Simeón les bendijo y dijo a María su madre:


“Mira, éste está puesto para caída y levantamiento de muchos en Israel, para ser señal de contradicción y a ti misma una espada te atravesará el alma a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones.” Lucas 2:34-35
Cuando Jesús dijo en la cruz, “todo está consumado” o “todo se ha cumplido”, claramente dijo que su muerte no fue sólo el resultado de un error judicial ni de una casualidad, sino que estaba prevista y era el resultado de su testimonio, de su misión.

Él dijo: “he venido a echar fuego sobre la tierra ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido! Con un bautismo tengo que ser bautizado ¡Qué angustiado estoy hasta que se cumpla! ¿Piensan que he venido para dar paz a la tierra? No, sino división, se los aseguro.” (Lucas 12:49-51)

Se refería al bautismo de sangre, al testimonio de su muerte en la cruz. No solamente al bautismo del agua que ya había recibido, junto con el testimonio del Espíritu Santo. Juan nos dice al respecto: “Jesucristo, no solamente en el agua, sino en el agua y en la sangre.” (1 Juan 5:6).

Este testimonio, este martirio, no es un hecho aislado, sino se relaciona con que Jesús no vino a dar paz a este mundo, sino división. Jesús no calló entonces la verdad sobre el mundo y en particular sobre el tiempo en que vivía. Por eso llamaba hipócritas a quienes saben interpretar las señales del clima, pero no las señales de los tiempos y pregunta “¿Cómo no investigan sobre esta época?” (Lucas 19:54).

Jesús habló claro sobre su época y sobre los pecados concretos de su época. Llamó las cosas por su nombre: “¡Ay de ustedes escribas y fariseos hipócritas... cuelan el mosquito y se tragan el camello... por dentro están llenos de rapiña e iniquidad... sepulcros blanqueados... serpientes, raza de víboras... les voy a enviar profetas, sabios y escribas, a unos los matarán y crucificarán, a otros los azotarán en sus comunidades y los perseguirán, de ciudad en ciudad!”. (Mateo 23:3-36.)

Cuando le dicen que huya porque Herodes Antipas quiere matarlo, responde sin vacilar: “Vayan a decirle a ese zorro, expulso demonios y curo hoy y mañana y al tercer día soy consumado.” (Lucas 12:32)

Dijo claramente que no se puede servir a la vez a Dios y al dinero (Mateo 6:24); relacionó el perdón de las deudas con el perdón de los pecados (Mateo 6:12; Lucas 11:4) y explicó que es muy difícil que los ricos entren al reino de Dios (Lucas 18:24). Él mismo, haciendo un látigo con cuerdas echó a todos los comerciantes fuera del Templo “con las ovejas y los bueyes, desparramó el dinero de los cambistas y les volcó las meses y dijo a los que vendían palomas: ¡Quiten esto de aquí! No hagan de la casa de mi Padre una casa de mercado.” (Juan 3:15-16.)

Enseñaba entonces con razón, repetidamente, que “el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser condenado a muerte...” (Marcos 8:31.) ¿Cómo no iba a ser reprobado por los altos dignatarios si les decía la verdad? El testimonio de su muerte iba a ser y fue el resultado del testimonio de su vida. “Hablaba de esto abiertamente”.

Pedro que acababa de reconocer a Jesús como Mesías lo interrumpió con un regaño. “¡Lejos de ti Señor, de ningún modo te sucederá eso! Pero él volviéndose, dijo a Pedro: ¡Quítate de mi vista Satanás, tropiezo eres para mí, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres!” (Mateo 16: 22-23.)

“Entonces Jesús le dijo a sus discípulos: ‘si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá.” (Mateo 16:24.)

Algunos tal vez pensarán ahora, que ¿para qué más cruces? Acaso ¿no basta que Jesús haya dado su vida en la cruz y haya resucitado para que estemos seguros de nuestra salvación? Desde luego que basta. Pero sin embargo Jesús nos llama a seguirlo y a cargar nuestra propia cruz: “Si alguno me sirve, que me siga y donde yo esté, allí estará también mi servidor.” (Juan 12:26).

