“Por causa de ti somos muertos todo el tiempo; somos contados como ovejas de matadero.” (Romanos 8:36)

“Porque ninguno de nosotros vive para sí, y ninguno muere para sí.”

(Romanos 14:7)

“Os aseguro, hermanos, ... que cada día muero.”

(1ª Corintios 15:31)

“Lo que tú siembras no se vivifica si no muere antes.”

(1ª Corintios 15:36)

“Llevando en el cuerpo siempre por todas partes la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestros cuerpos. Porque nosotros que vivimos, siempre estamos entregados a muerte por causa de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal. De manera que la muerte actúa en nosotros, y en vosotros la vida.” (2ª Corintios 4:10- 12)

“Porque el amor de Cristo nos constriñe, pensando esto: que si uno murió por todos, luego todos murieron; y por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos.” (2ª Corintios 5:14-15)

“Porque habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios.” (Colosenses 3:3)

AGRADECIMIENTOS

Al igual que nuestros libros anteriores, el que usted tiene en sus manos ahora

lleva el nombre del autor sólo por accidente.

A la hora de la verdad, su inspiración, contenido y aun su forma son fruto de muchos siervos de Dios que han dejado en él su valioso aporte.

Los mensajes que aquí se transcriben fueron compartidos oralmente

en el seno y la intimidad de la iglesia,

a quien Dios en estos días está hablando con especial ternura y fuerza.

La voz de Dios no viene por o para un hombre, sino por y para la iglesia.

Así que, debo, en primero lugar, agradecer al cuerpo de Cristo en el que estoy inmerso (y defendido).

Luego, a mis consiervos Gonzalo, Roberto, César y Claudio;

a los pastores de la iglesia en Temuco: José, Rolando, Samuel, y Atelio.

También a Rubén, por su hermoso gesto, a Rodrigo, por sus atinadas sugerencias.

Agradezco también a Mario por la delicadeza de la diagramación.

Agradezco a todo el equipo de “Aguas Vivas”,

que en forma casi anónima hacen posible que estemos publicando este libro:

a Alicia, a Virginia, a Esmérita, a Rocío, a Silvia, a Jorge, al pequeño Diego.

Y también al hermano Manuel, de San Bernardo.

Pero no sólo a ellos soy deudor.

Agradezco también a mi esposa Alicia

y a mis hijos Mical (Alexis y Joaquín), Dámaris y Gerson, por permitirme robarles parte del tiempo que a ellos pertenece.

Y agradezco, sobre todo y sobre todos, a mi Padre que está en el cielo (que me amó sin merecerlo),

a su Amado Hijo que está a su diestra (que se entregó por mí sin yo saberlo),

y al Espíritu Santo que ha venido para mostrarnos

la belleza de Aquel que hace las delicias del Padre eternamente.

El autor

PRÓLOGO

Hace muy pocos días tuve, por primera vez, la bendición de escuchar y ser testigo de una predicación realizada por el hermano Eliseo. Sus palabras estuvieron basadas en el registro bíblico sobre la muerte de Lázaro. La síntesis perfecta de lo recibido allí se encuentra en la expresión: “Los amigos (de Jesús) también tienen que morir”. Expresión idéntica al título de esta obra.

Mientras escuchaba al hermano Eliseo, me fui dando cuenta de que el mensaje compartido no era una simple predicación, sino un llamado de Dios a sus hijos en esta generación. Dos días después, le pedí al hermano que volviera a compartir esta palabra con alrededor de veinte pastores que sirven en la ciudad de Santiago. El testimonio de los pastores, que oyeron allí dicha palabra por primera vez, fue una confirmación de que es la llamada urgente de Dios para aquellos que se consideran sus amigos.

“Los amigos también tienen que morir” es el llamado que Dios hace hoy a todos aquellos que, como Lázaro, son considerados por Jesús sus amigos. Los amigos componen el círculo más íntimo de Jesús. Dicha cercanía les faculta para que no sólo crean en él, sino que también padezcan (y mueran) con él.

“Los amigos también tienen que morir” es el llamado de Dios a participar de la muerte de Cristo. Él murió para congregar en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos. Ahora, es necesario que también sus amigos mueran. Pero, la muerte de los amigos de Jesús solo puede ser posible por medio de la misma muerte de él y por obra de él.

“Los amigos también tienen que morir” para ver hoy concretado, finalmente, el propósito de Dios por el cual Cristo murió: congregar en uno a los hijos de Dios que están dispersos. Lo que hasta el día de hoy sigue impidiendo que esto sea una realidad visible y concreta, es la resistencia que aún mantienen los amigos de Jesús a olvidarse de sí mismos, a renunciar a sus propios intereses y a “sufrir” la diversidad del cuerpo de Cristo. En otras palabras, a morir.

Por esta razón, es un gozo grande saber que esta palabra podrá llegar ahora a muchos más, para que, al ser obedecida, Dios pueda procurarse una generación de vencedores, que vengan a ser, también, la última generación.

Hno. Rubén Chacón V. Julio, 2001, Santiago, Chile.

PRESENTACIÓN

¿Cuál es el querer de Dios para este tiempo? ¿Cuánto espera Dios de la presente generación de creyentes (que puede ser la última)?

¿Cómo consumará él su propósito eterno? ¿Con qué hombres? Más bien, ¿con qué clase de hombres?

Esta serie de mensajes basados en el evangelio de Juan, nos permite reseñar algunas etapas por las que pasa un cristiano que es atraído para seguir a Cristo.

Desde aquel primer encuentro cuando el creyente le pregunta al Señor: “¿Dónde moras?” (cap.1), hasta el debilitamiento definitivo de su ego (cap. 21), el Señor va aplicando golpes sucesivos (y

maestros) a las fortalezas de su alma, a fin de producir en él -y a través de él- una obra verdaderamente espiritual.

Es el itinerario de la vida hacia la muerte; pero es también el paso de la muerte hacia una vida superior. Es la comprobación de que más allá de la cruz, hay una mañana gloriosa de resurrección. Más allá del grano de trigo que cae en tierra para morir, hay muchas espigas repletas de granos nuevos, plenos de la vida de Dios.

El evangelio de Juan no sólo se escribió para que creyésemos que Jesús es el Cristo, el Hijo del Dios viviente (20:31). Siendo ese el principal testimonio dado por Juan, las hermosas y profundas páginas de este evangelio admiten además otras lecturas. Cada uno de sus episodios, cada uno de los dichos del Señor, cada uno de los encuentros y desencuentros de los personajes que palpitan en ellas, están perfectamente ordenados por la sabia mano que las inspiró, para mostrarnos la gloriosa senda hacia la muerte y la fructificación.

¿Quién de los hijos de Dios, que ha visto su amor y ha sido atraído por su bendito Hijo no desea servirle y llevar mucho fruto? Todos desean hacerlo, sin duda; pero no todos saben que ese buen propósito pasa por una dolorosa experiencia: la muerte. En efecto, tal como Cristo murió, los que le aman -sus amigos- también tienen que morir.

Este no es un libro para creyentes nuevos -no, al menos, para la generalidad-. Es más bien un libro que pretende alcanzar a aquellos que no se conforman con una fe cristiana acomodaticia y ritualista; y ojalá -mejor aun- a aquellos que han procurado caminar cerca del Señor y servirle con diligencia, pero que han fracasado en sus intentos. Aquellos que, aun habiendo hecho lo mejor que han podido, saben en su fuero íntimo que no han llenado la medida.

Tal vez sean esos creyentes los que encuentren más respuestas aquí. Tal vez sean esos creyentes los que Dios está buscando hoy para encomendarles la tarea -y la honra- de colaborar con su propósito eterno en lo que respecta a esta generación.

¡Que el Señor nos abra los ojos y nos permita ver! ¡Que despierte nuestro corazón para seguirle por donde él quiera! Amén.

1

¿Dónde moras?

(Entrando en la intimidad con Cristo) Juan 1:29-42

Juan el Bautista ve a Jesús y comienza a dar testimonio de él, diciendo:

  • He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Sin embargo, nada especial parece ocurrir.

    Al día siguiente, Juan ve otra vez a Jesús, y vuelve a decir:

  • He aquí el Cordero de Dios.

     

    Esta vez, le oyen dos de sus propios discípulos, los cuales siguen a Jesús.

    Juan se los queda mirando, sin hacer nada por retenerles. Juan sabe que tiene que perder para que Jesús gane. O, como dice el evangelio, tiene que menguar, para que Cristo crezca (Juan 3:30). Su misión como precursor es predicar a Cristo, procurar que todos le vean y le sigan.

    Entretanto, Jesús se da cuenta de que le vienen siguiendo. Entonces se vuelve, y les pregunta:

  • ¿Qué buscáis?

    Esta es una pregunta muy interesante. Y directa. Sí, ¿por qué le seguían?

    ¿Qué buscáis?

    Al menos en dos ocasiones, Jesús confrontó a las gentes con las verdaderas motivaciones que tenían al seguirle. En ambas, él fue directo y hasta severo. Como si no le interesara que le siguieran.

    En la primera, el Señor les plantea las altas demandas para el discípulo:

  • Si alguno viene a mí, y no aborrece a su padre, y madre, y mujer, e hijos, y hermanos, y hermanas, y aun también su propia vida, no puede ser mi discípulo ... Cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo. (Lucas 14:25-26,33).

     

    Esto significa, nada menos, que aborrecer a todos, y renunciar a todo. No era ésta una palabra popular, ni pretendía granjearse el favor de la gente.

    En la segunda ocasión, el Señor les representa la mezquindad de corazón con que le seguían. Luego de multiplicar el Señor los panes y los peces, ellos desean hacerle rey; pero como se les escabulle, le buscan y le siguen, incluso hasta más allá del mar.

    Al encontrarle, le preguntan:

  • Rabí, ¿cuándo llegaste acá?

    El Señor, que conocía perfectamente lo que buscaban, les dice:

     

  • De cierto, de cierto os digo que me buscáis, no porque habéis visto las señales, sino porque comisteis el pan y os saciasteis. (Juan 6:25-26).

     

    Estas motivaciones, así como las preguntas de la gente, y las respuestas del Señor, son muy recurrentes, y se siguen dando hasta el día de hoy.

    Muchos se acercan al Señor sólo para ser saciados, o sanados, o defendidos (como si él fuera un talismán). Sólo para eso. Pero el

    Señor, que no puede ser engañado, que sabe lo que hay en el hombre (Juan 2:25), nos confronta con este asunto, directamente.

     

    ¿Dónde moras?

    Los discípulos de Juan tuvieron, sin embargo, una motivación muy distinta.

    Ellos le dijeron:

     

  • Rabí, ¿dónde moras? El Señor les dijo:

  • Venid y ved ...

    El Señor no rechaza a los “intrusos” (porque la pregunta de ellos era indiscreta), sino que les invita a la casa donde alojaba. Él no los había llamado, pero tampoco les rechaza. Él solía decir:

  • Al que a mí viene, no le echo fuera (Juan 6:37).

    Sin embargo, en uno de sus discursos, el Señor también les diría:

  • Vosotros no me elegisteis a mí, sino que yo os elegí a vosotros. (Juan 15:16).

    ¿Cómo se cumplió esto con esos dos discípulos? ¿Los escogió él, o ellos se ofrecieron?

    No es que se hayan ofrecido. A ellos también los llamó el Señor, lo que sucede es que la forma del llamamiento fue distinta. Él inquietó sus corazones y los atrajo hacia sí, de modo que le siguieron.

    ¿Quién podría seguirle si él no llama?

    Ellos fueron, y vieron donde moraba, y se quedaron con él aquel día. En el acto de seguirle, ellos manifestaron interés por su

    persona. A diferencia de las multitudes, ellos no querían obtener algo de Jesús, sino que querían conocerle. Les atraía Jesús mismo.

    ¿Qué vieron estos hombres en él? Seguramente en esa casa no había nada que les pudiera llamar especialmente la atención. Al menos, nada de lo que a los hombres les llama la atención. Sin embargo, ellos debieron de haber visto algo en Jesús, porque a la mañana siguiente, uno de ellos, Andrés, encontró a Simón, su hermano, y le dijo:

     

  • Hemos hallado al Mesías.

    Pedro debió de sorprenderse muchísimo al oír esta frase. Porque decirle eso a un judío, por ignorante que fuera, era darle la noticia más espectacular jamás oída. Para escándalo o para gozo, era espectacular. Era una noticia esperada por siglos.

    Fue todo un hallazgo el de Andrés. ¿Qué había visto él esa noche, qué cosas oyó de labios de Jesús, qué extraño fulgor vio en su mirada, qué acento percibió en sus palabras? ¿Qué le quemó allá en lo profundo de su alma? ¿Qué cosa tan grande fue lo que él vio y oyó -podemos sospecharlo- para que saliera hablando así?

    Andrés no esperó a que su hermano se repusiera de su sorpresa, sino que en seguida le trajo a Jesús.

    Seguramente Pedro le miró y remiró. Le escuchó atentamente, colando cada palabra, con esa actitud cazurra de la gente de pueblo, que desconfía de todos y de todo.

    Pero Pedro también se quedó con él. Para siempre.

    Es un honor ser invitado

    El Señor Jesús vino a salvar a todos los hombres, pero también vino a hacer discípulos. Él no se complace tanto en los que le buscan para ser sanados (aunque igualmente los atiende, porque es misericordioso y compasivo), sino en los que vienen preguntándole dónde mora.

    Eso deseaba en aquel tiempo, y eso mismo desea hoy. Él quiere que nosotros vengamos a ver dónde él mora, y que nos quedemos con él para siempre. Luego, él también desea que cuando hagamos

    discípulos los confrontemos con la misma pregunta que él le hizo a aquellos discípulos de Juan.

    Las multitudes de hoy siguen a Jesús por las mismas motivaciones que las de antaño. Tal vez cambien los matices y el ropaje de ellas, pero en el fondo sus motivaciones siguen siendo las mismas. También los discípulos de Jesús le siguen por la misma motivación de aquellos dos discípulos, al margen de las multitudes. Ellos conforman un grupo íntimo que se interesa en conocerle a él, en contemplarle, y seguirle de cerca.

    No podemos contentarnos meramente con formar parte de la ‘cristiandad’, tan interesada y veleidosa. Ella lo nombra porque él forma parte del ‘totum’ social, como un ente aglutinador y como mero sustrato de sus tradiciones. Ella le celebra, es cierto, pero también celebraría a cualquiera otro que le reemplazase, así como los hindúes celebran a Buda y los musulmanes a Mahoma.

