Lectura: Josué 4:1-11

El pueblo de Israel estuvo 40 años vagando por tierras no aptas para la convivencia humana, insoportables desiertos donde escasamente podía verse el verdor de una planta; terrenos pedregosos al que no entraba el arado; montes casi sin árboles y plagados de peligros. Les guiaba un hombre escogido por el mismísimo Dios.
Moisés pastoreaba unas ovejas de su suegro Jetro, que era sacerdote, y al llegar al llegar hasta Horeb, el monte de Dios, observó que una zarza que ardía y no se consumía, y decidió acercarse, para conocer la causa por la cual aquella planta no se quemaba. Entonces, el Ángel de Jehová lo llamó: “¡Moisés, Moisés! Y él respondió: “Heme aquí”.

De inmediato recibió respuesta: “No te acerques; quita tu calzado de tus pies, porque el lugar en que tu estás, tierra santa es.”

Es posible que alguno de ustedes halla entrado a este recinto de adoración a Dios y a su hijo Jesús, Salvador y Señor nuestro, con alguna carga o contaminado por el pecado del mundo. Sí, hermanos, porque el pecado que sutilmente comienza en la mente recorre todo nuestro cuerpo, y nos va contaminando y destruyendo lentamente, a veces sin darnos cuenta, hasta llevarnos a un estado de deterioro espiritual tan bajo como la suela de nuestro zapato. Por eso, a los hebreos se les requería, y aún se les requiere, quitarse las zapatillas que calzaban cuando entraban al lugar sagrado de oración y encuentro con Dios. Moisés, aunque era de linaje sacerdotal por ser hijo de levitas, y que además era suegro de un sacerdote, no estaba exento de contaminación por el pecado del mundo.

De hecho, él llegó hasta el sector donde vivía el que sería su suegro después que huyó de Egipto luego de haber matado a un capataz egipcio en defensa de un hebreo esclavizado por faraón.

Así, que si cree que tiene sobre usted una carga o pecado demasiado grande y que por esa razón Dios no quiere verlo ni en pintura, ni quiere cuentas con usted, me parece que está muy equivocado. Dios no ama el pecado, tiene misericordia para con el pecador. Puede que tu situación te tenga más esclavizado que lo que tenía Faraón al pueblo hebreo. Pero, si estas aquí en esta mañana, me parece que como con aquel pueblo, Dios está trabajando en la solución a tu problema. Es más te aseguro que fue Él quien consiguió un Moisés que de la mano te trajo a este lugar. Ve entonces despojándote de tu calzado contaminado. Ve sacando de tu mente los pensamientos pecaminosos y negativos, porque Dios quiere hablar contigo. Él quiere que Jesús entre en tu corazón, para limpiarlo y dejarlo reluciente para que Espíritu Santo pueda habitar en el y hacer comunión contigo.

Moisés, como quizás usted hoy, se acercó cauteloso a la zarza ardiente. Tras el encuentro con el Ángel de Jehová, y recibir la encomienda de sacar a los hijos de Israel de la esclavitud en que se hallaban en Egipto, Moisés se hizo muchas preguntas. “¿Quién soy yo para que vaya a Faraón y saque de Egipto a los hijos de Israel?”, le cuestiona a Dios.

Y tú, te estarás preguntando: “¿Y quién soy yo para que Jesús me tome en cuenta… para que se preocupe por mí?”

Ahora, yo te pregunto: ¿Es que tus pecados y cargas, te hacen sentir tan insignificante que no puedes ver que Dios siempre, siempre, se ha preocupado por ti y por los tuyos y busca sacarte del fuego de ese infierno que destruye tu vida? Él anhela traerte en sus brazos al fuego que quema el pecado, pero que no destruye al pecador; y que, como en aquella zarza, arderá, pero no te quemará, ni arrasará. Es fuego eterno, que brota del amor de Dios hacia ti, su máxima creación.

Moisés siguió cuestionando. Ahora le preocupaba lo que los hebreos le preguntarían. Como ahora, que la gente se preocupa por el qué dirán. ¿Qué dirá la gente? ¿Qué dirán mis vecinos? ¿Qué dirán mis compañeros de trabajo?