¿Cómo? Pero luego ¿Dios no podría prescindir de que siguiéramos a Jesús? Podría, porque Dios todo lo puede pero no todo lo quiere. Jesús no siguió lo que el Padre “podía” sino, la voluntad del Padre (Mateo 4:4-6; 26:39).

Jesús nos hizo la promesa de que haremos milagros aun mayores que los que él hizo (Juan 14:12), pero nos anunció claramente que nuestro destino no será mejor que el de él, porque “no está el discípulo por encima del maestro ni el siervo por encima de su amo.” (Mateo 10:24.)

No lo dudemos, si a Jesús lo persiguieron, también nos persiguen a nosotros (Juan 15:20). “Todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús padecerán persecución” (2 Timoteo 3:12). No dice la Escritura que algunos serán perseguidos, sino “todos”.

Pablo, por ejemplo, como corresponde a un cristiano, aceptó alegre este destino, pues entendía el misterio que le revelaba: “cumplo en mi carne lo que falta a las aflicciones de Cristo por su cuerpo que es la Iglesia.” (Colosenses 1:24). Ciertamente Pablo no pretende añadir nada al valor propiamente redentor de la cruz de Jesucristo, al que nada le falta. Pero se asocia, se une a él. La Iglesia es el cuerpo de Cristo, somos el cuerpo de Cristo y en nosotros él vive y muere y resucita (Romanos 6:3-11). Somos el cuerpo de Cristo y participamos de su testimonio, de la cruz.

El llamado de Jesús es a tomar la cruz, a dar nuestra vida por amor como él la dio. “En esto hemos conocido el Amor: en que él dio su vida por nosotros y también nosotros debemos dar nuestras vidas por los hermanos.” (1 Juan 3:16).

Con angustia Jesús nos dice: “¿Por qué me llaman ‘Señor, Señor’ y no hacen lo que digo?” (Lucas 7:46). Porque “Muchos me dirán aquel Día: ‘Señor, Señor ¿No profetizamos en tu nombre y en tu nombre expulsamos demonios y en tu nombre hicimos milagros?’ Y entonces les diré: ‘Jamás los conocí, apártense de mí, agentes de iniquidad.” (Mateo 7:22-23.)

Jesús nos dice que lo sigamos y tomemos la cruz. Esa es la voluntad del Padre. Él hizo la voluntad del Padre y no la de él (Marcos 14:36). No temió a los que matan el cuerpo (Mateo 10:28).

“Entonces los sumos sacerdotes y los fariseos convocaron al consejo y decían: ‘¿Qué hacemos? Porque este hombre realiza muchas señales. Si le dejamos que siga así, todos creerán en él; vendrán los romanos y destruirán nuestro Lugar Santo y nuestra nación... Desde este día decidieron darle muerte.” (Juan 11:47-48, 53). Es la reacción de los poderosos frente al testimonio de la verdad: En la época de Jesús, en la época de los profetas del Antiguo Testamento y también ahora.

El frío cálculo político de los poderosos expresa el temor a ser destruidos y por eso destruyen. Es lo que hizo Herodes I con los bebés, temiendo que uno de ellos fuera el rey que lo sustituyera. Es lo que hicieron los sumos sacerdotes y el consejo de gobierno de los judíos con Jesús. Es lo que hizo el Imperio romano con los cristianos o lo que hicieron los gobernantes europeos con los menonitas y otros anabaptistas en el siglo XVI, uno de los cuales, Dirck Philps, escribió que “donde Cristo nace allí hay un Herodes que busca su vida”.

Menno Simons recordaba entonces que “todos los santos y también el propio Cristo Jesús, han sufrido estas persecuciones y que todos los piadosos deben sufrirlas todavía”. “No esperamos otra cosa que ser apresados por los funcionarios y tratados por el verdugo”. “¡No hay reino ni territorio ni ciudad ni estado que sea suficientemente amplio como para tolerar a un pobre rechazado cristiano!” decía, para referirse a los incontables exilios de los menonitas.