     

    Por eso, hemos de apartarnos de esa marea, para venir donde él mora, y quedarnos con él.

    Algunos hemos venido como estos dos discípulos, no sabiendo todavía quién era de verdad; le hemos hablado (a veces con impertinencia, otras con temor), y él no nos ha rechazado. Antes bien, nos ha atraído, descubriéndonos su corazón, de modo que ha sido imposible no amarle.

    Tal vez él te conceda a ti también el privilegio de seguirle. Es posible que él te esté haciendo oír su voz. Si es así, considérate un bienaventurado, y síguele sin pensarlo más. No sea que su voz pase de ti, y dejes de oírla.

     

    Seguirle no depende de que uno se ofrezca, sino de que él llame. Y su llamado es inconfundible. Puede ser una voz casi audible, o puede ser una voz sin palabras, una inquietud, un deseo. Sea como fuere, si lo sientes, sabrás que es él. Entonces, tienes que seguirle hasta la casa donde mora, porque es un honor que él te concede.

     

    Jesús es el Señor, y nosotros no le escogemos a él, sino que él escoge a quienes van a su morada.

     

    Discípulos, no meros seguidores

    Ser “discípulo” es más que ser “uno que le sigue”. En cierta oportunidad, Pedro le dijo al Señor:

  • Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido. El Señor respondió:

  • De cierto os digo que no hay nadie que haya dejado casa, o padres, o hermanos, o mujer, o hijos, por el reino de Dios, que no haya de recibir mucho más en este tiempo, y en el siglo venidero la vida eterna. (Lucas 18:29-30).

    Pedro era inconstante, arrogante y ambicioso (además, negó al Señor), pero lo dejó todo por Jesús. Sí, eso hizo Pedro. Así que, antes de juzgarlo por todo lo reprobable que hizo, preguntémonos cuánto hemos dejado nosotros por el Señor.

    En una ocasión, en que todos se volvían atrás, el Señor dijo a sus íntimos:

  • ¿Queréis acaso iros también vosotros? Entonces Pedro le respondió:

  • Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. Y nosotros hemos creído y conocemos que tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente. (Juan 6:68-69).

    Pon tu nombre

    De los dos discípulos de Juan que aquel día siguieron a Jesús, conocemos el nombre de sólo uno de ellos: Andrés. ¿Quién era el otro? No lo sabemos. Hay allí un discípulo innominado; hay allí un vacío que tal vez esté esperando por ti. Tal vez haya quedado así para que pongas allí tu nombre.

    2

    ¿Qué tienes conmigo, mujer? (La tentación de la popularidad) Juan 2:1-4

    Esta escena ocurre en el comienzo del ministerio de Jesús, en Caná. Son las bodas de Caná.

    María, su madre, se acerca a Jesús, y le dice:

  • No tienen vino.

    Esta es una simple frase, pero dice mucho más de lo que las palabras dicen.

    Sabiendo Jesús de qué se trataba, le responde, tajante:

    -¿Qué tienes conmigo, mujer? Aún no ha venido mi hora.

    María sabe quién es su hijo, y qué cosas puede hacer su hijo. Es más, ella sabe qué cosas está destinado a hacer su hijo.

     

    Por eso le expone esa necesidad. Ella piensa que si Jesús está allí no tiene por qué haber necesidad de nada. No tiene por qué haber un novio sufriendo la falta de vino en su boda.

     

    Pero el Señor le dice a María, su propia madre:

  • ¿Qué tienes conmigo, mujer?

    Mucho se ha dicho acerca de estas palabras, muchos por qué y para qué. Pero ¿qué significan en realidad? No pretendemos pontificar, pero hay aquí, en estas palabras, algo muy simple. Si el Señor hace allí un milagro, causará un tremendo impacto, correrá la voz, y la gente vendrá. Bueno, él sabe qué clase de revolución van a causar sus palabras y sus milagros más adelante.

    Sabe de qué modo los sacerdotes, por envidia, se le van a oponer. Y sabe cómo, por esa envidia, le van a llevar a la muerte. Pero ¡ay!, ella no sabe.

    Todavía no es el tiempo. Sin embargo, María quiere empujarle hacia la popularidad, hacia el embelesamiento de las gentes. Hacia la muerte.

    Pero aún no es el tiempo.

    Escapando de las turbas

    No sólo en esta ocasión Jesús intenta evitar el reconocimiento de la gente. Recordemos otros casos.

    Después de sanar al leproso, le dice:

     

  • Mira, no lo digas a nadie; sino, ve, muéstrate al sacerdote. (Mateo 8:4).

    Después de sanar a los dos ciegos, el Señor les encarga rigurosamente:

  • Que nadie lo sepa (Mateo 9:30).

    Cuando Pedro confiesa a Jesús como el Cristo, el Señor le prohíbe divulgarlo (Mateo 16:20); lo mismo ocurrió luego de hacer algunos milagros (Marcos 5:43; 7:36). Incluso a los demonios les prohíbe que lo identifiquen (Marcos 3:11-12).

    Jesús rehuía el reconocimiento, porque eso le acarrearía la muerte. “Después de estas cosas -dice Juan 7:1- Jesús no quería andar en Judea, porque los judíos procuraban matarle.” Si las gentes le ensalzaban, y le reconocían como el Cristo, los sacerdotes se espantarían (como se espantaron) y le crucificarían. (Ver, además, Marcos 9:30-31).

    Por supuesto, no siempre él podía esconderse, ni rehuir a la gente. Sus milagros eran demasiado grandes como para pasar inadvertidos. Además, su meta era salvar, sanar y libertar, no esconderse; ni menos escapar de la muerte. Si podía hacer todo aquello en secreto -si de él dependía- lo hacía en secreto. Pero no siempre se podía. Normalmente, la gente salía dando voces y proclamando a todos lo que Jesús les había hecho.

    Jesús era popular a pesar suyo.

    Nosotros, en cambio, buscamos serlo, a costa de todo, no importa cómo.

    A nosotros, la popularidad seguramente no nos acarreará la muerte. No, al menos, en el sentido que le significó a Jesús; aunque sí puede traerla en otro sentido.

    Es posible que la popularidad no nos encuentre bien preparados. (En verdad, es difícil que nos encuentre bien preparados). Si ella crece rápidamente, y nuestra base de sustentación es demasiado débil, nos vendremos al suelo. La popularidad segura (y merecida) requiere de un respaldo de vida, de poseer un carácter más que de poseer ciertas habilidades o dones. Para ser popular y no caer estrepitosamente después, se requiere más de sabiduría que de inteligencia. Para ser popular y no venirse abajo se requiere tener mucho de Cristo.

    Si nos afanamos por alcanzarla, tal vez cedamos en lo que no debemos, y nos afirmemos en aquello que desagrada a Dios.

    Entonces, lo habremos perdido todo.

    Así que, cada vez que la popularidad venga a tentarnos, digámosle con desenfado:

  • ¿Qué tienes conmigo, mujer? Y añadámosle:

  • Aun no ha venido mi hora.

    No es hora de ser conocidos, sino de morir

    Este episodio con María sucedió en el comienzo del ministerio de Jesús, en Caná de Galilea. Pero hay otro hecho de similar significado que ocurrió bastante después, casi al final de su carrera.

    En efecto, poco antes de ir a la cruz, vinieron unos griegos buscándole. Estos hallaron a Felipe, y le dijeron:

  • Señor, quisiéramos ver a Jesús.

    Felipe se lo dijo a Andrés, y ambos fueron a decirle al Señor que unos griegos querían conocerle. Entonces él les dio la respuesta más sorprendente que pudieran haberse imaginado:

    -Ha llegado la hora para que el Hijo del Hombre sea glorificado. De cierto, de cierto os digo, que si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto. (Juan 12:23- 24).

     

    En otras palabras, les dijo:

  • No es hora de ser conocido, sino de morir.

    ¿Qué importancia tiene el ser conocido para uno que tiene la cruz encima? ¿Qué importa el halago de vivir para uno que está a las puertas de la muerte? Lo único que importaba en ese momento era que tenía que morir, y morir bien.

    Luego agrega, para que no quede ninguna duda:

  • El que ama su vida, la perderá; y el que aborrece su vida en este mundo, para vida eterna la guardará.

    Así que, tanto en el comienzo de su ministerio, como al final de él, su actitud no varió. Él vivió siempre a espaldas de la opinión de la gente, como huyendo de su aplauso.

    Jesús vivió para morir

    Después de la transfiguración en el monte, el Señor Jesús dijo a los discípulos:

    -No digáis a nadie la visión, hasta que el Hijo del Hombre resucite de los muertos. (Mateo 17:9).

    Antes de la cruz, no había lugar para el reconocimiento, sino para hacer la obra que el Padre le había dado. Antes de la cruz, él miraba hacia la cruz, y vivía en el principio de la cruz. Después de la resurrección habría lugar para lo demás.

    Antes de la cruz, hacía callar a quienes decían que él era el Cristo; después de la resurrección, en cambio, él mismo les habría de demostrar a sus discípulos que lo era. (Lucas 24:26-27).

    La popularidad, hoy

    Hoy la popularidad se busca con afán y hasta con cinismo. Esto ocurre en el mundo -lo cual no debe extrañarnos- y también ocurre en los ambientes cristianos - lo cual sí debiera extrañarnos.

    Muchos cristianos buscan, al igual que el mundo, promocionarse, darse a conocer, y para ello crean --igual que el mundo- organismos y estrategias de ‘marketing’ - igual que el mundo.

    Muchos cristianos hoy son como esas estatuas pequeñas levantadas sobre pedestales altos. Cuanto más alto el pedestal,

    más esmirriada es su figura. O como esas pinturas que de lejos lucen bien, pero de cerca no lucen tanto.

    De lejos, ellos se ven rodeados de aureolas, por el efecto de las luces y de toda la parafernalia circense. De cerca, se ven sólo como hombres; demasiado humanos. Y entonces, decepcionan, y causan tropiezos.

    Hay cristianos que usan sus dones para alcanzar la fama, no para edificar a la iglesia. Hay cristianos que utilizan a otros para alcanzar la cima, no para bendecir a la iglesia. Hay cristianos que cantan para hacerse un nombre, no para compartir a Cristo. Hay cristianos que escriben libros sólo para satisfacer demandas editoriales, no para hacer la obra de Dios.

    Ser conocido hoy, en esta era de las comunicaciones, es relativamente fácil. Ser conocido para el éxito y ser conocido para el fracaso. Ser conocido en lo que es bueno y ser conocido en lo que es malo. Pero ser uno que muere cuando quieren conocerle, es bastante más difícil.

    Así que, seamos resueltos para decir, sin ambages, sea a la señora popularidad, a la señora vanidad, o a nuestra propia madre:

    -¿Qué tienes conmigo, mujer? Aún no ha venido mi hora. Y bien podemos agregar:

    Sólo seré conocido después de mi muerte, y a causa de ella.

     

    3

    Limpiando el templo

    (La santificación del cuerpo) Juan 2:13-22

    La escena de la purificación del templo es muy conocida. Estaba cerca la fiesta de la pascua -la principal entre los judíos-, y Jesús subió a Jerusalén.

    En el templo halló a los mercaderes vendiendo, a los cambistas transando, y entonces Jesús, tomando un azote de cuerdas, los echó a todos con vehemencia.

    El templo santo había sido convertido en casa de mercado, y Jesús

    -el Señor de la Casa- no lo pudo soportar.

    La alegoría del templo

    El templo santo tenía tres partes: el atrio, el lugar Santo y el lugar Santísimo. El atrio era el patio exterior que todos podían ver y visitar. Allí se ofrecía una adoración externa consistente en

    animales que se traían al altar. Luego estaba el lugar santo, donde sólo los sacerdotes podían entrar. Ellos estaban cerca de Dios, pero por estar afuera del velo, todavía no estaban en la presencia misma de Dios. La parte de más adentro era el lugar Santísimo, donde nadie podía entrar excepto el sumo sacerdote, una vez al año. Allí la única luz que se permitía era la de Dios mismo.

    Las Escrituras dicen que nosotros somos seres tripartitos, es decir, que tenemos cuerpo, alma y espíritu. (1ª Tes.5:16). Esta triple conformación nos permite asociar nuestro ser con la estructura del templo santo. Nuestro cuerpo con el atrio; el alma con el lugar Santo, y el espíritu con el lugar Santísimo.

    Al purificar el templo, el Señor Jesús se ocupó específicamente del atrio exterior, porque allí, en la entrada de él, se habían instalado los mercaderes y cambistas.

    En efecto, el problema no estaba en el lugar Santo ni en el lugar Santísimo, sino en el atrio exterior, porque allí se ofrecían los animales que los mercaderes vendían. De las tres partes que tenía el templo, el atrio exterior era la más expuesta.

     

    Así que, el templo en este pasaje nos habla del cuerpo. El Señor mismo hizo la analogía del templo con su cuerpo (Juan 2:21). De manera que la purificación del templo por el Señor Jesús nos habla de la santificación del cuerpo.

    La santificación del cuerpo es el primer paso en la santificación del creyente. Por eso Pablo habría de decir después a los hermanos de Roma:

  • Os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional. (Romanos 12:1).

    En esa epístola Pablo diserta extensamente sobre los principios básicos de la vida cristiana (caps. 3 al 8); después de lo cual concluye en un llamado a la consagración, que comienza con el cuerpo.

    El templo del cuerpo

    Así como el atrio exterior era la parte más expuesta, porque por allí trajinaban centenares de personas diariamente, así también ocurre

    con el cuerpo, porque es la parte que nos comunica con el mundo exterior. Los diversos estímulos que el mundo envía sobre nosotros entran a nuestra alma a través del cuerpo.

     

    El cuerpo es un ente físico, provisto de sensaciones, apetitos y deseos. Los terminales nerviosos que están diseminados a través de toda su extensión son verdaderos radares que captan todo lo que nos circunda. Los sentidos físicos (vista, oído, tacto, sabor, olfato) son verdaderas ‘parabólicas’ que lo captan todo. Son como tentáculos que siempre andan en busca de sensaciones gratificantes. Estos sentidos nos inducen siempre a buscar el placer y a evitar el dolor.