“He aquí, que llego yo a los hijos de Israel, y les digo: El Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros. Si ellos me preguntaran: ¿Cuál es su nombre?, ¿qué les responderé?”, cuestiona Moisés a Jehová, su Dios, que lo está reclutando para una gran comisión. La más importante antes de que Jesús, el Hijo de Dios, comisionara a sus apóstoles a evangelizar el mundo.

Hermano, nosotros aún somos así. Aún viendo cumplidas sus promesas en nosotros mismos, seguimos cuestionando y dando la espalda a Jesús. Ponemos la carreta delante de los bueyes y damos más importancia al “qué dirá la gente”, que al “qué dice Dios”.

“Yo soy el que soy”, así dirás a los hijos de Israel: Yo soy me envió a vosotros”, es la respuesta de Jehová a Moisés y a nosotros. Además, dice: “Este es mi nombre para siempre; este es mi memorial para todos los siglos”.

Sí señor, nos está diciendo que Él es eterno, que nunca pasará.

Moisés continuó poniendo peros… como tratando de zafarse de la encomienda. Entonces el Señor le indica tres señales que debían convencer a los hebreos de que él era un verdadero enviado de Dios: la conversión de su vara en serpiente, meter su mano en su seno y sacarla leprosa, para luego repetir la acción y sacarla sana; y, por si acaso, tomar agua del río que al derramarla en la tierra se convertiría en sangre. Pero Moisés busca otra excusa y menciona su tartamudez y torpeza al hablar. “Pues yo estaré en tu boca y te enseñaré lo que hayas de hablar… Y conozco a tu hermano Aarón, que habla bien, él hablará y tu pondrás en su boca las palabras que yo te daré”. ¡Wao! Jehová es un cuarto bate, y le bateó el ciclo Moisés, sencillo, doble, triple y cerró con jonrón. No tuvo Moisés más remedio que aceptar la encomienda.

¡Qué tarea dura la de Dios para convencer a su escogido! ¡Qué testarudo este Moisés! ¡Cuántos siguen retrasando su salvación por estar cuestionando las intenciones de Dios! Dios solamente pide que creas en Él y hagas su voluntad.

“Ve, porque yo estaré contigo”, dijo a Moisés.

Y, como a aquel pueblo hebreo cautivo de faraón, te dice a ti, cautivo del pecado y las cosas de este mundo: “…He visto tu aflicción… he oído tu clamor… he conocido tus angustias”.

Tu Egipto, tu faraón, es decir, tu pecado, tus problemas, tus angustias, pueden quedar atrás. “He descendido para librarlos de la mano de los egipcios (entiéndase el pecado y los problemas mundanos) y sacarlos de aquella tierra a una tierra buena y ancha, a tierra que fluye leche y miel”

Cuando te acerques a Jesús, que derramó su sangre en la cruz por redimirte del pecado, le aceptes como Señor y Salvador y emprendas el camino hacia la santidad, te perseguirá por un tiempo la tentación. Como faraón y su ejército persiguieron a Moisés y al pueblo de Israel. En ocasiones los problemas tan cerca, que sentirás las cabalgaduras y el ejército de faraón, respirando sobre tus hombros.

Pero una vez iniciado el camino, no debes flaquear. Si vieras que la tentación se acerca demasiado, no vaciles en recurrir a Jesús, veras que las aguas se abrirán, haciendo camino, como hizo Jehová con Moisés y el pueblo de Israel, cuando abrió el mar al acercarse demasiado faraón y su ejército, y luego que sus protegidos pasaron devolvió las aguas a su nivel, arropando soldados y cabalgaduras, sepultándolos en medio de la mar. Mientras, tu estarás a salvo, al otro lado, en este mismo mundo, pero con Cristo.

El Señor usó por 40 años a Moisés para conducir a los hijos de Israel por el desierto hacia la Tierra Prometida, pero el buen Moisés tuvo que conformarse con verla de lejos. No fue solo él, de la generación que sacó de Egipto ninguno disfrutó de la leche y miel de la tierra prometida. Aquellos que, según la narración bíblica, en una forma u otra fallaron a Jehová, dándole la espalda, rebelándose, adorando otros dioses y diosas, no pudieron completar la jornada. Todos perecieron en el camino.

Hubo una figura, moldeada por Moisés. Se trata de Josué, figura que se había convertido en lo que podríamos llamar el brazo militar del gobierno de Moisés sobre el pueblo de Israel.

