una cierta motivación o de una cierta acción emprendida por nosotros. No importa lo que externamente hayamos dicho. No importa lo que los demás crean ver. El Señor va a lo profundo, y es allí en lo profundo donde nosotros sentimos, a veces, la reprensión del Espíritu respecto de las motivaciones y de las acciones que realizamos.

¿En qué más tiene que ser mayor nuestra justicia que la de los escribas y fariseos? ¿En la cantidad? Si los fariseos ayunaban dos veces a la semana ¿ayunaremos cuatro? Si ellos daban el diez por ciento de sus ingresos, ¿daremos el veinte? ¿Oraremos el doble? ¿Haremos más y más limosnas? El gran problema de los fariseos y de sus seguidores es que sus obras procedían de un corazón incrédulo. Todo lo que no procede de fe es pecado. Un corazón incrédulo no es capaz de creer que Dios puede recompensar un acto de justicia hecho en secreto, y por eso lo publica. Así puede recibir, al menos, la recompensa de los hombres, que consiste en la alabanza de ellos. Al obrar así está diciendo tácitamente: “Dios no ve. Dios no oye. Dios no está.” Sin embargo, el creyente sabe que Dios “es galardonador de los que le buscan” (Heb. 11:6). Por eso el creyente lo hace con fe, sabiendo que aquello que los hombres no ven, Dios lo ve. Y lo hace, no por la recompensa, sino para agradar a Aquel que lo limpió de sus pecados y que lo salvó de tan grande condenación.

La hipocresía

La hipocresía es hacer las cosas para ser visto por los hombres, para ser alabado y bien conceptuado por ellos. La hipocresía es una forma de incredulidad, porque no cree que Dios está mirando y está oyendo. La hipocresía puede comenzar con un solo acto de incredulidad, pero luego puede transformarse en toda una doctrina. La doctrina de los fariseos, que es la hipocresía, es como la levadura que leuda toda la masa. Así contamina la vida del hombre, sus propósitos y sus acciones. Por eso es necesario que los que quieren servir al Señor estén atentos a este peligro, a esta desviación que es pretender alcanzar una justicia delante de los hombres y no delante de Dios.

Mientras el fariseo publica su justicia, el creyente la esconde. El creyente no quiere recibir la aprobación de los hombres, sino la aprobación que viene de Dios. Sin embargo, hemos de tener cuidado, no sea que por esconder nuestra justicia, caigamos en no procurarla. Es fácil confundir las cosas y llegar a una inactividad y a una falta de voluntad para servir a Dios. Se puede llegar a decir una cosa tan impía como esta: “Yo no quiero servir, porque no quiero ser hallado buscando el reconocimiento de los demás.” Este extremo, aunque más sutil, es mucho peor que el otro. ¡Cuidado!, porque Dios no puede ser burlado. El conoce las intenciones más íntimas del corazón.

Así pues, los que hemos recibido la justicia de Dios gratuitamente por la fe, tenemos que esforzarnos para que nuestra justicia sea mayor que la de los escribas y fariseos.

Dos clases de vestido

“Gocémonos y alegrémonos y démosle gloria; porque han llegado las bodas del Cordero, y su esposa se ha preparado. Y a ella se le ha concedido que se vista de lino fino, limpio y resplandeciente; porque el lino fino es las acciones justas de los santos.” (Ap. 19:7-8.)

En las Escrituras encontramos que para los cristianos hay dos clases de vestido, los que se relacionan, a su vez, con los dos tipos de justicia de que estamos hablando.

El primer vestido es el mismo Señor Jesucristo. Cuando venimos a Dios, el Señor se convierte en nuestro vestido, es decir, en nuestra justicia, con la cual nos presentamos ante Dios. Dios nos dio este vestido al darnos a Cristo, para que así no estemos desnudos, y podamos comparecer delante de Dios. Este vestido lo tienen todos los salvos, porque lo recibimos cuando fuimos justificados gratuitamente por la fe, y no depende de nuestro caminar. Al ser salvos, ya somos vestidos del Señor Jesucristo.

El segundo tipo de vestido es este de lino. Cuando seamos presentados a Cristo, llevaremos este vestido de lino. Este es las acciones justas de los santos y se va confeccionando desde el día en que nosotros fuimos salvos. Este vestido nos es dado por el Señor Jesucristo a través del Espíritu Santo.