    La actitud del Señor con los mercaderes y cambistas nos habla claramente de cuál debe ser nuestra actitud para con los apetitos del cuerpo. Pocas veces el Señor fue tan severo como esta vez. Él mismo hizo un azote de cuerdas, y con él echó a los que vendían y cambiaban. Este es también el camino que hemos de tomar con nuestro atrio exterior, para que no contamine ni entorpezca el funcionamiento de las partes más íntimas de nuestro ser.

    Amo, mayordomo y criado

    Un hermano ha propuesto una alegoría muy útil con el espíritu, el alma y el cuerpo, que nos ayuda a visualizar la función que debe desempeñar cada uno de ellos en la vida del cristiano.

    Él ha dicho que nuestro espíritu ha de ser como un amo, nuestra alma como un mayordomo y nuestro cuerpo como un criado. El amo encarga asuntos al mayordomo, quien a su vez ordena al criado para que los lleve a cabo. El amo da órdenes al mayordomo en privado, y éste las imparte después al criado. Aunque el mayordomo parece ser el dueño de todo, el dueño de todo es, en realidad, el amo.

    Ahora bien, si este amo es de verdad quien gobierna en nosotros, seremos espirituales. Si el mayordomo es quien manda, seremos cristianos carnales; si el criado es quien hace su voluntad, entonces somos como un incrédulo que vive por los apetitos del cuerpo.

     

    Debido a que el cuerpo y el alma están estrechamente ligados (así lo confirma la existencia de muchas enfermedades psicosomáticas), el cuerpo puede ser un escollo para que el alma llegue a ser un dócil mayordomo. Un cuerpo consentido inevitablemente pretenderá

    ejercer dominio sobre el alma del creyente. Siendo el cuerpo la parte más expuesta de nuestro ser, sus requerimientos suelen ser totalmente opuestos al espíritu; por tanto, debemos ejercer sobre él el debido gobierno.

    Nos conviene ser amos de nuestro cuerpo y no esclavos de él.

     

    Golpeando el cuerpo

    Con todo, el cuerpo no es -como dicen los ascetas- un estorbo del que debemos deshacernos, ni tampoco es la fuente de todo mal.

    Al contrario, hay dignidad en el cuerpo de un creyente. Esa dignidad queda demostrada por el hecho de que el Hijo de Dios tomó forma de hombre, y habitó en un cuerpo como el nuestro.

    No obstante, la Escritura nos enseña que debemos refrenar los apetitos del cuerpo (Santiago 3:2), y que debemos golpearlo reduciéndolo a esclavitud (1ª Corintios 9:27), para que así llegue a ser un siervo obediente y no un amo rebelde. Esto no es ascetismo, como pudiera pensarse: es la autodisciplina necesaria para hacer de nuestro cuerpo un consiervo en nuestro servicio al Señor.

    El término “golpear” usado por Pablo no es suave. Como tampoco lo fue la actitud del Señor con los mercaderes y cambistas. Esto nos sugiere que hay que tomar algunas medidas para el tratamiento del cuerpo.

  • ¿No sabéis que los que corren en el estadio, todos a la verdad corren, pero uno solo se lleva el premio? Corred de tal manera que lo obtengáis. Todo aquel que lucha, de todo se abstiene; ellos, a la verdad, para recibir una corona corruptible, pero nosotros, una incorruptible. Así que, yo de esta manera corro, no como a la ventura; de esta manera peleo, no como quien golpea el aire, sino que golpeo mi cuerpo, y lo pongo en servidumbre, no sea que habiendo sido heraldo para otros, yo mismo venga a ser eliminado. (1ª Corintios 9:24-27).

    La enseñanza de Pablo está dada en el contexto de un atleta que participa en las carreras olímpicas. Muchos son los que corren, pero uno solo se lleva el premio, por tanto, hay que correr de tal manera que lo alcancemos.

    Nosotros sabemos lo que significa participar en una competencia atlética. Previo a la carrera debe alcanzarse un riguroso control sobre el cuerpo. La expresión “de todo se abstiene” sugiere que no se debe permitir que el cuerpo haga exigencias excesivas: su libertad debe ser restringida.

    Siendo legítimas las exigencias del cuerpo -como la comida, la vestimenta, el descanso, la recreación- el servicio al Señor es una exigencia mayor. Cuando el Señor requiere ser servido, debemos estar en condiciones de responder. Y nuestro cuerpo no podrá hacerlo a menos que esté ejercitado. Este ejercicio debe comenzar en los períodos de vida normal, para que así el cuerpo se encuentre preparado para cuando haya que servir.

    ¿Aliado o enemigo?

    Esta es una pregunta que hemos de hacernos honestamente todos los que queremos servir al Señor. Si nuestro cuerpo no es un esclavo sino un amo, jamás podremos prestar un servicio útil y fructífero, ni podremos alcanzar tampoco la plenitud de vida en Cristo.

    Los discípulos en Getsemaní no pudieron vencer el sueño (Marcos 14:37), porque no estaban ejercitados en tener control sobre su cuerpo (Marcos 14:38). El Señor, en cambio, pudo conversar con Nicodemo, aunque era tarde en la noche, y pudo atender la necesidad espiritual de la mujer samaritana pese a su propia necesidad de comida.

     

    Cuando los discípulos le rogaban que comiese él les dijo:

  • Yo tengo una comida que comer, que vosotros no sabéis. Y:

  • Mi comida es que haga la voluntad del que me envió, y que acabe su obra (Juan 4:31-34).

    Hay veces en que los cristianos deben ayunar (cuando la situación así lo requiere); en otras deben adaptarse a situaciones muy precarias; y a veces deben sobrellevar una porfiada enfermedad. Para todo ello nuestro cuerpo ha de estar ejercitado.

    El Señor hizo el cuerpo, y lo hizo con ciertos impulsos, pero él quiere que sea nuestro siervo y no nuestro amo. Sólo así podremos servirlo como debemos.

    Pablo temía ser eliminado de la carrera, si no reducía su cuerpo a servidumbre. ¿Qué diremos nosotros, que somos menores que Pablo? ¿No hemos de temer también lo mismo?

    Por amor al Señor, ordenaremos nuestro cuerpo para que, por el poder de la resurrección de Cristo, sea nuestro aliado y no nuestro enemigo en la obra de Dios. Tomaremos la autoridad del Señor para echar de este templo todo aquello que ofende la santidad del Señor.

    Este es el primer paso en nuestra santificación, y, a la vez, es una forma muy práctica de comenzar a morir a nosotros mismos.

     

    4

    Un trueque de aguas

    (Espíritu por alma) Juan 4:1-24

    El Señor le dice a la mujer samaritana:

  • Dame de beber.

    La mujer se sorprende. ¿Cómo era posible? Era un judío quien se lo pedía, y judíos y samaritanos casi no se podían ver.

  • ¿Cómo tú, siendo judío, me pides a mí de beber, que soy mujer samaritana? - le responde la mujer.

    El Señor le dice:

  • Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: Dame de beber; tú le pedirías, y él te daría agua viva.

    La mujer se sorprende todavía más por estas extrañas palabras. Luego el Señor agrega:

  • Cualquiera que bebiere de esta agua, volverá a tener sed, mas el que bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le daré será en él una fuente de agua que salte para vida eterna. (Juan 4:7,10,13-14).

    Dos tipos de agua

    En este pasaje se mencionan dos tipos de agua: el agua del pozo y el agua viva. Notemos que el Señor le pide a la mujer agua del pozo, y luego le ofrece agua viva. El Señor le pide del agua estancada para satisfacer su necesidad física, y a cambio le ofrece un agua que saciará el espíritu de ella.

    El agua del pozo no sacia para siempre. Por eso era necesario que la mujer fuera a sacar agua una y otra vez. Pero el agua que el Señor le ofrece es un agua que la saciaría para siempre.

    A la luz de Juan 7:38-39, el agua viva es el Espíritu. ¿Y el agua del pozo? El agua del pozo representa el alma, porque ella no sacia ni se sacia jamás.

     

    Así que, en realidad, lo que el Señor le decía a la mujer era:

  • Dame tu alma y yo te daré de mi Espíritu. Cuando tú bebas de él, no tendrás sed jamás.

     

    ¿Del alma o del espíritu?

    Como tú sabes, hay una gran diferencia entre ambos tipos de agua, tanto natural como espiritualmente.

     

    En el plano natural, el agua del pozo suple una necesidad de beber, pero su calidad no es la mejor, porque suele contaminarse con facilidad. Además, está sujeta a los vaivenes temporarios, porque en verano, o en días de sequía, escasea.

    Distinta es la situación del agua viva. Esta agua tú la encuentras allá arriba, en lo escarpado de las montañas, lejos del “mundanal ruido”. Para llegar a ella es preciso bregar bastante, y pocos son los que pueden beberla.

     

    Pero tú también la encuentras bajo tierra. Cuando se hace un hoyo profundo (de unos 30 ó 40 metros), se puede encontrar un río de agua viva que nunca se seca. Aunque haya escasez en el pozo, en el río profundo no hay escasez. Y para beberla no debes ir lejos, porque estás encima de ella.

     

    Tú sabes. Los ríos de Dios están fluyendo allá arriba en los lugares celestiales; ellos fluyen desde el trono de Dios. Pero también los que somos de Cristo tenemos esos ríos fluyendo por nuestro interior. No tenemos que ir allá o acullá para encontrarlos. Están dentro de nosotros, en la parte más profunda, más allá aun del alma.

    Cuando le hemos entregado el agua estancada de nuestro pozo al Señor, él nos ha dado a beber de su Espíritu. Cuando eso ocurrió por primera vez, nuestra vida sufrió un cambio absoluto y radical; fue la experiencia más preciosa de nuestra vida. Sin embargo, es posible que hoy esos ríos se hayan estancado, o que hayan llegado a ser meros chorrillos. O puede ser que, después de disfrutar con

    fruición del agua viva por algún tiempo, hayamos vuelto a beber, al mismo tiempo, del agua del pozo. Es posible que estemos dependiendo demasiado todavía de los apetitos del alma y que todavía andemos sedientos buscando cómo satisfacerla.

    ¿Cómo saber si éste es nuestro caso?

    Cuando una persona anda desesperada por tener cosas probablemente signifique que esté viviendo por la vida del alma. Y como el alma se sacia momentáneamente con las cosas, cuando uno tiene alguna cosa nueva hallará una satisfacción momentánea. Pero después vuelve otra vez la sed abrasadora.

    Puede ser también que tú andes detrás de los logros. Si eres un estudiante o si trabajas, tú quieres ser el mejor. Quieres tener la satisfacción de desarrollar bien tu tarea y recibir una felicitación al final de ella. Para alcanzarlo te esfuerzas; te levantas muy temprano y te acuestas muy tarde. Si esto te está ocurriendo, puede ser una señal de que estás bebiendo del agua de tu pozo.

    Pero debes saber que ésa es un agua que no sacia.

    En el mundo uno suele ver esto: Las gentes quieren ser los mejores, los más reconocidos y aplaudidos. Ellos buscan satisfacción en esas cosas. ¿Deberá ocurrir así también con nosotros?

    Puede ser también que estés inmerso en una religión de obras, y te esfuerzas por agradar a Dios, por cumplir con las demandas de tu ley, pero todo te resulta pesado y oneroso. ¿Qué ocurre en tal caso? Tú no estás bebiendo del río de Dios, sino de tu propio pozo.

    El Señor dice:

  • Cualquiera que bebiere de esta agua, volverá a tener sed; mas el que bebiere del agua que yo le daré no tendrá sed jamás, porque será en él una fuente que salte para vida eterna.

    Adoradores

    En su diálogo con la mujer, el Señor llega a decirle lo siguiente:

  • Mas la hora viene y ahora es cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre

    tales adoradores busca que le adoren. Dios es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren. (4:23-24)

    ¿Qué tiene que ver esto con las aguas de que venimos hablando?

    ¿Qué tiene que ver con la adoración a Dios? Digámoslo así: ¿Con qué adoran los que adoran a Dios? ¿Con cuál agua? ¿Con la del pozo? No; es con las otras, las que fluyen dentro de nosotros: con las aguas vivas.

    Pudiera parecer extraño que una conversación sobre el agua acabe tratando sobre la adoración en espíritu. Pero no lo es. El Señor nos da de su Espíritu para hacernos adoradores.

    El Señor quiere que bebamos de su agua para que lleguemos a ser verdaderos adoradores. El agua de nuestro pozo ha de irse secando para que no queramos echar más mano de ella.

    Dios permita que veamos cómo verdaderamente está esa agua, y que la hallemos contaminada y nauseabunda. El agua de nuestro pozo no es cristalina, no sabe bien, no es pura. Debemos aborrecer esa agua y beber del agua que él nos da, para que seamos verdaderos adoradores.

    Si nosotros bebemos el agua de nuestro pozo vamos a ser cristianos muy fuertes en nuestra alma, muy capaces intelectualmente, muy emprendedores y exitosos -y también muy bien recibidos en el mundo- pero muy pobres espiritualmente. O bien, llegaremos a ser muy respetados en el ámbito de nuestra religión, pero insatisfechos.

    Preguntémonos: ¿a qué nos ha llamado Dios? ¿Nos ha llamado a ser bebedores de pozo, o nos ha llamado a ser adoradores?

    A nosotros también el Señor nos dice ahora:

  • Yo quiero que bebas de mi agua para que seas un adorador; para que, cuando estés delante de mí, tu boca no se cierre. Para que tu corazón no se sienta como un desierto. Para que tu agua no sea un chorrillo, sino un torrente.

    Para que eso sea posible, el Señor nos ha dado a beber de su Espíritu.

    En una ocasión, el Señor se paró entre los judíos que estaban en el templo, y alzando la voz dijo:

  • Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva. (Juan 7:38)

    Esto lo dijo del Espíritu Santo, que fue después derramado en Pentecostés. Para nosotros está vigente esta invitación. Él quiere que bebamos de estos ríos. Y si ya estamos bebiendo de ellos, él quiere que aumentemos su caudal. Pidámosle que las aguas vivas no dejen de fluir, sino que estén cada día más prevalecientes en nosotros.

    Hagamos correr el agua viva

    Se dice que cuando una persona pierde el uso de alguno de sus sentidos físicos, se desarrollan más los otros. Así también, cuando restringimos nuestra alma, se fortalece el espíritu. Cuando nos secamos espiritualmente, se fortalece la vida del alma. Pero si le negamos al alma sus apetitos, favorecemos la vida del espíritu.

    Así pues, dejemos las aguas de nuestro pozo y hagamos correr los ríos de agua viva. Entreguémosle al Señor nuestra agua contaminada y recibamos de él un mayor caudal de su río, porque Dios no da el Espíritu por medida. (Juan 3:34).