“Moisés había puesto sus manos sobre él”, dice la Biblia. Pero su consagración vino del mismo Jehová que comisionó a Moisés. Solamente Dios y su hijo Jesucristo comisionan y consagran.

“Mi siervo Moisés ha muerto: ahora pues, levántate y pasa este Jordán, tu y todo este pueblo, a la tierra que yo les doy a los hijos de Israel”.

Como Josué llegaste hasta este lugar de la mano de un hermano que hizo de Moisés, no por casualidad sino por invitación especial. Sabemos que vienes con tus propias cargas y problemas, pero Jesús te dice en esta hora que te levantes para comenzar a cruzar tu Jordán. Este pueblo de Israel, es decir, tu iglesia, tus hermanos, te acompañará a la tierra prometida, la tierra buena, que te hará producir buenos frutos que serán de bendición para ti y los tuyos.

Jehová dijo a Josué y te dice a ti en esta hora: “Nadie te podrá hacer frente en todos los días de tu vida; como estuve con Moisés estaré contigo; no te dejaré, ni te desampararé”.

Tocó a Josué conducir al pueblo de Israel a través del río Jordán, siguiendo las órdenes de Jehová. “Esfuérzate y se valiente, para hacer conforme a toda la ley que mi siervo Moisés te mandó; no te apartes de ella ni a diestra ni siniestra, para que seas prosperado en todas las cosas que emprendas… No temas ni desmayes, porque Jehová tu Dios estará contigo en donde quiera que vayas”.

El plan de Jehová revelado a Josué ponía a los levitas con el arca entrando primero al río Jordán, que como aquel mar en la huida de Egipto, se abrió, haciendo camino para que el paso del pueblo de Israel a la tierra prometida. Y el pueblo cruzó el Jordán. Josué ordenó entonces recoger doce (12) piedras, una por cada tribu, para hacer monumento en medio del mismo Jordán. Piedras que quedarían allí, donde se detuvieron los sacerdotes, como señal del lastre que habían arrastrado y del que ahora se desprendían en medio de aquel río que separaba la tierra inhóspita de la buena tierra, lo malo, lo pecaminoso, quedaría en medio de aquel río.

Y dio órdenes también de que se recogieran otras (12) piedras, también una por cada tribu, que trasladarían a la otra orilla, a la tierra buena donde fluye leche y miel, para levantar en el lugar donde acamparon monumento a Jehová en conmemoración de su larga travesía y la protección que tuvieron hasta que lograron el cruce del Jordán.

En este momento Dios te llama. Si Jesucristo ha hablado a tu vida a través de este escrito, te pide que no le des la espalda, que le permitas hacer algo por ti.

Piensa que en este momento las aguas de tu Jordán se han recogido y te han dejado un camino abierto para cruzar al otro lado, al lado donde hay esperanza de mejor vida, junto a Jesucristo.

Hermanos, cuando Jehová aparta las aguas del Jordán, nos muestra el camino que lleva a una vida distinta. A una vida con abundancia de buenos frutos. Jesucristo te dice, ven con esa pesada carga que te agobia y te hace sentir mal. Trae tu piedra y colócala a sus pies, Él está en medio de tu Jordán. Te aseguro que una vez sueltes esa carga, te sentirás liviano, porque dejarás atrás el pecado que te ha estado agobiando y desesperando.

Esfuérzate y se valiente, deshazte de ese peso que cargas como esclavo de la droga, del alcoholismo, del maltrato conyugal, del odio, del rencor, del consumismo, y muchas otras cargas alojadas en tu corazón y que solo tú y Dios conocen. Cámbialo por la nueva vida de paz y gozo que te promete Jesucristo. Ven, recoge esa piedra liviana que Jesús te ofrece, verás que es muchísimo más fácil de cargar. Las aguas de tu Jordán ya no son tan fuertes, se han apartado, haciendo camino para que vengas a sus pies. No pierdas esta oportunidad, Jesucristo quiere salvarte y te da una mano con tu carga.

Ven, comienza a prepararte, porque pronto sonarán las trompetas que derrumbarán las murallas de Jericó y entonces podrás ver la Gloria de Dios manifestada.

Cruz Roqué-Vicéns

Reflexión en Iglesia del Nazareno

Levittown, Puerto Rico

9 de Julio del 2000

De: Cruz Roqué-Vicens
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