El relato sobre los Tres Reyes Magos que se hace en Mateo 2:1-12 y que sirve de base para la celebración del Día de Reyes, es muy interesante, especialmente cuando lo vemos desde la perspectiva del Plan de Salvación de Dios para la humanidad.

 
La gran mayoría de las personas, cristianos y no cristianos, ven esta celebración desde el punto de vista de los dones, los regalos que estos tres sabios, que es lo que eran y no magos como los conocemos actualmente, depositaron ante el Niño Jesús.

Después de que Mateo se asegura que conozcamos la genealogía de Jesús y su descendencia davítica (del linaje de David) y que con el nacimiento de Jesús se cumple la profecía contenida en Isaías 7:14, el apóstol nos lleva en un recorrido con aquellos sabios de oriente, que según lo vemos es el recorrido que tenemos que hacer los que aspiramos a un encuentro con Jesús para alcanzar salvación y vida eterna.

“Cuando Jesús nació en Belén de Judea en días del Rey Herodes, vinieron del oriente unos magos, diciendo: “¿Dónde está el rey de los judíos, que ha nacido? Porque su estrella hemos visto en el oriente, y venimos a adorarle” (Mat. 2:1-1).

Aquellos magos no eran agoreros o encantadores, como se aplicó el término después. Estos magos, que sería preferible llamarles sabios, procedían del Oriente y representaban una casta sacerdotal persa o meda (del área de Media), y se les consideraba profetas.

Así que no eran adivinos. No se inventaron lo de la estrella. Posiblemente conocían de la profecía de Isaías El Señor, Jehová, les reveló muchísimo antes del nacimiento de Jesús, la señal que les llevaría al lugar donde encontrarían al Hijo de Dios.

Dios dio a estos sabios, o magos, la oportunidad de conocer y adorar a su Hijo Amado, tal como lo ha hecho conmigo, con usted, y con todos los que ahora reconocemos a Jesucristo como nuestro Señor y Salvador.

Aquellos sabios no eran judíos, no formaban parte de Israel, el entonces Pueblo Escogido de Dios. Pero ellos escucharon la voz de Jehová, vieron su luz y se encaminaron en la búsqueda del Mesías que vendría para salvar al mundo.

La enseñanza es, que una vez el Señor pone su luz delante de nosotros y sentimos ese redargüir en nuestros corazones, es menester que obedezcamos y busquemos el camino que señala la luz de su estrella, que como a aquellos sabios, nos conducirá Jesús.

En su caminar siguiendo la estrella, la luz que les llevaría a Cristo, los sabios o magos se toparon con la maldad y el pecado.

“Entonces Herodes, llamando en secreto a los magos, indagó de ellos diligentemente el tiempo de la aparición de la estrella; y enviándolos a Belén, dijo: Id allá y averiguad con diligencia acerca del niño; y cuando le halléis, hacédmelo saber, para que yo también vaya y le adore” (Mateo 2:7-8).

Cuando los cristianos aceptamos y reconocemos a Jesucristo como nuestro Señor y Salvador, Él no nos saca del mundo donde impera el pecado. Nos deja en medio de la maldad. Nos deja a nuestro libre albedrío de obedecer los sabios y sanos mandatos divinos, hacer el bien y vivir en santidad y amor, o de unirnos a los pecadores, seguir sus malsanos consejos, y vivir haciendo maldad y, por consiguiente, en pecado.

Los sabios de oriente buscaron con insistencia y lograron encontrar a Jesús:

“Y al ver la estrella, se regocijaron con grande gozo”. Y al entrar en la casa, vieron al niño con su madre María y postrándose, lo adoraron; y abriendo sus tesoros, le ofrecieron presentes: oro, incienso y mirra” (Mat. 2:10-11).

El encuentro con Jesús llenó de gozo a aquellos sabios y todavía sigue llenando de gozo a todo el que con Él se encuentra. Solo hay que hacer como ellos, buscarlo con insistencia, “mientras puedas hallarlo”, dice la Palabra.

Los sabios adoraron y se entregaron a Jesús con todo lo que traían. Sus más preciados tesoros: oro, incienso y mirra, eran para el Hijo de Dios que había nacido. Los presentes que trajeron representan lo más valioso de aquella época. El oro, representaba lo más preciado materialmente, el incienso lo más preciado espiritualmente, y la mirra, para el cambio hacia la vida eterna.

Así también, nosotros, cuando tenemos un encuentro con Jesús, debemos entregarnos a Él sin miramientos, “en espíritu y en verdad”, dice la Biblia. Debemos postrarnos y rendirnos a Él con lo que traemos, material y físicamente. El se encargará de limpiar nuestra alma y hacer espacio para la ubicación del Espíritu Santo en nuestros corazones.

Entonces los sabios “Siendo avisados por revelación en sueños que no volviesen a Herodes, regresaron a su tierra por otro camino” (Mat. 2:12).

Una vez que tenemos ese encuentro con Jesús y le adoramos y glorificamos, Él se glorificará también en nosotros y como a aquellos sabios, el Espíritu nos hablará y regresaremos a nuestro origen de santidad, por otro camino, dejando atrás el pecado.

En resumen: los sabios salieron de su tierra, que representa la santidad original, caminaron por el mundo, donde se topan con el pecado, que trata de cambiarles el rumbo trazado por Dios, pero logran volver a encontrar la estrella de Jehová, que les conduciría a su encuentro con Jesús, logran encontrar el camino hacia el salvador del mundo y le reconocen, le aceptan, se postran ante El, le adoran, ponen todo cuanto poseen a sus pies; “ya no vivo yo sino Cristo vive en mí”, diría Pablo”, reciben el gozo y la santidad que da el Señor vuelve a ellos (“regresan a su tierra”), por otro camino, alejados del pecado.

Ese es el encuentro que quiere Dios para nosotros. Si buscamos con insistencia su luz, que es Jesucristo, Él nos conducirá hacia la santidad por un camino alejado de la maldad y el pecado.

Por Cruz Roqué-Vicéns

Iglesia del Nazareno de Levittown

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