Estas mismas dos clases de vestido se mencionan en el Salmo 45: “Toda gloriosa es la hija del rey en su morada; de brocado de oro es su vestido. Con vestidos bordados será llevada al rey; vírgenes irán en pos de ella, compañeras suyas serán traídas a ti.” (13-14).

Aquí en el versículo 13 se habla de un vestido de brocado de oro, y en el 14, de vestidos bordados con los cuales la hija del rey es llevada al rey.

Así que tenemos el vestido de oro y el vestido bordado. Sabemos que el oro es el Señor Jesús, porque el oro proviene de Dios. El vestido de oro es el que usa la hija del rey en su morada y es el que todos los hijos de Dios llevamos siempre. Luego está el segundo, que es bordado, y con el cual ella es llevada al rey. Este sirve para presentarse ante el rey. Este vestido se está bordando desde el día que fuimos salvos y son las acciones justas de los santos.



Un bordado se efectúa sobre una tela vacía. Así, el hilo entrelazado con la tela viene a formar una sola cosa con ella. Cuando en nuestro caminar Dios va permitiendo que pasemos por dificultades y pruebas, entonces el Espíritu Santo va diseñando en nosotros un bordado, y ese bordado es la figura de Cristo. De manera que Cristo se va perfilando en nosotros paso a paso, y se va manifestando en nuestro andar.

¿Cuánto de nosotros es expresión de Cristo? O, dicho de otro modo, ¿Cuánto de Cristo ven los demás en nosotros? ¿Cuánto ha podido el Espíritu Santo perfilar o dibujar de Cristo en nosotros?

Nosotros sabemos que el propósito de Dios es que todos lleguemos “a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo.” (Ef. 4:13b), que todo lleguemos a ser un hombre perfecto. Pablo decía: “Sed imitadores de mí, así como yo de Cristo”. Siempre el modelo original es Cristo y todos nosotros estamos siendo transformados para ser semejantes a Cristo. Cuando nos presentemos ante El, no vamos a ser medidos por la cantidad de demonios que echamos fuera, o de milagros que hicimos en su Nombre, porque estas cosas, ustedes saben, son muy relativas. El Señor dirá a muchos que presumen de esto: “Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad.” (Mt. 7:23). De modo que, en ese momento, no servirá como carta de presentación el haber hecho estas cosas, sino cuánto el Espíritu pudo formar de Cristo en nosotros.

La obra más preciosa que el Espíritu Santo realiza en nuestros días, delante de nuestros propios ojos, es plasmar a Cristo en nosotros. Esta obra no sirve de tropiezo a nadie y nunca escandaliza a nadie. En cambio, el echar fuera demonios y el hacer milagros hace que muchas de las personas que poseen estos dones se llenen de vanagloria y empiecen a adquirir una relevancia por sobre el Señor, de modo que luego caen en el descrédito, en lazo del diablo y vienen a ser motivo de tropiezo para todos. Cuando Cristo, por el Espíritu Santo, es formado en nuestras vidas, entonces Él no hace mal. Cristo no sirve de tropiezo a nadie. Cristo expresa toda la gloria de Dios, cuando es mostrado en su preciosa Persona, en su mansedumbre, en su poder y en su perfecto equilibrio.

Esto es lo que el Señor quiere hacer en estos días a través de la iglesia, y en particular, a través de cada creyente. Por eso, es necesario que permitamos al Espíritu Santo que él borde en nosotros esta imagen preciosa.



Este bordado no se hace de una sola vez, sino que es un trabajo que se realiza cada día hasta que Dios diga: “Ya está terminado. Ahora ya se ve Cristo.” ¡Qué precioso será ese día! ¿Cuándo llegará para ti y para mí? Pablo llegó al final de su carrera y sin duda que en él se cumplió esto. En algunos se cumple antes que en otros. Que el Señor nos ayude para someternos dócilmente a este trabajo del Espíritu Santo, y así Cristo sea formado en nosotros.



El vestido de lino fino

En Apocalipsis 19:8 dice que el vestido es de lino, y que el lino es las acciones justas de los santos.