El mismo Menno que calificaba al gobierno del Emperador Carlos V, como “sangriento y cruel mandato”, le escribió a los gobernantes: “Tened la bondad, en piadoso temor, de reflexionar sobre lo que Dios requiere de vuestras altezas. Y esto es que, sin discriminación alguna de personas, juzguéis entre uno y otro hombre, protejáis a los atropellados de quien comente atropello, como el Señor dice ejecutéis juicio y justicia; amparéis del violento a aquel que es despojado; no abuséis del inmigrante ni de la viuda ni del huérfano, no hagáis violencia a hombre alguno y no derraméis sangre inocente”.

Sobre esos mismos gobernantes comentaba: “¿Por qué tan indiscretamente nos acusan de subversión, pese a que ven que somos completamente libres e inocentes de tal subversión ¿Y por qué no advierten en cambio sus propias devoradoras, sangrientas y homicidas sediciones, las cuales ¡ay! No tienen medida ni fin por lo que uno puede ver? ¡Cómo han ellos robado, esquilmado y despojado al pobre campesino...!”

Sobre la cristiandad acomodada a los poderes mundanos, decía: “El fundamento de su religión son los emperadores, príncipes y potentados. Lo que estos ordenen, ellos enseñan; lo que estos prohíben, ellos omiten... porque de palabra y de hecho testificamos - aun a riesgo de muerte - que sus obras son malas, por ello el impulso de sus corazones les impele a un odio y una indignación inhumana y con el corazón y con la boca dicen como todos los impíos lo han hecho desde el principio: ‘Pongamos asechanzas al justo porque él no está a favor nuestro y es claramente contrario a nuestras obras. Él nos ha echado en cara que hemos ofendido la ley e infamado nuestra educación... Él ha revelado nuestros propósitos secretos y nuestras astutas maquinaciones... condenémoslo a una vergonzosa muerte’...”

¡Cuántos han sido asesinados en esta época, aquí en Colombia, por dar testimonio de la verdad! Y no solamente en zonas rurales o apartadas, sino aquí mismo en Bogotá, en el centro de la capital o en Quinta Paredes donde mataron al humorista Jaime Garzón por decir la verdad con humor a los zorros de hoy.

Tal vez algunos piensen que es mejor quedarse callados ante la terrible realidad. Que si decimos la verdad, que si nos ponemos del lado del débil, de las víctimas, de los pobres y no de los vencedores, de los poderosos, de los ricos, de los corrompidos, de los violentos, entonces vendrán y destruirán nuestra Iglesia y nos matarán a todos. Es la forma de pensar de los hombres, pero no la de Dios.

Quienes prefieren estar del lado de los vencedores del mundo, de los conquistadores de pueblos, de los poderosos, los “nicolaítas” del Apocalipsis (2:6, 14-15, 20), los Balaam de hoy que trabajan para el poder económico y político, los que toleran callados a las Jezabel actuales que matan y despojan al campesino, aunque se digan cristianos, no son verdaderos seguidores de Cristo.

Si queremos seguir a Jesucristo no nos podemos acomodar al mundo actual (Romanos 12:2) y en vez de participar de las obras estériles de las tinieblas tenemos que denunciarlas. A pesar de que “lo hecho por ellos en secreto da vergüenza hasta decirlo, todas las cosas denunciadas, por la luz son manifestadas, porque todo lo que es manifestado, luz es”. (Efesios 5:11-14.)

Decir la verdad con amor es seguir a Jesús. No estar en paz con la corrupción, la explotación y la violencia del sistema colombiano e internacional es seguir a Jesús. Cuesta la vida, desde luego, pero si por ello se muere, se da mucho fruto (Juan 12: 24.)

Dar la vida por amor a los demás es seguir a Jesús. Jesucristo nos sigue invitando a seguirlo. Oigámoslo y tomemos la cruz, amemos a todos y demos nuestra vida por amor a los demás.

Así, algún día podremos decir con satisfacción, como en ese himno ejemplar de los cristianos que encontramos en 2 Timoteo 6-8: “Estoy a punto de ser sacrificado y el tiempo de mi partida está cercano. He peleado la batalla, he llegado a la meta de la carrera, he conservado la fe. Desde ahora me aguarda la corona de justicia la cual me dará el Señor, Juez Justo, en aquel Día y no sólo a mí sino también a todos los que hayan esperado con amor su Manifestación”.

Héctor Mondragón
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Mayo 3 de 2000