    ¡Siempre que Dios nos pide algo, es que quiere darnos mucho más!

     

    5

    Los que bota la ola

    (La dicha de los desdichados) Juan 5:1-18

    Había en Jerusalén, cerca de la puerta de las ovejas, un estanque, llamado en hebreo “Betesda”, el cual tenía cinco pórticos. En éstos yacía una multitud de enfermos, ciegos, cojos y paralíticos, que esperaban el movimiento del agua.

    Las aguas se volvían milagrosas cada vez que descendía un ángel y las tocaba. Entonces, el primer enfermo que bajara al agua después del ángel, quedaba sano de cualquier enfermedad que tuviese.

    Un enfermo especial

    Entre esos muchos enfermos había uno especial. No lo era por alguna razón externa. Lo era por su extrema indefensión, por su máxima orfandad. Era un paralítico.

     

    En los días del Señor Jesús, muchos fueron sanados, y entre ellos hubo muchos con largas y penosas enfermedades. Una mujer fue sanada de flujo de sangre tras haber padecido 12 años la enfermedad. Otra mujer fue sanada de su espalda tras 18 años de andar encorvada.

     

    Sin embargo, este paralítico era el más extenuado; su enfermedad era la más larga. Llevaba 38 años postrado. Más que aquellas dos mujeres juntas.

    Muchos enfermos habían sido sanados cuando fueron a Jesús. Algunos habían sido osados y habían corrido detrás de él para reclamar un milagro (como la mujer sirofenicia), otros habían gritado junto al camino hasta ser oídos.

    Pero éste estaba en peor condición que todos ellos, porque yacía allí, junto al estanque, sin poder moverse. No tenía esperanza de sanidad.

    Cada vez que el ángel removía el agua del estanque, él tardaba mucho en bajar. Y siempre había otro que se le adelantaba. Aun los ciegos y los cojos le ganaban.

    Así que, el hecho de que el ángel bajara no significaba ya mucho para él. Cada vez que esto ocurría, era una nueva frustración que se añadía a la anterior.

    Un día especial

    Pero un día sucedió algo extraordinario.

     

    Jesús se apartó de las multitudes que siempre le acosaban, y se fue derecho hacia Betesda. Se abrió paso por entre la gente; no miró a nadie más. Ese día el Señor tenía una sola silueta en el corazón, un solo nombre en sus labios.

    Cuando llegó junto al hombre, le dijo:

  • ¿Quieres ser sano?

    Fue una breve pregunta, pero seguramente debió de producir una reacción en cadena en el corazón del paralítico. ¿Qué significaba?

    Era una pregunta que admitía una sola respuesta. Pero de tan obvia, era casi absurda. ¿Que si quería ser sano? Llevaba 38 años deseándolo; llevaba toda una vida necesitándolo.

    Por eso, su respuesta no fue una afirmación. No fue, como pudiera haberse esperado, un canto de fe y gozosa expectación. Fue más bien un lamento, un gemido. Fue el desborde de su alma amargada, con esa amargura acumulada por casi cuatro décadas.

    Entonces, el Señor no preguntó más. Seguir haciéndolo habría sido como poner la mano en la herida y ahondar más la llaga. En realidad, la respuesta del paralítico equivalía a mil “síes”.

    Jesús le dice:

  • Levántate, toma tu lecho y anda.

    Al instante aquel hombre fue sanado. Entonces, tomó su lecho y se fue.

     

    Esta clase de hombres

    ¿Qué importancia tiene esta historia para los cristianos de hoy? Aparte de mostrarnos la compasión de Jesús por el hombre, y su poder para sanar toda enfermedad, nos enseña algo más.

    A hombres como éste -que no pueden acudir a él- Dios busca para sanar. A hombres como éste, imposibilitados, víctimas de la mayor de todas las enfermedades, Dios usa para edificar su casa, que también es Betesda (Casa de misericordia).

    No son los vencedores de las grandes lides, las estrellas fulgurantes en la constelación del universo cristiano; no son los que deslumbran: Son los paralíticos, los abandonados de la suerte, los olvidados y desechados aún por la mano compasiva del hombre.

    Esta clase de hombres, los que no tienen nada, por los cuales nadie da nada, son los que Dios usa para mostrar su gloria y edificar su casa.

    Las evidencias

    Ellos son fácilmente reconocibles, porque hay algunas evidencias que los delatan.

    Ellos, por ejemplo, aún llevan su lecho a cuestas. Ellos no pueden olvidar de dónde Dios los sacó. No pueden encumbrarse, porque su lecho los denuncia. Por más que quieran esconderlo, ellos muestran su origen: ellos son viles, son comunes.

    Ellos también se reconocen porque renguean. Durante 38 años sus músculos estuvieron entumecidos, secos, agarrotados. Ellos no tienen la gracia y el donaire para pasearse por las pasarelas. Su andar inseguro y torpe denuncia los 38 años de parálisis. Ellos no lucen bien en los escenarios del mundo; antes bien, son abucheados allí.

    Si el Señor los hubiese ignorado, ¿quién lo habría sabido?, ¿quién podría habérselo reprochado? Nadie hubiera sabido de ellos; y a nadie le hubiese importado su olvido. En ese estanque de miseria hubieran podido seguir hasta que sus huesos se hubiesen vuelto polvo. Y nadie habría derramado una sola lágrima por ellos.

    Lo que bota la ola

    Dicen que el mar admite en su seno sólo aquello que tiene vida. Lo que está muerto, es desechado y arrojado a la orilla. Lo que arroja la ola está muerto.

    El gran mar, que es el mundo, tiene a muchos arrojados a las playas en calidad de desperdicio. Entre ellos estamos nosotros, los discípulos de Jesucristo.

    El mundo no nos halló valiosos. No le éramos de ninguna utilidad, así que nos arrojó.

    Por demás presumimos diciendo que hemos dejado un mundo que nos necesitaba, o que salimos de allí desdeñosos. No. El mundo nos arrojó, como la ola arroja lo que está muerto para el mar.

    Así, abandonados en la orilla, nos halló el Señor. Nos recogió por ser quienes éramos, inservibles e inútiles, como un vaso quebrado.

    Amado cristiano: hay algo en tu carácter, o en tu temperamento, que te hace despreciable para ellos. Tus habilidades, por muy valiosas que te parezcan, no logran encubrir aquélla tara. Eras un caso perdido, y todavía lo serías si lo olvidaras, y te envanecieras. Dios no te ha escogido porque fueras más que otros, sino porque eras el más insignificante, y porque, a pesar de eso, él te amó. (Deuteronomio 7:7-8).

    Dios te ha escogido, no por lo que eras, sino a pesar de lo que eras. Tal vez Dios haga en ti y a través de ti algunas cosas, pero no lo hará debido a ti, sino pese a ti. Tal vez él te lleve adelante -si le place- pero ten presente que si lo hace, no será porque eres una persona especial. Si él te lleva en cierta dirección, no pienses que es porque tú ibas en esa misma dirección; al contrario, lo que mejor haces es presentarle tenaz resistencia. Sin embargo, él te lleva a pesar de eso.

     

    Tú vas como frenando el carro que él tira; así que, si avanzas, es que él te lleva, pese a ti. Tú crees que eres una clase especial de hombre; y lo eres, pero no por tus habilidades, sino por tus torpezas. Eres especialmente torpe, y chambón, y obstinado. Lo eres, y tanto, que Dios te halló en Betesda y no en otro lugar. Él quiso ir allí, y sanarte. Así, de pura gracia, porque tú eras, de todos los paralíticos y ciegos y cojos, el más abandonado, el peor de todos. Humanamente, no tenías vuelta.

    Eras lo que había botado la ola.

    Otros casos

    Si tú crees que exageramos, vayamos a las Escrituras. En ellas hallamos muchos casos que confirman lo que venimos diciendo.

    Cuando Abraham habló con Dios tocante a Sodoma, dice de sí mismo que es sólo “polvo y ceniza” (Génesis 18:27). Job le responde al Señor: “He aquí yo soy vil, ¿qué te responderé?” (Job 40:4). Gedeón se consideraba a sí mismo como “el menor de la casa de su padre” (Jueces 6:15). Moisés decía -hablando con Dios-: “soy tardo en el habla y torpe de lengua” (Ex.4:10). Jeremías no pensaba diferente: El dijo: “No sé hablar, porque soy niño” (Jer.1:6). Y Pablo, ya apóstol, reconocía ser “menos que el más pequeño de todos los santos” (Ef.3:8).

    Sin embargo, eso aún no es nada comparado con lo que el gran rey David, el dulce cantor de Israel, decía de sí mismo. Él gustaba de compararse nada menos que con un perro muerto o con una pulga (1 Sam.24:14).

    Sólo quien nunca ha visto a Dios puede estimarse como grande. Sólo quien no ha visto la gloria de Dios puede presumir.

     

    No méritos; sólo deméritos

    Por causa de ser tú quien eres, y del lugar de donde el Señor te sacó, en adelante tú sabes que no tienes derechos, sino deberes.

    Tú has escuchado -lo mismo que el ex paralítico- decir al Señor:

  • Mira, has sido sanado; no peques más, para que no te venga alguna cosa peor. (Juan 5:14).

    Lo único que importa saber ahora es que no debes pecar más. Tal vez cuando te veas sano, y robusto, puedas pensar que eres alguien, y comiences a exigir derechos. Pero debes saber que en la Casa de Misericordia no hay derechos; sólo hay deberes. ¿Por qué? Porque allí hay puros ex-paralíticos. Y ellos han oído decir al Señor estas mismas palabras.

    En esta Betesda, que es la iglesia, no hay hombres con méritos; sino sólo con deméritos.

     

    6

    El valor de la Palabra

    (Para incrédulos, seguidores y discípulos) Juan 5:38; 8:31-32; 14:15, 21, 23-24

    Escogeremos en el evangelio de Juan tres dichos del Señor sobre la Palabra de Dios, dirigidos a tres auditorios distintos. Ellos nos van a aclarar qué lugar ocupa la Palabra en la vida de un creyente que aspira a caminar con Cristo.

    Los judíos incrédulos

    En Juan 5:38, el Señor Jesús tiene un reclamo contra los judíos:

     

  • No tenéis la palabra de Dios morando en vosotros; porque a quien él envió, vosotros no creéis.

    Los judíos poseían una gloria, que incluso Pablo les habría de reconocer: a ellos se les había confiado la Palabra de Dios (Romanos 3:2). Desde sus orígenes como nación, en el Sinaí, ellos fueron los albaceas de la Palabra de Dios.

    Poseían todo un aparataje para preservarla, estudiarla y enseñarla. En los días de Jesús, existían varias escuelas teológicas, las cuales rivalizaban entre sí en su celo por la ortodoxia de la doctrina. A sus niños los instruían rigurosamente -magistralmente- en la ley de Moisés.

    Sin embargo, el Señor Jesús les derriba toda su gloria al decirles que ellos no tenían la Palabra de Dios morando en sus corazones.

    Ellos tenían la palabra fuera de ellos, pero no dentro de ellos. O, dicho de otra manera, tenían mucha palabra fuera de ellos, pero nada dentro de ellos.

     

    Ellos conocían la Palabra de Dios como un sistema doctrinal, como un cuerpo muerto que es objeto de disección teológica, pero no como alimento y sostén diario.

    Las palabras del Señor a éstos judíos no dejan lugar para la esperanza; ellas son un juicio fuerte y definitivo. Por causa de no tener la Palabra morando en ellos no podían creer en Aquel a quien el Padre había enviado. Los ojos de ellos estaban cegados y no podían ver a Dios; sus oídos se habían ensordecido, así que no podían oír a Dios.

    Es la Palabra morando en el hombre la que hace el corazón dócil, vuelve el alma sumisa, y los sentidos espirituales dispuestos para agradar a Dios. Sin la palabra morando, no hay nada de eso.

    Pese a su amplio conocimiento de las profecías tocante al Cristo, los judíos no pudieron discernir que Jesús de Nazaret era el Cristo. Las muchas citas de los profetas que habían aprendido eran un mero contenido de estudio guardado en la mente, pero no una revelación de Dios por el Espíritu. A la hora de aplicar ese conocimiento, no tenían la capacidad espiritual para hacerlo. Al saber que Jesús era de Nazaret, no veían cómo eso podría cumplir la profecía de que el Cristo nacería en Belén. Como si ambas cosas no fuesen posibles con sólo un pequeño movimiento del dedo de Dios.

    La ceguera de los judíos en tiempos de Jesús nos enseña que las Escrituras estudiadas como un ejercicio mental, y no como una búsqueda espiritual delante de Dios, en humillación y quebrantamiento, no sirven de mucho. Más que aclarar, confunden el alma.

    Las Escrituras daban testimonio de Jesús, pero eso no les servía de nada, porque ellos las estudiaban con presunción. Si lo hubiesen hecho con un corazón contrito, temblando ante la Palabra, hubiesen corrido a postrarse a los pies de Jesús, porque hubieran reconocido que él era Aquel de quien ellas daban testimonio.

    La actitud de los judíos -que nos parece una locura- no es extraña en nuestros días. Pese al triste antecedente, todavía hay quienes

    caen en el mismo mal. Las Sagradas Escrituras estudiadas con métodos “científicos”, o “humanistas” -como si ellas fueran un libro más- desmerecen su mensaje, relativizan sus demandas, y hacen nula la voz de Dios. Excelentes cristianos se han extraviado de Dios, al enredarse en los lazos de la teología, y en los mil vericuetos de las sutilezas doctrinales.

    Esto es extremadamente delicado.

    Si no está la Palabra morando en nosotros, no podremos discernir la dirección en que Dios está obrando. Podremos entender - examinando la Historia- cómo actuó ayer, pero eso no nos sirve necesariamente para saber cómo él hará hoy.

    Los caminos de Dios no se repiten. Su propósito no avanza en círculos, sino en una larga línea que tiene un principio y un fin. Dios suele darles una sorpresa a los que van siguiéndole con los sentidos de la carne y la sangre. Para seguirle de verdad se requiere de algo más.

    Los judíos creyentes

    En otra ocasión, Jesús dijo a los judíos que habían creído en él:

  • Si vosotros permaneciereis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos; y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres. (Juan 8:31-32).