¿Cuáles son estas acciones justas? En Mateo 6 se mencionan algunas para ser hechas en secreto. Pero hay otras que son públicas, como predicar el evangelio, por ejemplo. Hay cosas que, aunque nosotros no queramos que se vean, se van a ver. En la Escritura encontramos que hubo mujeres que servían al Señor de sus bienes. Entre nosotros, muchas necesidades de los santos tienen que ser suplidas. Estas son las acciones justas de los santos.

Cada expresión de amor al Señor, realizada en el poder del Espíritu Santo, viene a ser uno de los miles de puntos en este gran bordado que está realizando el Espíritu Santo.

Este vestido es de lino fino, limpio y resplandeciente. Nosotros sabemos que este vestido es blanco porque está purificado por la sangre de Jesús (Ap. 7:9,14), pero cuando dice que es limpio y resplandeciente, se refiere a que el vestido del creyente es hecho brillar por el fuego de la prueba, por las aflicciones y tribulaciones. Así como el oro se prueba en el crisol, así también el vestido viene a ser limpio y resplandeciente por medio de la prueba. Pudiera ser que alguno de nosotros tenga su vestido blanco, pero que no esté limpio ni resplandeciente. El resplandor es propio del corazón que se ha doblegado al Señor, que ha aceptado la obra de la cruz, y que está dispuesto al sufrimiento por amor al Señor. Así pues, pudiera suceder que nuestro vestido esté blanco, pero opaco, como desvaído en su color. Cuantas más pruebas y dificultades soportemos por amor al Señor, más brillo tendrá nuestro vestido.



Este vestido es de lino y no de lana, porque el lino es una fibra natural y, por tanto, no está asociada, como la lana, con la muerte de un animal. El lino es una planta que no se puede relacionar ni con la sangre ni con la salvación. Aquí no está en juego la salvación. Este vestido tiene más bien que ver con presentarse para Cristo y para el reino. Los que tengan este segundo vestido van a participar de las bodas del Cordero y también del reino de Cristo.

Dice en 19:8 que “a ella se le ha concedido”. Este es un don, una gracia, es un privilegio para nosotros como creyentes poder presentarnos delante del Señor con este vestido bordado, de lino fino, limpio y resplandeciente, y que tiene bordada la figura del Señor Jesucristo.

“Y su esposa se ha preparado...” ¿Estamos preparados? O mejor dicho, ¿Nos estamos preparando? Porque preparados sólo vamos a estar cuando llegue aquel día. Permítanos el Señor entrar en una senda de renunciamiento y de servicio, para que no permanezcamos ociosos. No podemos estar sin fruto, no podemos perder el tiempo, porque los días son malos.

Uno suele perder el tiempo cuando no sabe qué es lo que Dios quiere que uno haga, cuál es el don que Dios le ha dado, cuál es su función en el cuerpo, y cuáles son las obras que Dios preparó para uno. Tal vez algunos de ustedes digan: “Yo no quiero estar ocioso, yo no quiero perder el tiempo, pero, ¿qué puedo hacer? ¿qué debo hacer?”

En estos estudios hemos estado tratando de responder a esas preguntas, y hemos ido mostrando, a la luz de las Escrituras, varios principios y alternativas de servicio.

Todos deben servir

Esto es algo muy personal, y que tiene que ser aclarado por el Señor a cada uno en particular. Cada uno tiene que preguntarle al Señor con insistencia y con la certeza de que él le va a aclarar, cuáles son las obras que él preparó de antemano para que anduviese en ellas. Sabiendo cuál es el lugar que nos corresponde en el cuerpo, y cuáles son nuestros dones, entonces podremos poner todo nuestro esfuerzo, nuestro tiempo y energías al servicio del Señor, para que tales obras sean cumplidas. Porque si nosotros no las hacemos, tal vez nadie las hará. Y podría suceder que esas obras que están preparadas de antemano para nosotros, se queden sin hacer, y así después nosotros tengamos mucha vergüenza delante del Señor cuando Él nos pida cuenta de ellas.

Nosotros hemos recalcado esto: en la restauración de la iglesia todos los miembros deben servir. Todos tienen que encontrar su función y funcionar de acuerdo a ella, desarrollarse, aportar vida al cuerpo y hacer las obras que Dios preparó para cada uno.

