Es muy útil meditar con atención aquel pasaje del Apóstol: ¡Oh Timoteo!, custodia el depósito evitando las novedades profanas en las expresiones (1 Tim 6,20). Es el grito de una persona que sabe y que ama. Preveía, en efecto, los errores que surgirían con el paso del tiempo, y se dolía fuertemente de ellos.

 
¿Quién es hoy Timoteo, sino la Iglesia universal y especialmente todo el cuerpo de obispos, cuya misión principal es la de tener un conocimiento puro de la religión divina, para transmitirlo luego a los demás? ¿Y qué quiere decir: custodia el depósito? Mantente vigilante -dice- contra los ladrones y enemigos; no sea que, mientras todos duermen, vengan a hurtadillas para sembrar la cizaña en medio del buen trigo que el Hijo del hombre ha sembrado en su campo.

Pero ¿qué cosa es un depósito? Depósito es aquello que se te ha confiado, que no encontraste por ti mismo; lo has recibido, no lo has alcanzado por tus fuerzas. No es fruto del ingenio personal, sino de enseñanza; no es asunto privado, sino que pertenece a una tradición pública. No procedió de ti, sino que vino a tu encuentro. Frente a él no puedes comportarte como si fueras su autor, sino como un simple guardián. Tú no eres el iniciador sino el discípulo; no te compete manejarlo a tu antojo, sino que tu deber es seguirlo.

Custodia el depósito, dice el Apóstol: conserva inviolado y limpio el talento de la fe católica. Lo que se te ha confiado, eso mismo debes custodiar y transmitir. Oro has recibido, oro devuelve. No puedo permitir que sustituyas una cosa por otra. No, tú no puedes desvergonzadamente cambiar el oro por plomo, ni engañar dando bronce en vez del metal precioso. Quiero oro puro, no lo que sólo tiene apariencia de oro.

Oh Timoteo, oh sacerdote, intérprete de la Escritura, doctor: si la gracia divina te ha dado el talento del ingenio, la experiencia o la doctrina, sé el Beseleel del tabernáculo espiritual. Trabaja las piedras preciosas del dogma divino, engárzalas fielmente, adórnalas con sabiduría, añádeles esplendor, gracia, belleza. Que tus explicaciones lleven a comprender más claramente lo que ya se creía de forma oscura. Las generaciones futuras se alegrarán de haber entendido mejor, gracias a ti, lo que sus padres veneraban sin comprenderlo.

Sin embargo, presta atención a enseñar solamente lo que tú has recibido; no suceda que, tratando de exponer la doctrina de siempre de manera nueva, acabes por añadir cosas nuevas.

Quizás alguno se pregunte: ¿entonces no es posible ningún progreso en la Iglesia de Cristo? ¡Claro que debe haberlo, y grandísimo! ¿Quién hay tan enemigo de los hombres y tan contrario a Dios, que trate de impedirlo? ha de ser, sin embargo, con la condición de que se trate verdaderamente de progreso para la fe, y no de cambio. Es característico del progreso que una cosa crezca, permaneciendo siempre idéntica a sí misma; propio del cambio es, por el contrario, que una cosa se transforme en otra.

Crezca, por tanto, y progrese de todas las maneras posibles, el conocimiento, la inteligencia, la sabiduría tanto de cada uno como de la colectividad, tanto de un solo individuo como de toda la Iglesia, de acuerdo con la edad y con los tiempos; pero de modo que esto ocurra exactamente según su peculiar naturaleza, es decir, en el mismo dogma, en el mismo sentido, según la misma interpretación.

Que la religión imite así en las almas el modo de desarrollarse de los cuerpos. Sus órganos, aunque con el paso de los años se desarrollan y crecen, permanecen siempre los mismos. ¡Qué diferencia tan grande hay entre la flor de la infancia y la madurez de la ancianidad! Y, sin embargo, aquellos que ahora son viejos, son los mismos que antes fueron adolescentes. Cambiará el aspecto y la apariencia de un individuo, pero se tratará siempre de la misma naturaleza y de la misma persona. Pequeños son los miembros del niño, y más grandes los de los jóvenes; y sin embargo, son idénticos. Tantos miembros poseen los adultos cuantos tienen los niños; y si algo nuevo aparece en la edad más madura, es porque ya preexistía en embrión, de manera que nada nuevo se manifiesta en la persona adulta si no se encontraba al menos latente en el muchacho.

Éste es, sin lugar a dudas, el proceso regular y normal de todo desarrollo, según las leyes precisas y armoniosas del crecimiento. Y así, el aumento de la edad revela en los mayores las mismas partes y proporciones que la sabiduría del Creador había delineado en los pequeños. Si la figura humana adquiriese más tarde un aspecto extraño a su especie, si se le añadiese o quitase algún miembro, todo el cuerpo perecería, o se haría monstruoso, o al menos se debilitaría.

Las mismas leyes del crecimiento ha de seguir el dogma cristiano, de manera que se consolide en el curso de los años, se desarrolle en el tiempo, se haga más majestuoso con la edad; de modo tal, sin embargo, que permanezca incorrupto e incontaminado, íntegro y perfecto en todas sus partes y, por decirlo de alguna manera, en todos sus miembros y sentidos, sin admitir ninguna alteración, ninguna pérdida de sus propiedades, ninguna variación de lo que ha sido definido.

Pongamos un ejemplo. En épocas pasadas, nuestros padres han sembrado el buen trigo de la fe en el campo de la Iglesia; sería absurdo y triste que nosotros, descendientes suyos, en lugar del trigo de la auténtica verdad recogiésemos la cizaña fraudulenta del error (cfr. Mt 13,24-30). Por el contrario, es justo y lógico que la siega esté de acuerdo con la siembra, y que nosotros recojamos -cuando el grano de la doctrina llega a madurar- el buen trigo del dogma. Si, con el paso del tiempo, algún elemento de las semillas originarias se ha desarrollado y ha llegado felizmente a plena maduración, no se puede decir que el carácter específico de la semilla haya cambiado; quizá habrá una mutación en el aspecto, en la forma externa, una diferenciación más precisa, pero la naturaleza propia de cada especie del dogma permanece intacta.

No ocurra nunca, por tanto, que los rosales de la doctrina católica se transformen en cardos espinosos. No suceda nunca, repito, que en este paraíso espiritual donde germina el cinamono y el bálsamo, despunten de repente la cizaña y las malas hierbas. Todo lo que la fe de nuestros padres ha sembrado en el campo de Dios, que es la Iglesia (cfr. 1 Cor 3,9), todo eso deben los hijos cultivar y defender llenos de celo. Sólo esto, y no otras cosas debe florecer y madurar, crecer y llegar a la perfección.

San Vicente de Lerins s. V
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