    Esta palabra es para los judíos que habían creído en él. Hay aquí, por tanto, un panorama distinto del anterior. Éstos no tienen la puerta cerrada; al contrario, para ellos se abre un venturoso camino, el cual comienza con una demanda. Si ésta es cumplida, podría producir en ellos un avance notable en su condición delante del Señor: llegarían a ser sus discípulos, y conocerían la verdadera libertad de Cristo.

    La condición para que todo esto acontezca es una y simple: que permanezcan en su Palabra.

    Los judíos de los que hablábamos antes no tenían la Palabra de Dios morando en ellos; aquí la demanda es permanecer en la Palabra, lo cual implica que ya la tienen. La tienen, pero deben permanecer en ella. Esto exige una experiencia íntima, personal, con la Palabra de Dios. No se trata sólo de conocerla, sino de

    permanecer en ella, es decir, familiarizarse, apegarla al corazón, comer de ella, gustarla, creerla, vivir por ella.

    Así como los niños aprenden en los colegios esas largas poesías para recitar en una ceremonia, así el creyente ha de interiorizar las promesas, exhortaciones, y acciones de gracias inspiradas que enriquezcan su espíritu, y bendigan, de paso, a otros cuando sean pronunciadas. Un río de vida fluye de los labios del cristiano cuando la Palabra es citada oportuna y fluidamente.

     

    Luego, para cada necesidad, o aflicción; para cada prueba o gozo, habrá una palabra a flor de labios, o aflorará el súbito recuerdo de una palabra por el Espíritu.

    Al permanecer en la Palabra, el seguidor de Cristo alcanza la dignidad del discípulo.

    ¿Qué es un discípulo? Un discípulo es uno que camina tras los pasos del Maestro, y que “anda como él anduvo” (1ª Juan 2:6). Es uno que ha aprendido de él cómo reaccionar ante las cosas, como responder a las necesidades; aun más, cómo pensar, como sentir y cómo amar. En definitiva, es uno que llega a ser como él.

    Esto traerá consigo, a su vez, el conocimiento de la verdad. Nótese que aunque estos judíos habían creído en él, todavía no eran sus discípulos, ni habían conocido la verdad. Siendo Jesús la verdad, ellos no se la habían apropiado aún.

    Conocer la Verdad -así con mayúsculas- como una realidad global y abarcadora, no era suficiente. Cristo es la Verdad, pero de ella se desglosan miles de verdades, las que, aplicadas al creyente y a su caminar, van permitiéndole conocer la Verdad en plenitud.

    El creyente trae de su pasado sin Cristo un bagaje de mentiras, de medias verdades o abiertos engaños que deben ser denunciados, corregidos o erradicados. Por cada mentira de Satanás, una verdad de Dios debe establecerse en el corazón, reemplazándola.

    ¿Cuál es la verdad de Dios respecto de nuestra forma de pensar, de reír, de cantar, de soñar, de esperar, de amar, de airarnos, de caminar, de reaccionar; de relacionarnos con el mundo, con el jefe, con el vecino, con la esposa, con los hijos? ¿Cuál es la verdad respecto de la victoria espiritual, de la unidad de los creyentes, del cielo y del infierno, de la vida y de la muerte?

    Si permanecemos en su Palabra, miríadas de pequeñas verdades se irán descubriendo ante nuestros ojos, las cuales, creídas, aceptadas y seguidas, nos harán verdaderamente libres.

     

    Estas verdades -destellos de la Verdad- se asentarán en el corazón y producirán la emancipación del creyente de toda atadura del pasado. Todas estas verdades provienen de Jesucristo, la Verdad absoluta, luminosa, y perfecta. Por eso, se puede decir fehacientemente: “Si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres” (Juan 8:36).

    A los doce

    En Juan 14 el Señor se dirige a un auditorio todavía más íntimo que el anterior. Son los doce apóstoles que, reunidos esa noche postrera antes de la cruz, reciben de su boca las últimas y más preciosas enseñanzas.

    El Señor les habla al corazón, y les dice:

  • Si me amáis, guardad mis mandamientos ... El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ése es el que me ama; y el que ama, será amado por mi Padre, y yo le amaré, y me manifestaré a él ... El que me ama, mi palabra guardará; y mi padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él. El que no me ama, no guarda mis palabras ...” (Juan 14:15,21,23-24).

    Aquí el tono es familiar. El Señor ha estado tres años con ellos, entonces él puede apelar al amor. Y es porque ellos le aman que deberán guardar su palabra.

    Todavía hay, sin embargo, una expresión que está como condicionada, como si todavía no estuviera seguro de si ellos albergan los sentimientos correctos para con él. Entonces les dice:

  • Si me amáis ...

     

    Para saber si de verdad era amado, no habría otra forma más segura de saberlo que ésta: guardarían sus mandamientos.

    Lo que significa “guardar”

    El término “guardar” tiene un uso muy desteñido hoy en día en algunos ambientes cristianos. Se habla de “guardar” un día, de

    “guardar” unas fiestas, etc., como una simple observancia. Normalmente eso alude a un acto exterior, sin mayor significación ni alcances espirituales. Su uso suele ser el que hizo de esta palabra el joven rico en su diálogo con el Señor Jesús. (Mateo 19:20).

    En el Nuevo Testamento griego hay dos palabras que se traducen como “guardar”, una es ‘tereo’ y la otra es ‘phylasso’. La primera significa una obediencia de corazón, y la segunda, sugiere una mera observancia exterior. Cuando el Señor le dice al joven rico que si quería entrar en la vida guardara los mandamientos, se usa ‘tereo’; pero cuando el joven le contesta, usa ‘phylasso’. El Señor dijo correctamente, pero el joven rico contestó de manera insuficiente.

    Este segundo “guardar” es el que se hace como un mero hecho exterior para lucir ante los demás, para alcanzar una justicia propia. En cambio, ‘tereo’ indica una obediencia por amor, como en este pasaje de Juan.

    En efecto, el guardar los mandamientos de Jesús es un asunto de amor, de devoción interior. El Señor abomina una ofrenda sólo de labios, que no tenga la calidez del corazón de sus amados. Es el amor y no otra la motivación que ha de impulsar a un discípulo a obedecer a su Maestro.

    La Palabra trae a Dios

    El versículo 21 enfatiza el tener y el guardar los mandamientos. Luego, está la gloriosa promesa para los que así hagan: él y el Padre les amarán, y se manifestarán a ellos y harán morada con ellos.

     

    Obedecer así trae consigo una recompensa mayúscula, porque no hay en el mundo una realidad más gloriosa que ésta: que el Padre y el Hijo hagan morada en el corazón de un hombre. Entonces, toda la vida tiene sentido para él, y hallará plena satisfacción aun en los días más grises, en medio del dolor y la adversidad.

     

    A los judíos, Jesús les habla con firmeza; a los judíos creyentes, con exhortación; a los doce, les habla al corazón, y les demanda por amor.

    El guardar su palabra es -y no otra- la comprobación de que el corazón le ama de veras. La palabra será recibida con la fruición de

    la miel que destila del panal, con la anhelante solicitud del que busca buenas perlas y las halla, con la gozosa expectación del que encuentra un rico filón de oro, y lo explota gramo a gramo, porque no quiere que se pierda nada.

    Luego, esa palabra atesorada y guardada, nos servirá de luz, y será el único referente en el caminar diario, en el día en que hay que vivir en la tierra como extranjeros y peregrinos. Cuando la marea de la incredulidad aumenta, y la filosofía humanista se impone en los ambientes cristianos, nos volvemos a la pura y preciosa palabra de Dios, para hallar en ella la sabiduría que fluye de su boca.

     

    La palabra recibida, y guardada trae consigo al mismo Dios que la inspiró. Su presencia será consuelo al alma, y refrigerio a los huesos.

     

    En la Palabra viene Dios mismo, como morador permanente.

    Nos mostrará el camino

    En ella hallaremos también la guía para dar los pasos de fe en la dirección correcta. Conoceremos no sólo lo que Dios hizo en el pasado, sino también lo que Dios está haciendo hoy, y quiere hacer en los días que vienen. El Dios bendito que ha venido a nosotros, nos hablará cada día.

    Por la Palabra, Dios nos persuadirá para que vayamos con él, estrechamente, dependiendo sólo de su voz. Nos mostrará el camino y nos dará la fuerza para andarlo. ¡Qué dulce es el camino con él, y con la guía de su Palabra santa!

     

    7

    Vida a contrapelo

    (Oposición, preguntas y controversias) Juan 7

    Juan capítulo 7 está lleno de oposición, preguntas y controversias.

    Los hermanos de Jesús

     

    Primero, son los hermanos de Jesús. Ellos le hablan con sorna:

  • Sal de aquí, y vete a Judea, para que también tus discípulos vean las obras que haces. Porque ninguno que procura darse a conocer hace algo en secreto. Si éstas cosas haces, manifiéstate al mundo.

     

    Y Juan, el evangelista, agrega, lacónico: “Porque ni aun sus hermanos creían en él”.

    Este menosprecio sarcástico no era nuevo. En una ocasión anterior, ellos le habían ido a buscar, decididos a llevarle de vuelta a casa, porque pensaban que estaba loco. (Marcos 3:21).

    Sus hermanos le habían visto crecer, habían jugado con él. Era tan familiar para ellos, que -a sus ojos- era imposible que fuese el Hijo de Dios.

    Mucha oposición familiar habrían de sufrir los cristianos después, así que él debía probarla primero. Muchos dolores, incomprensiones y menosprecios habrían de sufrir sus profetas en los siglos por venir, así que él debería ser el primero en experimentarlo.

    Él dijo:

  • No hay profeta sin honra sino en su propia tierra, y entre sus parientes, y en su casa. (Marcos 6:4).

    Dos de sus hermanos habrían de ser sus siervos después en la obra de Dios (Santiago y Judas, los autores de las epístolas respectivas), pero ahora sus ojos estaban cegados para verle.

    Indefectiblemente, este es un precio que tienen que pagar también los que siguen a Jesús de cerca. Sus pasos están claramente marcados en las Escrituras, y ellos han de seguirlos.

    Preguntas

    Este capítulo siete tiene también varias preguntas que despertaba el Señor en la gente. Las más de ellas no tenían respuesta, porque tampoco el Señor se preocupó de contestarlas. Sus enseñanzas (dichas en parábolas) eran enigmáticas, y sólo su círculo íntimo tenía acceso a la interpretación.

    En aquella fiesta judía, los judíos preguntaban:

  • ¿Dónde está aquél?

    Había expectación por verle y oírle. Pero todos hablaban de él a escondidas, por miedo a los judíos.

    Luego, al escuchar su sabiduría, se decían:

  • ¿Cómo sabe éste letras sin haber estudiado?

    Al verle cómo enseñaba libremente en el templo, se preguntaban:

     

  • ¿No es éste a quien buscan para matarle? Pues, mirad, habla públicamente, y no le dicen nada. ¿Habrán reconocido en verdad los gobernantes que éste es el Cristo?

     

    Algunos que creían en él (aunque imperfectamente) agregaban:

  • El Cristo, cuando venga, ¿hará más señales que las que éste hace?

    Cuando le oían hablar sobre su partida, ellos se inquietaban:

  • ¿Adónde se irá éste, que no le hallemos? ... ¿Qué significa esto que dijo: Me buscaréis, y no me hallaréis? ...

    Cuando los sacerdotes y los fariseos envían a él alguaciles para prenderle, éstos regresan con las manos vacías.

    -¿Por qué no le habéis traído? - les dicen.

    Y al ver la admiración que ellos sienten por Jesús, les replican:

  • ¿También vosotros habéis sido engañados? ¿Acaso ha creído en él alguno de los gobernantes, o de los fariseos?

    A Nicodemo le contestan ásperamente cuando él sugiere que se le dé a Jesús una oportunidad de hablar ante ellos.

  • ¿Eres tú también galileo? Escudriña y ve que de Galilea nunca se ha levantado profeta.

    Todas estas personas tal vez podrían haber hallado satisfacción si Jesús se hubiese preocupado de responderles. Todas estas preguntas podrían haber tenido respuestas tranquilizadoras. Sin embargo, no hizo así. Incluso los discípulos solían estar tan intrigados como ellos.

    En una sola ocasión, ellos le dijeron:

  • He aquí ahora hablas claramente, y ninguna alegoría dices.

    Esto era más bien una excepción, que la regla. ¿Por qué hacía Jesús así?

    Las verdades espirituales no dependen de una clara respuesta, o de una ordenada explicación para ser entendidas. Ellas requieren una cierta clase de corazón para ser recibidas. Aunque Jesús hubiera hablado claramente, no le podían creer, porque sus corazones eran incrédulos y malvados.

    Por eso solía decir:

     

  • El que tiene oídos para oír, oiga.

    Pablo, haciéndose eco de estas palabras, decía también a los corintios:

  • Lo que os escribo son mandamientos del Señor. Mas el que ignora, ignore. (1ª Cor.14:37-38).

    Incluso, hablando a las iglesias de Asia, el Señor diría después:

  • El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias. (Apoc. 2 y 3).

     

    Buscando respuestas

    Si nosotros hubiésemos estado en el lugar del Señor, tal vez nos habríamos apresurado a preparar respuestas, para evitar la incomprensión y la persecución. Nos hubiésemos esforzado por disipar cualquier malentendido.

    Pero nuestra tarea no es esa. Nuestra tarea no es escapar de la oposición, sino caminar hacia la cruz. No es crear las condiciones para ser aplaudidos, sino decir la verdad de Dios, aunque nos duela después.

    Erróneamente, ofrecemos demasiadas respuestas y generamos pocas preguntas. Procuramos que la gente sepa cosas que nunca nos ha preguntado, en vez de despertar en ellos preguntas cruciales que transformen sus vidas.

    Controversias

    Los judíos en Jerusalén se dividieron por causa de Jesús: “Y había gran murmullo acerca de él entre la multitud, pues unos decían:

    Es bueno; pero otros decían: No, sino que engaña al pueblo” (Juan 7:12). “Entonces algunos de la multitud ... decían:

    “Verdaderamente éste es el profeta. Otros decían. Este es el Cristo. Pero algunos decían: ¿de Galilea ha de venir el Cristo?... Hubo entonces disensión entre la gente a causa de él” (7:40-41,43).

    Jesús vino a establecer la verdad de Dios en medio de las tinieblas. Las tinieblas trataron de apagar su luz, porque él las hería de muerte, pero no lo lograron. Si Jesús hubiese seguido el cauce de ellas, no habría recibido oposición. Sin embargo, su camino era diferente. Su palabras eran luz, espíritu y vida. Y por serlo, él recibió persecución por parte de las tinieblas, de la carne y de la muerte.