Esta no es una cosa sólo de los hermanos maduros. Este es un asunto de todos los hermanos, incluso de los más pequeños –los que tienen sólo un talento–. El Señor les ha dado una tremenda posibilidad de servicio y de enriquecer la vida del cuerpo, aun con lo poco que pudieran aparentemente tener.

Es tan alta la invitación que se nos hace, es tan alto el camino que se nos muestra – de servir al Señor, de colaborar con Él en su obra –, que todos nosotros, en el lugar donde estamos, debemos apreciarlo y considerarlo delante del Señor, y ver que los días que vienen para la iglesia son realmente gloriosos. Las cosas que pasen hoy día por tu corazón, las decisiones que tú tomes ahora, van a determinar si hemos de ver la gloria de Dios o no, si la iglesia va a ser restaurada plenamente entre nosotros o no. Es ahora que está en juego todo aquello.

Estas cosas no dependen de Dios, porque la voluntad perfecta de Dios es reunir todas las cosas en Cristo, y hacer que Cristo tenga la preeminencia en todas las cosas. Como sabemos que la voluntad de Dios no ha cambiado en este respecto, no tenemos para qué preguntarle cuál es su voluntad. El punto importante es si nosotros nos rendimos ahora para que Cristo pueda tener la preeminencia entre nosotros.



Estamos llenos de expectación. Estamos llenos de esperanza. Es tan alto el llamamiento que tiene la iglesia, es tan alta su posición y tales los dones que ella ha recibido, que no puede ocurrir menos que una gloriosa restauración en la consumación de esta era, y en ello tomaremos parte nosotros, si es que estamos dispuestos hoy a dar pasos de fe y a correr la carrera con diligencia, persuadidos de que El es galardonador de los que le buscan.

Que el Señor nos ayude. Amén.

Cinco

EL LIBRO DE MEMORIA

Las obras muertas

¿Rechaza Dios todas las obras del hombre, o hay obras que Él acepta? Si es que acepta ciertas obras, ¿sólo las acepta o también las demanda?

Vamos a ver, si el Señor lo permite, estos asuntos, y también la diferencia que hay entre las obras muertas y las buenas obras.

Las obras muertas son aquellas que hicimos cuando nuestro corazón no tenía fe. Aunque estábamos muertos en delitos y pecados, nosotros teníamos una vana esperanza, una secreta ambición: pensábamos que nuestras obras nos podían justificar delante de Dios. Ahora bien: esas obras eran obras muertas, porque quienes las hacíamos, estábamos muertos (Ef. 2:1).

En Hebreos 9:14 dice: “¿Cuánto más la sangre de Cristo, el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, limpiará vuestras conciencias de obras muertas para que sirváis al Dios vivo?”. Aquí tenemos la sangre más preciosa, la sangre de Cristo que se ofreció sin mancha a Dios para limpiar nuestra conciencia de obras muertas. No se hubiera derramado esa sangre si no hubiese sido necesario limpiarnos de esas obras. Mas son un estigma y un peso para el corazón que quiere servir a Dios. Esas obras que hicimos antes de ser salvos, hechas para justificarnos, son obras muertas. De éstas tenemos que ser limpiados para poder servir al Dios vivo. Porque, ¿qué producen esas obras? Producen una vana sensación de seguridad y una justicia propia.

El primero de los fundamentos de la fe mencionados en Hebreos 6:1-2 es el “arrepentimiento de obras muertas”. Esto nos sugiere que es la primera enseñanza que se debe impartir a un convertido. No sólo tenemos que ser limpiados de las obras muertas, sino que, previamente, tenemos que arrepentirnos de ellas.

De estas obras dice la Escritura: “No por obras, para que nadie se gloríe.” (Ef.2:9).



“Bienaventurado el hombre a quien Dios atribuye justicia sin obras” (Rom. 4:6). “No por obras, sino por el que llama.” (Rom. 9:11).

“El hombre no es justificado por las obras de la ley.” (Gál. 2:16).

“No conforme a nuestras obras, sino según el propósito suyo.” (2ª Tim.1:9).

Por contraposición a estas obras muertas, la Escritura pone la fe. Se reafirma el valor de la fe, de tal manera que las obras muertas y la fe no se avienen, ni se pueden hermanar. “En el evangelio, la justicia de Dios se revela por fe y para fe.” (Rom. 1:17). Las obras muertas no proceden de la fe y son incompatibles con ella. Las buenas obras, en cambio, proceden de la fe y van hermanadas con la fe.

