Una constante del ser humano es la vestimenta. Desde que Dios expulsó a nuestros primeros padres del Paraíso y los "vistió" con una piel de cordero, al que primeramente hubo de sacrificar, la raza humana a cubierto su desnudez de forma sencilla, como lo hacen las tribus que aún perviven en la Amazonía, o de forma un poco más aparatosa, como el "civilizado" hombre occidental.

El hombre y la mujer, de ordinario, se sienten avergonzados de ir descubiertos, sin nada que tape sus vergüenzas. Es natural el ocultarse cuando, por cualquier circunstancia, nos vemos desnudos ante otros semejantes. En un sólo lugar de la Escritura se nos muestra que no se avergonzaban, a pesara de estar desnudos. Fue cuando estaban en el Edén que Dios había creado para ellos (Gén. 2:25).

A partir de su pecado de desobediencia, ellos mismos trataron de cubrirse con hojas de higuera (Gén. 3:7), que posteriormente el Creador cambió por las citadas pieles de cordero (Gén. 3:21).

Lo que entonces fue una necesidad, el estar cubierto, se fue convirtiendo, poco a poco, en una manifestación más del carácter del hombre y, la sencillez de la cubierta de Dios, se transformó en uno de los principales ornamentos de la mujer y del varón.

Hasta tal punto ha llegado la sofisticación del vestido que, en la actualidad, es un importantísimo mercado que mueve miles de millones al año. De hecho hay algunos canales de TV, que se emiten diariamente, durante los cuales se muestran distintos pases de modelos durante todo el día, a lo largo de 12 ó 14 horas, sin repetirse. Esto da un vislumbre de la cantidad de personas dedicadas a este lucrativo negocio.

A lo largo de la historia la moda ha sido muy cambiante, pero siempre ha habido moda. Parte de la vanidad del hombre, y sobre todo de la mujer, ha sido satisfecha a través de la moda. Por eso, aquello que fué diseñado por Dios como una simple cubierta que tapara a los ojos de los demás nuestro cuerpo es, hoy en día, una prueba mas de la decadencia del hombre que da una suma importancia a aquello que no lo tiene y resta categoría a las cosas que Dios señala como importante (Mt. 6:25-34).

Lo mismo podríamos decir de la comida que, de un medio dado para la subsistencia, hemos creado un imperio para los sentidos.

Quiero que se me entienda bien, no estoy en contra de los gustos particulares de cada persona, Dios nos ha dado ojos para ver y paladar para disfrutar de los alimentos que Él puso para nuestro deleite; pero nosotros hemos convertido estas dos necesidades básicas en un sofisticado placer para nuestros sentidos, llegando a extremos insospechados para satisfacer nuestros refinados gustos. Una de las profesiones mejor pagadas, si se es un buen profesional, es sin duda alguna la de cocinero. Se han escrito cientos de libros para enseñar, no sólo a cocinar, si no mas bien a elevar la sensualidad del gusto a cimas increíbles. En ciertos restaurantes lujosos se llegan a pagar verdaderas fortunas por platos decorados con un arte exquisito y que no tienen mas de cuarto kilo de alimento. Fijáos bien y veréis como todo lo que tenga que ver con el placer de los sentidos el hombre lo ha llevado a las más altas cotas del refinamiento.

Ahora bien, para vestirnos, es una evidencia que debemos previamente quitarnos la ropa que llevamos puesta. Así pues, una vez desvestidos y antes de ponernos las nuevas prendas, hay un momento en el que estamos desnudos. Este cambio, normalmente, lo realizamos en una habitación cerrada, si es en nuestra casa, o en un vestidor, si es en una tienda de ropa.

¿Porqué hacemos así? Naturalmente por la vergüenza que a todos nos da el mostrarnos tal como somos a los ojos de los demás y, salvo casos concretos principalmente en ambientes de prostitución, éste principio es válido para todos nosotros.

Así que concluimos que, en condiciones normales, solemos cubrirnos ante el resto de los mortales.

En la Palabra se nos muestra un hombre que fué despojado de su vestimenta y expuesto a vituperio; lo contemplaron en su absoluta desnudez y, ante los ojos de los injustos, el Justo fué manifestado. Las tinieblas "vieron" la Luz, y los imperfectos admiraron la perfección en su mas alta expresión (Is. 53:2-9).

Estamos acostumbrados a ver cuadros con la figura del Señor Jesucristo cubriendo, por recato del pintor, sus partes más íntimas con un lienzo; una especie de sabanilla que oculta las partes indecorosas de su cuerpo a nuestra vista. Pero la realidad fué muy otra. Él estuvo desnudo ante aquellos que le menospreciaban, sin nada que ocultar ante la soldadesca, civiles y religiosos de aquella época. El Impecable expuesto ante los pecadores. Tan desnudo estuvo que hasta la cubierta espiritual que el Padre le daba, al mantenerse en continua comunión con Él, le fué quitada: "Elí, Elí, ¿lama sabactani? (Sal. 22:1, Mt. 27:46, Mr. 15:34).