    Pero no sólo Jesús fue objeto de controversias. También lo fue Pablo en sus días, y todos los que después han caminado con Jesús. El camino de Jesús es también el de sus discípulos. Recién convertido, Pablo provocó conflictos en Damasco (Hechos 9:22-23), y también en Jerusalén (9:28-29). La solución fue llevárselo lejos (9:30), porque no podían evitar que los provocara.

    Después de él, y más aun, después de los largos siglos de oscurantismo que sobrevinieron en la historia de la Iglesia, casi cada nueva verdad de las Escrituras ha sido recuperada con dolor y persecución, porque la verdad hiere la mentira, rompe la inercia de las tradiciones, y golpea de muerte el ‘statu quo’.

    Los cristianos de hoy no deben sorprenderse por estas cosas. Pese a vivir en un siglo que se gloría de las libertades, y de los derechos del hombre, en materia de fe existe todavía la más obcecada tozudez, y muchas veces se alzan, aquí y allá, nuevos Tribunales de Inquisición que pretenden defender con la fuerza de la carne, viejas mentiras con cara de verdad.

    Lo que significa caminar más cerca

    Esto es algo que los cristianos de hoy deben recordar: Caminar más cerca de Jesús implica vivir en carne propia Juan capítulo 7.

    Esto es, la burla de nuestros hermanos de sangre, las preguntas, muchas veces absurdas y capciosas de las gentes, y la controversia-persecución de todos, especialmente de los grupos de interés.

    Si tú no has vivido estas cosas, es posible que sea por alguna de estas dos razones:

    1. No has estado suficientemente cerca.

    2. Has mezclado la verdad, y contemporizado con la mentira.

    En breve este problema se agudizará porque el mundo (también el mundo occidental “humanista y cristiano”) se volverá más y más hostil hacia los que aman a Dios. La locura de persecución se ha desatado ya en algunos extremos de la tierra, y no pasará mucho tiempo hasta que llegue a ti.

    Por lo pronto, puede comenzar muy cerca: allí mismo donde tú comes y duermes, allí donde trabajas y donde te reúnes.

    Vida a contrapelo

    El panorama no es muy alentador. ¿Qué debemos hacer? Muchas veces nos sentiremos tentados a tomar precauciones para que no nos hieran, o a movernos a la defensiva. O bien, a pagar con la misma moneda.

    Si decidimos hacer esto último, entonces, cuando se nos opongan los de casa usaremos todos los recursos para ajustar cuentas cada vez que sea necesario. Utilizaremos una y mil argucias para contraatacar de tal manera que les duela, y no nos vuelvan a molestar.

    Si se trata de los de más afuera, hallaremos también las vías adecuadas. Daremos explicaciones, pediremos disculpas (no por humildad, sino para no ser incomprendidos), nos someteremos al ‘establishment’.

    Pero todo esto es bajo, es vil, e indigno de un discípulo del Señor.

     

    ¿Cuál ha de ser nuestra actitud y conducta? El Señor Jesús nos da la clave en este mismo capítulo.

    En el último y gran día de la fiesta, Jesús se puso en pie y alzó la voz, diciendo:

  • Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva. (7:37-38).

    Al final de esa jornada de menosprecio, burla y desprestigio, el Señor invitó a los sedientos a beber de él. ¡Esto es admirable! Ellos le habían estado acosando, pero él tenía vida para ofrecerles. Ellos habían estado disparando contra él todo su arsenal de muerte, pero él sólo tenía palabras de bien para ellos. Sólo uno con un corazón limpio puede hacer eso. Sólo uno que ama profundamente puede ofrecer a los demás agua viva.

    Así que cuando todo vaya en contra, cuando todo se oponga a tu caminar, cuando se levanten oleadas de desprestigio, tú no tienes opción: tú tienes que conservar tu corazón puro, sin resquemores. Tu única opción es entregar vida. De tu boca no ha de salir maldición; sino sólo bendición. Tú eres una fuente que sólo ha de dar agua dulce.

    Así hizo tu Maestro y así has de hacer tú también. Esa es tu honra y tu hermosura.

     

    8

    La oposición de las sinagogas

    (Un viejo problema redivivo) Juan 9

     

    La sanidad del ciego de nacimiento, en Juan capítulo 9, nos pone sobre el tapete una importante cuestión, que tarde o temprano afectará al cristiano sincero.

    Para entenderlo bien, resumamos la historia de este hombre.

    El testimonio de un ex ciego

    Cuando el ciego fue sanado, se produjo una extraordinaria efervescencia entre todos los que le conocían. Primero entre los vecinos, luego entre los fariseos. Todos le interrogaron acerca de lo que le había sucedido.

    Su testimonio acerca de Jesús en un comienzo fue débil. Cuando le preguntaron:

  • ¿Cómo te fueron abiertos los ojos? Él dijo:

  • Aquel hombre que se llama Jesús hizo lodo, me untó los ojos, y me dijo: Ve al Siloé, y lávate; y fui, y me lavé, y recibí la vista.

    Más adelante, los fariseos le dijeron:

  • ¿Qué dices tú del que te abrió los ojos? Él contestó:

  • Que es profeta.

    Cuando los fariseos le preguntan a sus padres, ellos dijeron:

     

  • Sabemos que éste es nuestro hijo, y que nació ciego; pero cómo vea ahora, no lo sabemos; o quién le haya abierto los ojos, nosotros

    tampoco lo sabemos; edad tiene, preguntadle a él; él hablará por sí mismo.

    La Escritura añade: “Esto dijeron sus padres, porque tenían miedo de los judíos, por cuanto los judíos ya habían acordado que si alguno confesase que Jesús era el Mesías, fuera expulsado de la sinagoga” (9:22).

    Más adelante, cuando de nuevo los fariseos le preguntan al ex ciego acerca de Jesús, él les dice:

  • Si éste no viniera de Dios, nada podría hacer. Cuando dijo esto, le expulsaron de la sinagoga.

    Notemos que cuando el ex ciego se refirió a Jesús como “Aquel hombre ...” no tuvo mayores problemas. Cuando dijo que era un “profeta”, tampoco. Pero cuando dijo que había venido de Dios, lo cual equivalía a decir que era el Mesías, entonces le echaron de la sinagoga.

     

    La importancia de estar en la sinagoga

    En los tiempos de Jesús, la sinagoga era el centro de la vida religiosa y social judía. Ser expulsado de ella era pasar a ser un marginado, un proscrito. Por eso los judíos temían ser expulsados de ella. Los padres del ex ciego, pese al gozo que sentían al ver a su hijo sano, no se atrevieron a exponerse a ser echados de ella dando un testimonio favorable acerca de Jesús.

    Los padres no quisieron comprometerse, a pesar de que tenían razones poderosas para haberlo hecho.

    Lo mismo sucedió con otros, que eran seguidores secretos de Jesús. José de Arimatea “era discípulo de Jesús, pero secretamente por miedo de los judíos” (Juan 19:38). Nicodemo también lo era (Juan 3:1-2; 7:50-52; 19:39-42). Y otros muchos: “Aun de los gobernantes, muchos creyeron en él; pero a causa de los fariseos no lo confesaban, para no ser expulsados de la sinagoga. Porque amaban más la gloria de los hombres que la gloria de Dios” (Juan 12:42-43).

    Los padres de ese hombre tenían apenas una pequeña honra, porque eran los padres de un mendigo, pero aun así no quisieron

    perderla. José de Arimatea, Nicodemo y los gobernantes poseían, en cambio, mucha honra, así pues, ¿nos extrañaremos de que no quisieran perderla? Ellos no confesaban abiertamente que Jesús era el Cristo -aunque en el corazón lo creían- para no ser expulsados de la sinagoga.

     

    Estar en la sinagoga era para ellos tener a Dios y a los hombres de su lado. Por eso, no convenía que se expusieran a perderlos por cualquier causa.

     

    Pero seguir en la sinagoga después de creer en Jesús era tener problemas con la conciencia. Ellos seguramente no tenían paz, porque no podían defender a Jesús cuando los demás hablaban mal de él.

    Ellos no aparecen en el libro de los Hechos (aunque tal vez estuvieran con los cristianos). Posiblemente no tuvieron la dicha de seguirle, porque amaban más la gloria de los hombres que la gloria de Dios.

    El problema de las sinagogas

    Existe una gran similitud entre las sinagogas judías de los tiempos de Jesús y las sinagogas cristianas en nuestros días.

    Hay, al menos, dos claras semejanzas:

    Las sinagogas judías eran una institución que no estaba contemplada en las Escrituras. Habían surgido por razones políticas y sociales en el período intertestamentario. De manera que cuando vino Jesús, se encontró con este sistema no escritural, el que, sin embargo, sobrellevó. Él se crió, como todo niño judío, en torno a la sinagoga, y, siendo ya grande, fue a ellas para compartir las Escrituras, como todo Rabí. Sin embargo, en sus discursos dirigidos a los fariseos y escribas, les solía decir:

     

  • Bien invalidáis el mandamiento de Dios para guardar vuestra tradición.

    Y:

     

  • Hipócritas, bien profetizó de vosotros Isaías, como está escrito: ... En vano me honran, enseñando como doctrinas mandamientos de hombres. (Marcos 7:13,7). (Ver también Mateo cap.23).

    De la misma manera ocurre con las sinagogas cristianas de nuestros días: ellas no son una enseñanza bíblica, sino una institución nacida de la buena voluntad del hombre por agradar a Dios, con muchos agregados no escriturales.

    La segunda semejanza es todavía más grave.

    Como toda construcción humana, su naturaleza se desvirtúa con el paso de los años, al sistematizarse y anquilosarse. Lo que surgió en un principio al calor de una visión, como un odre que debería contener (o que ayudaría a contener) el vino de Dios, se transformó en una estructura rígida, con existencia autónoma, que finalmente se quedó sin vino.

    Cuando vino Jesús, las sinagogas eran un engendro incapaz de reconocer al Mesías. Allí estaban las Escrituras, pero el testimonio espiritual que ellas daban no era oído. Allí se acogían las Escrituras, pero no al que las había inspirado, y por quien ellas existían.

    ¿Podrá hallarse un absurdo mayor?

    En el día de hoy, cuando nos encontramos a las puertas de la segunda venida del Señor, la situación no es muy distinta. En las sinagogas cristianas de hoy están las Escrituras, pero no está el testimonio espiritual que ellas dan, de modo que si él viniera a ellas, sería ignorado y rechazado de nuevo.

     

    Las sinagogas funcionan perfectamente sin que él esté presente, sin que se le oiga ni se le atienda. Las sinagogas han adquirido existencia propia, tienen su rutina establecida y existirán aunque oyeran a Dios asegurándoles que él no está allí.

    Las sinagogas no reciben el testimonio

    En tiempos de Jesús, y después, en los días de Pablo, las sinagogas no recibieron el testimonio acerca del Cristo.

    En Nazaret, los paisanos de Jesús quisieron despeñarle luego de oírle en la sinagoga (Lucas 4:16-30), y de seguro lo habrían hecho de no ser por la autoridad que el Señor ejerció en el momento crítico.

    En muchas ciudades de Israel y fuera de él, Pablo fue amenazado de linchamiento por las turbas judías encolerizadas a causa del testimonio que daba de la resurrección de Jesucristo.

    Para los judíos en días de Pablo, Jesús era sólo un galileo blasfemo que se hacía pasar por Hijo de Dios. En las sinagogas de hoy, Cristo es un ente histórico, ausente de la liturgia. Recordado, pero ausente. Su figura luce bien como objeto de veneración, siempre y cuando no estorbe la rutina ni rompa el protocolo.

     

    A Cristo se le conoce afuera

    En las sinagogas de ayer y de hoy Cristo no es verdaderamente aceptado ni conocido.

    El ex ciego no tuvo un conocimiento real de su Sanador mientras estuvo dentro de la sinagoga. Recién le vino a conocer después que le echaron.

    Revisemos la escena.

    “Oyó Jesús que le habían expulsado; y hallándole, le dijo:

     

  • ¿Crees tú en el Hijo de Dios? Respondió él y dijo:

  • ¿Quién es, Señor, para que crea en él? Le dijo Jesús:

  • Pues le has visto, y el que habla contigo, él es. Y él dijo:

    - Creo, Señor; y le adoró.” (9:35-38). Notemos algunos hechos importantes aquí.

    Cuando supo el Señor que el hombre había sido expulsado de la sinagoga (lo cual debe de haber afectado mucho al hombre), le buscó y le halló. Había estado dispuesto a alinearse con Jesús, a sabiendas del precio que tendría que pagar, así que el Señor le busca para confirmar su fe y revelarse a él.

     

    Él había declarado que Jesús había venido de Dios, así que Jesús se le revela como tal: como el Hijo de Dios.

    Jesús concedió al ex ciego un privilegio dado a muy pocos. Un privilegio que sólo otorgó a los desechados por la mano de los hombres, como la mujer samaritana (Juan 4:25-26). A ella se reveló como el Cristo; al ex ciego, como el Hijo de Dios. Estos dos descubrimientos que hace Jesús de sí mismo contienen toda la verdad respecto a su persona (Mateo 16:16; Juan 20:31).

    Entonces, cuando el hombre que había sido ciego recibió este segundo milagro, esta revelación (que es un milagro mayor que el primero) cayó en tierra y le adoró. Él podía haber permanecido en pie ante “Aquel hombre que se llama Jesús”, o ante el “profeta” Jesús, pero no ante Jesús, el Hijo de Dios.

    Esta escena termina con el ex ciego postrado, adorándole. Su postura final es simbólica de una vida consagrada a Cristo a causa de la grandeza de la gloria que le había sido mostrada.

    Conocer a Jesús no es asunto de acoger las Escrituras y estudiarlas. No consiste tampoco en ser un fiel y comprometido participante de una sinagoga. Conocer a Jesús como el Hijo de Dios es recibir de él mismo una revelación que traspasa el alma, rompe los moldes, y produce un derramamiento de nuestro espíritu delante de él, para siempre.

     

    9

    Sus ovejas oyen su voz (De pastores y asalariados) Juan 10

     

    El capítulo 10 de Juan reviste una primordial importancia a la hora de asegurar el corazón en Dios.

    La Puerta

    Todo comienza con la puerta. La alegoría del rebaño y su pastor comienza con la puerta. Sólo entrando por ella se puede pertenecer al rebaño y ser considerado una oveja por el pastor.