Las buenas obras

Para alcanzar la justicia de Dios vale la fe sola, sin las obras; pero para que el creyente alcance la justicia que Dios le demanda, la fe no vale sin las obras. Veamos la Escritura:

“Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt. 6:16) ¿Qué van a ver los demás? “Vuestras buenas obras”. Ya no son obras muertas, sino buenas obras. Dice, además, “para que vean ...” esto es visible, no secreto.

“Porque el Hijo del Hombre vendrá en la gloria de su Padre con sus ángeles, y entonces pagará a cada uno conforme a sus obras” (Mt.16:27). Dice “conforme a sus obras”.

“Había entonces en Jope una discípula llamada Tabita, que traducido quiere decir, Dorcas. Esta abundaba en buenas obras y en limosnas que hacía.” (Hch. 9:36). Dorcas era una discípula, no una incrédula; por tanto, sus obras son buenas obras. Ella era muy conocida por todos. En el versículo 39 dice que al morir Dorcas, las viudas le mostraban a Pedro las túnicas y los vestidos que hacía cuando estaba con ellas. Ellas llevaron pruebas concretas de sus buenas obras. ¿Se fijan que no era fe? Porque la fe no produce vestidos ni túnicas. Las obras, sí.

“... El cual pagará a cada uno conforme a sus obras.” (Rom. 2:6). Luego, toda la extensa argumentación que va desde el versículo 7 al 10 es una explicación del versículo 6.

“Y poderoso es Dios para hacer que abunde en vosotros toda gracia, a fin de que, teniendo siempre en todas las cosas todo lo suficiente, abundéis para toda buena obra.” (2ª Cor. 9:8). Aquí las obras son una consecuencia de la gracia. Si nos quedamos en la gracia, nos quedamos a mitad de camino.

“... No por obras, para que nadie se gloríe. Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas.” (Ef. 2:9-10). Las obras del versículo 9 son obras muertas; las del versículo 10 son buenas obras.

“Y el mismo Jesucristo Señor nuestro, y Dios nuestro Padre ... conforte vuestros corazones, y os confirme en toda buena palabra y obra.” (2ª Tes. 2:16-17). Aquí está la palabra y están las obras.

“Que hagan bien, que sean ricos en buenas obras, dadivosos, generosos...” (1ª Tim. 6:18). ¿En qué tienen que ser ricos nuestros hermanos ricos? En buenas obras.

“Palabra fiel es esta, y en estas cosas quiero que insistas con firmeza, para que los que creen en Dios procuren ocuparse en buenas obras. Estas cosas son buenas y útiles a los hombres... Y aprendan también los nuestros a ocuparse en buenas obras para los casos de necesidad, para que no sean sin fruto.” (Tit. 2:8,14). En el mismo capítulo aparece dos veces este asunto.

“ ... Os haga aptos en toda obra buena para que hagáis su voluntad, haciendo él en vosotros lo que es agradable delante de él por Jesucristo...” (Heb. 13:21). La voluntad de Dios para el hombre se compone de buenas obras, de un conjunto de obras. Aquí vemos también que la procedencia de las buenas obras es la potencia de Él actuando en nosotros.

“Y si un hermano o una hermana están desnudos, y tienen necesidad del mantenimiento de cada día, y alguno de vosotros les dice: Id en paz, calentaos y saciaos, pero no les dais las cosas que son necesarias para el cuerpo, ¿de qué aprovecha? Así también la fe, si no tiene obras, es muerta en sí misma.” (Stgo. 2:15-17). Aquí están asociadas las obras con respecto al socorro que es necesario dar a los hermanos que pasan por necesidad. Cuando hay necesidad, de nada vale un buen discurso como el que aparece en el versículo 16: “Id en paz, calentaos y saciaos.” Tiene que ir acompañado con buenas obras, para que el que tiene frío sea abrigado y el que tiene hambre sea saciado.

“Y si invocáis por Padre a aquel que sin acepción de personas juzga según la obra de cada uno, conducíos en temor todo el tiempo de vuestra peregrinación.” (1ª Ped. 1:17). Hemos de tener temor, porque tendremos que dar cuenta.