El Cordero fué desnudado de su piel para nosotros ser vestidos con ella. El Justo fué considerado como injusto para ser nosotros revestidos de su Justicia. Al Sumo Obediente se le estimó como rebelde para que su perfecta obediencia fuera aplicada para nuestra salvación. Sí, Él estuvo desnudo ante todos, y nadie pudo hallar en Él defecto alguno. Era un Cordero perfecto, sin nada que ocultar. Él genuino Cordero de Dios (Ex. 12:5, Jn. 1:29).

No sé si en esta vida llegaremos a tener un entendimiento pleno de lo que Él ha hecho por nosotros. El que pudiéramos ver su desnudez natural, física, no tenía mayor trascendencia para su alma tan pura, pero el verse delante de todos sin Aquel que hasta entonces había sido su verdadero vestido (Jn. 12:45) fué demoledor para Él.

Nos es difícil entender ese angustioso clamor que salía de lo mas profundo de su espíritu: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?"

Cuando en nuestra vida cotidiana el Señor aparta, por un momento, su Presencia de nosotros, nos angustiamos a pesar de tener su promesa de que no nos abandonará nunca (Is. 49:15-16).

¿Qué debió pues ser aquel instante? Indudablemente es un misterio. Como tantas cosas del Reino solo se puede entender por revelación. Las palabras y el entendimiento se quedan cortos. Sólo Dios lo puede revelar, personalmente, a cada una de sus ovejas.

Retomando el hilo del inicio, volvemos al estudio de la vestimenta. Después de este pequeño pensamiento sobre la sublime desnudez del Maestro, llegamos tú y yo vestidos física y espiritualmente. Ambos vestidos nos han sido dados por el Supremo Hacedor. El primero cuando vinimos a este mundo, al nacer de nuestra madre. Y el segundo, también dado sin coste alguna por nuestra parte, al ser nacidos de nuevo para el Reino Celestial (Jn. 3:3).

Pudiera ser que en algún momento las circunstancias de la vida nos obligaran a mostrarnos, tal cual somos, ante otros. Por ejemplo, durante la última cruel guerra mundial, los nazis desnudaban a sus víctimas, en mas de una ocasión, para finalmente aniquilarlos en los hornos crematorios. Durante el periodo militar, al menos hace tiempo, los reclutas marchaban desnudos, en fila india, por las duchas colectivas. También las mujeres, en ciertos lugares deben, por falta de mayor privacidad, lavarse desnudas en grupo.

Resumiendo, que existen ciertos momentos y circunstancias que nos obligan a desnudarnos y vernos, unos a otros, como "nuestra madre nos trajo al mundo". Pero hay otra desnudez mucho mas angustiosa todavía, la cual a ninguno de nosotros nos gustaría padecer, y es la desnudez del alma. Aquella que nos muestra como somos. La que enseña las partes mas íntimas de nuestro ser. Aquella desnudez que enseña a otros nuestros "lugares oscuros". Lo que con mas ahínco ocultaríamos, Dios permite que se exponga a otros. Si nos rendimos lo suficiente, Dios traerá a juicio estos dominios donde Él no reina. Indudablemente será doloroso, pero el crecimiento que estos tratos pueden traer sobre nuestra vida espiritual es inconmensurable. Ahora bien, deberíamos ser de aquellos que no tienen nada que ocultar. Debiéramos podernos manifestar ante los demás tal cual. Pero, infelizmente, no podemos hacerlo. Dios que nos conoce tan bien, mejor que nosotros mismos, sabe que somos como los no pudieron apedrear a la mujer adúltera dado que, desde el mayor hasta el menor, todos tenían algo que ocultar.

Pero la Escritura nos muestra, al margen del Maestro, otras personas que se pudieron mostrar públicamente tal y como eran sin temor a la afrenta. Naturalmente hablamos de Pablo y Bernabé que el capítulo 14 de los Hechos aparecen rasgándose las vestiduras y exponiéndose, no solo a los ojos, mas también a las iras de la multitud.

He aquí hombres que no temieron mostrarse ante los demás. ¿Y sabéis porqué? Porque se consideraban igual al resto de los mortales. Ninguna presunción ni sensación de superioridad les embargaba, además de proclamar que en nada se diferenciaban de los que les aclamaban como dioses. Si tú y yo nos sintiéramos como el resto, no habría razón para tapar áreas oscuras. Si nos conociéramos como Dios nos conoce, sabríamos que las mismas pasiones que luchan, y a veces vencen, en tu interior, son las que hay también en todos nuestros hermanos. Solo que tendríamos un corazón más blandito para juzgarnos unos a otros. No nos engañemos como tu y yo somos, son los demás. Las mismas presiones y tentaciones que te acontecen a ti, acontecen al resto. Limpiémonos, pues, de toda contaminación de alma y espíritu (2 Cor. 7:1) y no temamos ser expuestos ante esta humanidad. Seamos dechados de la grey, sin nada que esconder y si algún día hemos de ser juzgados por este mundo, quiera Dios que no nos vean a nosotros mismos, sino a nuestro Señor Jesucristo en nosotros. Amén y amén.

Epafrodito