    La puerta sirve para entrar, y también para salir. Pero en este caso, el énfasis se pone en el entrar.

  • El que por mí entrare, será salvo.

    Se sugiere claramente que hay otras formas de entrar. Se puede “subir por otra parte”. En tal caso, el pastor no lo acogerá, sino lo considerará un delincuente. Sin duda, hay muchas otras formas de entrar en los ambientes cristianos aparte de la puerta. Aun más, después de haber entrado así, se puede permanecer y prosperar allí. Sin embargo, aunque se hayan burlado las restricciones de los hombres, no se burlarán del ojo avizor del único Pastor de las ovejas.

     

    Se puede “subir” al rebaño de muchas extrañas maneras. Por lazos familiares, por razones sociales, por convicción moral, o por temores diversos. Sin embargo, nada de esto, aunque sean buenas razones, justifica “subir por otra parte”. Sólo Cristo es la puerta válida, el único lugar donde podemos encontrarnos con Dios y con los que aman a Dios.

     

    El ladrón

    ¿Qué diremos de los ladrones y salteadores? Estos no son de los que pretenden burlar al pastor y pasar por una oveja más; sino son los malvados que entran para robar ovejas, o para matarlas.

    Ellos son seguidores y discípulos del gran ladrón, que viene para “hurtar, matar y destruir”. Las intenciones de éste son precisas y funestas. Nada bueno hay en él. Puede ser que “hurtar” sea todavía un delito menor; pero “matar” y “destruir” revisten la mayor gravedad.

    Muchos hombres yacen esquilmados por la obra de este ladrón, asesino y destructor. Muchos se han ido al infierno por su causa.

    Pero el buen Pastor vino para dar vida y vida en abundancia.

    El juicio para el ladrón es claro y definitivo. Jesús, el buen Pastor, le venció en la cruz y decretó para él una sentencia de muerte.

    Los secuaces que le siguen, recibirán también el justo pago -el severo pago- que se otorga a los ladrones y salteadores.

    El buen Pastor

    Es interesante notar que, en este capítulo, se habla del pastor y del buen Pastor. En los primeros versículos (2-4) se habla del pastor, y en otros posteriores (11,14-15) se habla del buen Pastor.

    Al pastor se le identifica porque: entra por la puerta; es reconocido por el portero; las ovejas reconocen su voz; él conoce sus nombres; y las saca y le siguen.

    El buen Pastor, en tanto, es el que conoce y es conocido por las ovejas, y, sobre todo, es el que da su vida por las ovejas.

    El pastor (de los primeros versículos) puede ser tomado como un modelo de los pastores terrenales; pero el buen Pastor es uno solo, y es celestial. El buen Pastor también hace lo que hace el pastor, pero va más allá. Lo que lo distingue es que da su vida por las ovejas.

    En Lucas 15 se dice que cuando el pastor pierde una oveja, deja las demás en el desierto y va tras la que se perdió hasta encontrarla. Esto también hace el buen Pastor. Él lo hizo al venir a buscarnos y salvarnos en la cruz, y lo sigue haciendo cuando nos salva cada día.

    En la tierra no hay pastores buenos; sólo hay pastores. El buen Pastor es sólo uno, y nos pastorea desde el cielo. También se le conoce como el “Príncipe de los pastores” (1ª Pedro 5:4). Él es quien tiene el mayor derecho sobre las ovejas. En realidad, es el único que tiene derechos sobre ellas.

    Algunos de estos derechos son: disponer de ellas, reclamar obediencia y ser seguido. Cuando el buen Pastor va adelante, debe ser seguido. Pero también cuando una oveja pequeña se extravía, él sale en su busca. Es tan grande, que debe ser seguido por todas, pero a la vez es tan tierno y compasivo, que va en busca de la pequeña que se ha perdido.

    El asalariado

    El asalariado llegó a estar a cargo de las ovejas, pero no pagó nada por ellas. Su afecto es el que ha surgido del compromiso laboral, y del contacto diario, pero no es el amor de quien da su vida por ellas.

    Cuando hay peligro, ese afecto es demasiado pequeño como para sobreponerse al temor del lobo, así que deja las ovejas y huye.

    El asalariado no espera que las ovejas estén bien cuidadas y alimentadas. Simplemente espera que llegue el día en que ha de recibir su paga. Si muere alguna, la pérdida deberá correr por cuenta del dueño, él dirá que no estuvo en su mano salvarla.

    El asalariado es negligente. Él no se preocupa demasiado de fortalecer a la oveja débil, ni de curar a la enferma. No venda a la perniquebrada, ni trae de vuelta al redil a la extraviada. El sólo es diligente a la hora de beber de la leche, y vestirse de su lana; sólo corre para degollar la engordada y comer de su grosura.

    De manera que hay una gran diferencia entre el pastor y el asalariado. El asalariado cuida las ovejas con el desgano del asalariado y disfruta de ellas como teniendo los derechos del pastor; en cambio, el pastor las cuida con abnegación de pastor y disfruta de ellas como si no tuviera ningún derecho.

    Pero hay más. Los pastos del asalariado están resecos; las aguas escasean. Las ovejas dan tenues voces lastimeras. El hambre y la sed les agobian el alma.

    Entonces el buen Pastor las oye, y su corazón se inflama de compasión. Acude presuroso, las toma en sus brazos, y se las lleva por esos montes deleitosos.

    El asalariado espera ser seguido por las ovejas, y desea comer de la grosura de ellas. Pero cuando las ovejas oyen la voz del buen Pastor, escapan de la mano de los asalariados para subir a sus brazos. Entonces, ellos se quedan rumiando su amargura y tramando su venganza.

    Ellos no quieren saber que sus derechos no pueden exceder a sus negligentes cuidados, que el buen Pastor es el único que da su vida por ellas, y que lleva a sus ovejas donde quiere.

    Ser o no ser

    Jesús les dijo a los judíos: - Vosotros no creéis, porque no sois de mis ovejas.

     

    Y añadió:

  • Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen.

    Aquí hay dos grupos excluyentes: uno conformado por aquellos q ue no son de sus ovejas, y otro formado por sus ovejas. Los primeros son los que no creen; los segundos son los que oyen su voz.

    Para los primeros hay una sentencia lapidaria. Por eso los judíos, al sentirse identificados con esas ovejas, tomaron piedras para tirarle. Para los segundos, en tanto, hay la más completa seguridad.

  • ... Y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre que me las dio, es mayor que todos, y nadie las puede arrebatar de la mano de mi Padre.

    La condición de oveja de Jesús no se alcanza por haber tocado un resorte humano. No es por decisión de carne y sangre. Jesús dice:

  • Mi Padre que me las dio ...

     

    Sólo el Padre puede decidir si tú eres o no una oveja de Cristo. Para que tú llegaras a serlo, el Padre tuvo que haber pensado en ti y haber decidido a tu favor. Este es el privilegio más grande que puede tener un hombre sobre la tierra.

    Así que, hay sólo dos opciones: ser o no ser. ¿Cuál es tu realidad?

    ¿Eres o no eres una oveja de Cristo, el buen Pastor?

    Un rebaño y un pastor

    La meta de Dios es que todas las ovejas conformen un solo rebaño y tengan un solo Pastor. A la hora de decidir cuál ha de ser este pastor, no hay duda. Uno solo es el que dio su vida por las ovejas. Uno solo es el que tuvo el poder de poner su vida por ellas, para luego volverla a tomar.

    De manera que Cristo es el buen Pastor, y su iglesia es el único rebaño. Por supuesto, no se trata de un único rebaño formado por alianzas humanas. Dios no reconoce esos acuerdos. Se trata de la iglesia que él ganó por su sangre, de la iglesia que él edifica, del rebaño que él apacienta.

    ¿Cómo llegará a formarse este único rebaño? Cuando el pastor sale del aprisco, llama a cada una de las ovejas por su nombre, y las saca. Luego, cuando ha sacado fuera todas las propias, va

    delante de ellas; y las ovejas le siguen, porque conocen su voz. (10:3-4).

    El rebaño único está formado por aquellos que reconocen la única Voz digna de ser oída. Ellos se parecen en sólo esto: en que reconocen la voz del Pastor y le siguen. ¿Adónde? ¿Cómo?

    ¿Cuándo? El Pastor sabe adónde, cómo y cuándo.

    En estos días su voz se está oyendo por muchos lugares, en el mundo entero. Y sus ovejas están oyendo su voz y le están siguiendo.

    ¿Puedes tú oírle? Entonces, síguele.

    Y, de paso, conocerás a las demás ovejas.

     

    10

    Los amigos también tienen que morir

    (El “caso Lázaro”) Juan 11

    En este capítulo 11 de Juan está el relato de la muerte y resurrección de Lázaro. Esperamos que el Señor nos dé una nueva luz sobre este pasaje tan conocido, y que sea útil para los que desean servir al Señor.

    Un hogar en Betania

    Había en Betania un hogar especial. Un hogar donde el Señor encontraba descanso después de un día de camino agotador. Cuando llegaba allí, sus pies eran lavados, y su alma era refrescada.

    Era el hogar de Lázaro, y de sus hermanas María y Marta.

    Tal fue el afecto que el Señor tuvo por ellos, que les amó de una manera especial. El Señor llamaba a Lázaro su amigo (11:11). Tres veces se dice en Juan 11 que Jesús amaba a esta familia.

    Pues bien, pese a esto, hubo un día en que el sol se puso para ellos.

    Un día enviaron a Jesús un mensaje muy urgente:

  • Señor, he aquí el que amas está enfermo.

    Esta expresión “el que amas” no era una presunción. Era verdad: Jesús amaba a Lázaro. Sin embargo, el Señor reaccionó extrañamente a ese llamado. En vez de acudir a él, “se quedó dos días más en el lugar donde estaba”.

    El Señor Jesús amaba a estos tres hermanos, pero cuando supo que Lázaro estaba enfermo no hizo lo que se esperaba que hiciese. Se esperaba que él se levantase y fuese rápido para impedir que Lázaro muriera. Sin embargo, hizo exactamente lo contrario: se quedó allí dos días más. En vez de tenderle la mano, le dejó caer.

    Este es pues, el asunto. Jesús amaba a Lázaro, pero no hizo nada para evitar que muriera. Tan sólo cuando se hubo cumplido el tiempo, es decir, cuando ya estuvo muerto, “vino, pues, Jesús, y halló que hacía ya cuatro días que Lázaro estaba en el sepulcro” (v.17)

    Lázaro hedía

    Cuando Jesús llegó, Marta fue a encontrarle, y le dijo:

  • Señor, si hubieses estado aquí, mi hermano no habría muerto. María, su hermana, le dice poco después casi lo mismo:

  • Señor, si hubieses estado aquí, no habría muerto mi hermano.

    Ellas tenían toda la razón. Siendo el Señor Jesús quien es, era imposible que donde él estuviese pudiese haber muerte. La muerte huía de él, porque él es la resurrección y la vida. Y cuando el Señor Jesús está en un ambiente, la muerte tiene que huir, y la vida fructifica, florece y se expande.

    Ellas estaban seguras de esto, porque conocían al Señor. Luego se acercaron al sepulcro, y el Señor dijo:

  • Quitad la piedra. Entonces Marta dijo:

  • Señor, hiede ya, porque es de cuatro días.

    Si Lázaro hedía, entonces significaba que estaba bien muerto.

    Una alegoría

    Lázaro nos representa a todos nosotros. Lázaro somos tú y yo. Después de haber recibido la visita del Señor en nuestra casa por algún tiempo; después de habernos sentado a la mesa con él y de haber gozado de su afecto y de su palabra, llega un momento en que el Señor se aleja de nosotros.

    Mejor dicho, nosotros lo alejamos.

    Es como lo que sucedió con aquella mujer sulamita en el libro de los Cantares. (cap.5:2-3). En un momento en que ella dormía, oyó que la voz de su amado la llamaba, y le decía:

  • Ábreme, hermana mía, amiga mía, paloma mía, perfecta mía, porque mi cabeza está llena de rocío, mis cabellos de las gotas de la noche.

    El Señor venía como siempre, amable, afectuoso, diciéndole dulces palabras, e invitándole a que le abriera. Sin embargo, ella le responde:

  • Me he desnudado de mi ropa; ¿cómo me he de vestir? Me he lavado mis pies; ¿cómo los he de ensuciar? Ella se ha acostumbrado tanto al Señor, y a sus afectos, que llega un momento en que lo menosprecia. Ella está cómoda en su cama, se ha lavado, y yace plácidamente recostada. Él, en cambio, viene con su calzado sucio, y cubierto con el rocío de la noche. Es una molestia pararse y abrir la puerta.

    Así también sucede con nosotros. Habiendo disfrutado de la amistad del Señor, de pronto nos envanecemos, y lleguemos a pensar que nosotros le hacemos un favor con servirle. Nos hemos afanado sólo en su obra, y nos ha ido tan bien en ello - aparentemente-, que nos parece que podemos seguir realizándola, sin necesitar de él.

    Llegamos a ser expertos, y podemos dictar conferencias sobre nuestros éxitos. Entonces, en éste que parece ser nuestro mejor momento, el Señor se aleja por algún tiempo, y entonces la obra, que es nuestra gloria, se comienza a marchitar, y nosotros nos empezamos a morir.

    El corazón -que es engañoso- no siempre reacciona para ir tras él, como lo hizo la sulamita. Entonces el desdén se transforma en una indiferencia tal, o en una porfía a seguir en nuestro camino, que nos lleva espiritualmente a la muerte. Entonces, el Señor se queda lejos dos días más. Hasta que nosotros, y todos los que nos rodean, sepan que hemos muerto.

    Llega la desesperanza

    Es posible que quienes están a nuestro alrededor desesperen. La esposa se da cuenta primero, y después los hijos. Ellos preguntan:

  • ¿Qué pasa contigo?

    Es que hay una gran insensibilidad, una dureza de corazón o una angustiosa incapacidad de salir del atolladero.

    El Señor está lejos. Pareciera que él se ha escondido, que su mirada está vuelta hacia otra parte. Entonces, la situación se vuelve dramática, la muerte nos rodea. Nos damos cuenta -un poco tarde- que sin él todo es tinieblas. Sin él, las fuerzas del mal se nos abalanzan y amenazan con tragarnos.

    Sin él no hay gozo, ni fe, ni esperanza. No hay limpieza de conciencia. Se ha secado en la garganta esa alabanza que fluía de nosotros mientras andábamos en la calle. Hay sequedad, esterilidad, desierto. Hay hastío y pesadumbre.