“... Manteniendo buena vuestra manera de vivir entre los gentiles; para que en lo que murmuran de vosotros como de malhechores, glorifiquen a Dios en el día de la visitación, al considerar vuestras buenas obras” (1ª Ped. 2:12). Al ver los gentiles nuestra manera de vivir, tendrán que reconocer que somos de Dios y glorificarán a Dios al ver nuestras buenas obras.

“Yo conozco tus obras” (Ap. 2:2,9,13,19; 3:1,8,15). El Señor encabeza su mensaje a cada una de las siete iglesias, con la frase: “Yo conozco tus obras”; luego entra a juzgar en particular a cada una. Cuando llega el momento del juicio, la fe es medida por las obras que ha sido capaz de producir. Lo que se juzga son las obras. La fe está implícita en ellas.

“Oí una voz que desde el cielo me decía: Escribe: Bienaventurados de aquí en adelante los muertos que mueren en el Señor. Sí, dice el Espíritu, descansarán de sus trabajos, porque sus obras con ellos siguen.” (Ap. 14:13).

“He aquí yo vengo pronto, y mi galardón conmigo, para recompensar a cada uno según sea su obra.” (Ap. 22:12).

Hemos hecho un pequeño recorrido por el Nuevo Testamento para darnos cuenta de que las buenas obras tienen valor delante de Dios. Estas constituyen nuestra justicia, nuestra virtud, con las cuales nos vamos a presentar para ser juzgados y por las cuales vamos a ser recompensados.


El mejor ejemplo de buenas obras

En el mismo Señor Jesús tenemos un gran ejemplo, el mejor ejemplo. El Señor vino a realizar una obra, la obra que el Padre le encomendó. Así también, nosotros tenemos una obra que hacer.

“Mas yo tengo mayor testimonio que el de Juan; porque las obras que el Padre me dio para que cumpliese, las mismas obras que yo hago, dan testimonio de mí, que el Padre me ha enviado.” (Jn. 5:36). Las obras que Él hacía daban testimonio de que el Padre le había enviado.

“Me es necesario hacer las obras del que me envió, entre tanto que el día dura; la noche viene, cuando nadie puede trabajar.” (Jn. 9:4). El tiempo es limitado, tenemos que hacer las obras ahora que todavía alentamos vida, ahora que tenemos fuerzas y ánimo. Hay muchos que ya no tienen ninguna de estas cosas.

“Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis. Mas si las hago, aunque no me creáis a mí, creed a las obras, para que conozcáis y creáis que el Padre está en mí, y yo en el Padre” (Jn. 10:37-38). El Señor se remite enteramente a sus obras, como prueba de que es el enviado de Dios.

“Yo te he glorificado en la tierra; he acabado la obra que me diste que hiciese.” (Jn. 17:4). ¡Qué satisfacción interior debió tener el Señor al decir estas palabras! Para eso había sido enviado, y la obra estaba concluida.

El libro de memoria

Vamos a ver ahora uno de los capítulos más hermosos del Antiguo Testamento. Al leerlo, se ve la atención que el Señor presta a todas las cosas que nosotros hacemos por amor de su Nombre. El Señor dice que ni un vaso de agua dado a uno de sus discípulos, por pequeño que sea, quedará sin recompensa. Hay recompensa de justo a quien recibe a un justo y hay recompensa de profeta a quien recibe a un profeta (Mt. 10:41-42). Estas distinciones, tan sutiles a nuestro entender, nos indican que todo lo que el Señor hace es perfecto, y que todo está consignado a cabalidad. Nadie podrá decir en aquel día: “Señor, a ése le estás dando más recompensa de lo que merece”, o “A mí me estás dando menos de lo que merezco.” El Señor tendrá el detalle de todas las cosas que hicimos por amor de su Nombre.

Y es que hay un libro en los cielos donde se registra todo esto. En Malaquías 3:16 dice: “Entonces los que temían a Jehová hablaron cada uno a su compañero; y Jehová escuchó y oyó, y fue escrito libro de memoria delante de él para los que temen a Jehová, y para los que piensan en su nombre.” Evidentemente, este no es un libro para condenar. Dice que es para los que temen al Señor y para los que piensan en su nombre. Este es un libro de recompensas. Malaquías vivió en días de profunda crisis, en los cuales el pueblo se había apartado de Dios. Sin embargo, aun en esas circunstancias, Dios está atento a lo que hace su remanente fiel, para tomar nota de su fidelidad. Igual ocurre hoy en día.

Veamos Nehemías capítulo 3, donde tenemos una muestra de lo que es aquel libro de memoria que está en los cielos.

Sabemos que Nehemías tuvo carga por Jerusalén cuando gran parte de la ciudad todavía estaba en ruinas. El Señor permitió que el rey al cual servía le diera permiso y aún le proveyera de los recursos para ir a Jerusalén. Cuando llegó, Nehemías propuso lo que traía en su corazón a los que allí vivían, y, pese a la oposición de muchos, ellos iniciaron la obra de la reconstrucción del muro y de sus puertas.

En este capítulo se deja constancia de las personas y de los grupos de personas que tomaron parte en esa reconstrucción. Algunos reedificaron tramos del muro. Otros reedificaron puertas. Y aun otros reedificaron tramos de muro y puertas.



En este capítulo quedó todo registrado con acuciosidad. Si estaba enfrente de la puerta, si estaba cerca o si estaba más allá. Si era esta torre o era la otra, si era esta puerta o la otra; si participó éste o aquél, si participaron éstos o aquéllos.

El sello de la aprobación de Dios

Vamos a destacar ahora algunas cosas. Hay algo asombroso aquí. En este capítulo aparecen exactamente cuarenta nombres de personas. Esto es tremendamente significativo. Nosotros sabemos que el cuarenta no es un número cualquiera en la Escritura.

El diluvio duró cuarenta días y cuarenta noches. Cuarenta días estuvo Israel en el desierto. Cuarenta días estuvo Moisés en el monte Sinaí (dos veces). Jonás anunció destrucción sobre Nínive en cuarenta días. Cuarenta días ayunó el Señor en el desierto. Después de su resurrección, el Señor se apareció cuarenta días a sus discípulos, etc.

¿Será fortuito que aquí aparezcan cuarenta nombres involucrados en la obra de reconstrucción? No es fortuito. Esto es una señal de que Dios quiere decirnos aquí algo importante. Es que hay un libro de memoria delante de Dios que habla acerca de los que toman parte en su obra.

Aparte de los cuarenta, aparecen aquí diez grupos de personas. Esto también es muy significativo. Están los sacerdotes hermanos de Eliasib (3:1), los sacerdotes de la llanura (3:22) y los sacerdotes (3:28), los levitas (3:17), los sirvientes del templo (3:26), los plateros (3:32), los comerciantes (3:32), los varones de Jericó (3:2), los tecoítas (3:5) y los moradores de Zanoa (3:13). En total, diez grupos.

La Escritura, inspirada por el Espíritu Santo, es perfecta en todas las cosas. Nosotros sabemos que entre la Pascua de los judíos y Pentecostés hay cincuenta días. Luego que el Señor Jesús resucitó, se apareció por cuarenta días a sus discípulos y les dijo que se quedaran en Jerusalén hasta la venida del Espíritu Santo. Cuando llegó Pentecostés, se produjo su derramamiento. ¿Cuántos días transcurrieron entre la ascensión del Señor y Pentecostés? Diez días. Si sumamos cuarenta más diez, tenemos cincuenta.

El diez es el número de la perfección del hombre, en tanto que el cinco (o el cincuenta) es el número de la responsabilidad del hombre ante Dios. Así que las obras son la responsabilidad del hombre delante de Dios.


Un registro acucioso

En Nehemías 3:3 vemos que la tarea de los hijos de Senaa era reedificar la puerta del Pescado: “Los hijos de Senaa edificaron la puerta del Pescado; ellos la enmaderaron, y levantaron sus puertas, con sus cerraduras y cerrojos.” Noten ustedes que la obra de ellos terminó con los cerrojos, no antes. He aquí todo el proceso: la enmaderaron, la levantaron, pusieron sus cerraduras, y finalmente sus cerrojos. La reconstrucción de la puerta no quedó hasta las cerraduras, ellos también pusieron los cerrojos. Ellos hicieron una obra perfecta. Así tienen que ser hechas las cosas para Dios.
 

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