    Entonces los que nos ven en esa condición, le dicen al Señor:

  • Señor, las cosas han ido muy lejos. Y añaden, con lágrimas:

  • Si tú hubieses estado aquí ... Si hubieses intervenido ... ¿Por qué no lo salvaste? ¡Señor, ha muerto!

    La mañana de la resurrección

    El relato de Juan 11 dice que, al ver el Señor a las hermanas llorando, él lloró también. Esto significa que él no se alegra con nuestra muerte y con el dolor de los que nos rodean. Él no se alegra con nuestro sufrimiento, más bien, se conduele con nosotros.

     

    El Señor lloró.

    El Señor sintió profundamente el dolor por su amigo Lázaro muerto. Sin embargo, él le había dejado morir.

    Pero tras la noche oscura del alma, tras el túnel de la muerte, hay una luz que resplandece. Más allá de los cuatro días hay una mañana de resurrección.

    Y llega el momento en que el sepulcro se estremece, en que el ángel de la muerte se aparta, y los demonios huyen. ¿Cuál es la causa? El Señor Jesús ha dicho, simplemente:

  • Lázaro, ven fuera.

    Cuando ya no había esperanza; cuando Marta había postergado la resurrección para el día postrero, y cuando todos ya habían llorado en sus funerales, el Señor sacó a Lázaro, atadas las manos, los pies con vendas, el rostro envuelto en un sudario.

    A Lázaro, y también a nosotros. A ti y a mí.

    Para un amigo de Jesús, la muerte no es el fin de todo. Siempre más allá de ella hay un mañana de resurrección. Los hombres temen la muerte, porque no ven nada más allá de ella. No tienen esperanza. Pero para los que aman a Jesús, la muerte es sólo el paso a una vida superior. Es recién el comienzo de todo.

    Los amigos también tienen que morir

    Juan 11:51-52 nos dice que Jesús tuvo que morir para salvar a la nación y para congregar en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos. Jesús hizo lo que tenía que hacer. Él murió. Eso está muy claro. Ahora les corresponde a sus amigos hacer lo propio.

    Lázaro era un amigo del Señor. Pero no sólo él lo era.

    El Señor les dijo en otra oportunidad a todos sus discípulos:

  • Vosotros sois mis amigos ...

    Y eso nos lo dice también a nosotros.

  • Vosotros sois mis amigos.

    Si tú eres su amigo, tienes que saber esto:

  • Los amigos también tienen que morir. Tal vez tú digas:

  • Esto es absurdo. ¿Por qué tengo que morir? O:

  • Esto es para otros.

    Mientras tú estás en el pináculo de la gloria, o en el monte de la transfiguración, podrías pensar que no es necesario que mueras.

    Sin embargo, Lázaro murió, y todos los demás amigos de Jesús también tienen que morir.

    Catalepsia

     

    Hay algo muy parecido a la muerte. Se llama catalepsia. ¿Qué significa? La catalepsia es la pérdida de la sensibilidad exterior y del movimiento, pero sin pérdida de conciencia. Una persona que está en estado de catalepsia está aparentemente muerta, pero razona.

    Es posible que en algún momento lleguemos a entender la doctrina acerca de nuestra muerte y la aceptemos. Es posible que estemos de acuerdo en que el Señor quiere que muramos. Y entonces hacemos arreglos para producir nuestra muerte, y -mejor- para que parezca realmente que morimos. Sin embargo, al Señor no lo podemos engañar. Él no permitirá que nos conformemos con un simple adormecimiento. Él se alejará de nosotros todo el tiempo necesario hasta que estemos bien muertos.

    ¿Cuánta revelación, cuánta vida, cuánta comunión está siendo impedida porque algunos de nosotros no estamos dispuestos a morir de verdad? Lázaro murió, y todos los amigos del Señor tienen que morir.

    Ser un simpatizante es fácil, porque él va, escucha y se vuelve. Y luego dice:

     

    • Estuvo linda la enseñanza.

    • Buena la predicación.

    • Fue hermosa la alabanza.

      Pero ser un amigo del Señor, es algo mucho más delicado, y también comprometedor. Lázaro murió. Y en Juan 15:14 dice:

  • Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando.

    ¿Y cuál es su mandato para usted y para mí? Hoy el Señor nos manda a morir, y a morir de veras.

    El Señor se quedó otros dos días más lejos de Betania, para que quedara muy claro que Lázaro no sufría de catalepsia. El mal olor de su cuerpo indicaba que no tenía catalepsia. Lázaro estaba realmente muerto.

    Los frutos del morir

     

    La muerte de Lázaro provocó uno de los hechos más prodigiosos del ministerio del Señor Jesús: la resurrección de Lázaro. Sin la muerte de Lázaro no podía haber resurrección. ¿Y qué pasó cuando Lázaro resucitó? “Entonces muchos de los judíos que habían venido para acompañar a María, y vieron lo que hizo Jesús, creyeron en él” (v.45).

    Si no dejamos morir a Lázaro, no habrá resurrección, y si no hay resurrección, no creerán los incrédulos que esperan ver proezas y milagros. Cuando Lázaro resucita por el poder de Dios, entonces la noticia se esparce y muchos llegan a ver.

    El versículo 51 dice que Jesús tenía que morir por la nación y también para congregar en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos. Y él murió.

     

    En estos días, hay mucho pueblo de Dios que está disperso. Hay muchos que están extraviados, que se sienten lejos del redil.

    Otros están hambrientos y sedientos. Dios los quiere reunir.

    Si Lázaro se niega a morir, Dios no podrá usarlo para alcanzar a otros. Porque -usted debe saberlo- hay una obra que Dios está haciendo hoy: él está salvando a muchos, y está congregando a todos los dispersos en uno.

    Pero para realizar esta obra, tú, al igual que Lázaro, debes morir.

    Ellos no quieren morir

    Hay muchos por ahí comiendo algarrobas. Hay muchos que no conocen la Casa de Dios. Para reunirlos en uno, el Señor Jesús tuvo que morir. Y para que él los pueda reunir en uno hoy, sus amigos tienen que morir.

    Necesitamos romper las ligaduras de impiedad; necesitamos abrir camino, orar intensamente, por las mañanas y las noches. Pero hay hijos de Dios que aman el dormir. Ellos no quieren morir.

    Es preciso negar los apetitos de la carne, pero hay hijos de Dios que no quieren morir.

    Hay lazos de impiedad que no se rompen, porque el pueblo de Dios no ayuna. Hay ofensas que se reciben, hay pequeñas cosas que hacen que el corazón, o el alma se duela, hay rencores, hay rencillas. Pero los hijos de Dios no quieren morir.

    Hay pequeños sacrificios que hacer, pero los hijos de Dios no quieren morir. Por tanto, los dispersos seguirán dispersos, y los hambrientos seguirán hambrientos.

    Hay hijos de Dios que trabajan de sol a sol, porque tienen muchas cosas que comprar, y muchas deudas que pagar. Ellos no quieren restringirse. Ellos no quieren morir.

    Ellos viven para trabajar y para ganar mucho dinero. Aunque con la mitad tendrían lo suficiente para sus gastos y los de su familia, ellos sienten que necesitan ganar más. Tienen que mantener un estándar de vida, un cierto ‘status’. Tienen que cambiar el auto y mejorar la vivienda. Ellos no quieren morir.

    Entonces, que los que están afuera, sigan congelados; que sigan muriendo de hambre. Que sigan estando con el estómago vacío.

    Que sigan dispersos los hijos de Dios, porque estos Lázaros no quieren morir.

     

    Amados: ¡Esto no es sólo una interpretación de Juan 11! Esto es un llamado al corazón del pueblo de Dios. A los amigos de Jesús.

    No es para los extraños: es para los amigos.

    Los Lázaros no quieren morir. Ellos se esfuerzan por aparentar que están bien, aun lejos del Señor. El Señor ya no da testimonio en sus

    corazones, ni respalda la obra de sus manos, pero ellos no quieren morir. Se aferran desesperadamente a su vida y a su gloria.

    Si esa es tu condición, amado hermano, debes saber que El Señor se va a quedar lejos dos días más, hasta que mueras.

    ¿Por qué? Porque tú eres su amigo, porque él te ama y porque quiere ocuparte.

     

    11

    El perfume

    (Anatomía de un derroche) Juan 12:1-5

    El episodio de Betania, con Lázaro y sus hermanas de nuevo en torno a la mesa, y con Jesús como invitado de honor, tiene ribetes muy especiales.

    Aquí es María la que da muestras de la más fina sensibilidad espiritual. Igual que en aquella escena en que, sentada a sus pies, le oye hablar (Lucas 10:38-42), y en aquella otra cuando Lázaro ha muerto (Juan 11:32-35). Allí, los oficios de Marta quedaron

    opacados por el ejemplo de esta mujer que escogió “la buena parte”; acá, el gemido de María había tocado el corazón de Jesús, que se conmueve hasta las lágrimas.

     

    Pero ahora es el perfume. Es el nardo puro, de mucho precio, que derrama sobre los pies del Señor. Ahora es su perfume que llena de grato olor toda la casa.

    Un vaso quebrado

    Marcos nos refiere que María quebró el vaso de alabastro para derramarlo sobre Jesús. (Marcos 14:3). Esto de quebrar el vaso debe de tener un significado espiritual, o si no, no hubiera ocurrido así, o bien no se hubiese registrado. No hay razón para quebrar un vaso que podía haberse abierto.

    El vaso en las Escrituras es el cuerpo y también el alma, es decir, todo lo que conforma esencialmente nuestro “yo”, nuestra compleja personalidad psicosomática. (Ver 2ª Corintios 4:7-10). Un vaso quebrado es, por tanto, un alma quebrantada, y ofrecida al Señor sobre su altar. El grato olor del nardo puro es, consecuentemente, el del espíritu humano liberado como producto del quebrantamiento anterior.

    Un poco antes, el Señor había profetizado:

  • El que cayere sobre esta piedra será quebrantado ... (Mateo 21:44).

    La piedra es Cristo, y el que cae sobre él es todo aquel que viene a él para ser su discípulo. Para un discípulo sólo hay esa opción, porque la otra que aparece en la segunda parte del mismo pasaje, es para los réprobos:

  • ... y sobre quien ella cayere, le desmenuzará.

    De manera que este es el camino obligatorio para quien desea servirle. O somos quebrantados ahora, o seremos desmenuzados después. Por supuesto, aquel sobre quien la Piedra cae, no sirve para nada.

     

    De manera que María nos ilustra aquí muy gráficamente el camino del servicio espiritual.

    El vaso quebrado es el alma derramada

    El vaso de alabastro es, entonces, el alma que se derrama a los pies del Señor. María no sólo ofreció su perfume; en ese perfume iba toda su alma derramada delante del Señor. ¿Hubo lágrimas?

    ¿Hubo sollozos? ¿Fue esta escena similar a esa otra en casa de Simón el fariseo (Lucas 7:36-50). ¿O las lágrimas de aquella mujer procedían de una indignidad que María no sentía?

    Si hubo lágrimas, no debieron de ser menos que las de aquélla. Si hubo gratitud allí, aquí debió de haber más, porque Lázaro, que había muerto, estaba sentado a la mesa con ellos ahora. La escena no nos ha sido descrita con todo su brillo, pero lo que está dicho basta para atraer nuestro corazón a los pies del Maestro.

    Los discípulos se oponen

    Primeramente fue Judas el que se opuso (Juan 12:4), luego fueron “algunos” discípulos (Marcos 14:4), y finalmente, fueron todos, quienes se opusieron a María en su acción (Mateo 26:8). Todos ellos esgrimieron la misma razón: que eso era un derroche; que el perfume podría haberse invertido mejor. Los pobres hubieran sido, en opinión de ellos, objetos más dignos de una inversión así.

    Lamentablemente, en ese momento no hubo nadie (aparte del Señor y María) que tuviese los ojos ungidos para ver espiritualmente las cosas. Hubiese sido muy digno para ellos si al menos uno hubiera dicho lo que el Señor tuvo que decir para explicar el sentido de las cosas.

    Nadie alzó la voz para vindicar al Señor en ese momento. Para todos ellos era un derroche, con lo cual menospreciaban hasta la ofensa a Aquel que estaba sentado con ellos.

    Cuando el Señor habla, él sale en defensa de la mujer; no de sí mismo.

  • ¿Por qué molestáis a esta mujer? - dice, como si no importara si él hubiese sido molestado.

    La oposición de los discípulos se ha seguido repitiendo cada vez que un alma se ofrece como una ofrenda valiosa a los pies del Señor. Entonces, todos sacan cuentas de cómo hubiese sido mejor invertirla. Y le dan una ubicación u otra, pero siempre referida a algo

    de la tierra. Tal vez una atractiva carrera, o un camino seguro hacia el éxito en las aulas universitarias. Pero no se suele tomar en cuenta sobre quién se está derramando el nardo puro.

     

    Perfume para la casa

    Junto con ser una ofrenda al Señor, el alma quebrantada es también un motivo de bendición para la Casa. Todos los que estaban presentes aquella noche de Betania pudieron comprobar cuán exquisito era el perfume, y cuán alto debía de ser su precio. 1

    La casa cambió de olor; el ambiente se volvió refinado, si es que antes no lo era. Cristo estaba presente. Pero también había el grato olor del perfume de María.

    En la iglesia hoy, cada vez que ésta se reúne, Cristo está presente. Su presencia quita la muerte e introduce la vida. Pero cuando hay nardo derramado, también la iglesia lo sabe, porque ofrece el toque de excelencia, el ambiente digno a tan augusta Presencia.

    Si está Cristo en Betania, debe de haber alguna María que le dé el marco real a esa gloriosa escena. Si Cristo está en su iglesia (y sabemos que está), los vasos de nardo no pueden estar guardados como buscando una mejor ocasión, porque no la habrá. Dejarlo para más tarde, será una pérdida irreparable. El grato olor del perfume derramado sobre él debe inundar ya toda la casa.

    Los nardos de hoy

    En la casa de Dios hoy escasea el perfume de nardo puro. Si es que hay perfume, es un nardo aguado, o bien es un nardo “alternativo”. Cuando hay alguna ofrenda, la ofrenda es mezquina. No se ofrecen las almas para él, sino que se ofrecen a una “causa”, a una “obra”, al “evangelio”, todo lo cual es algo distinto de él mismo.

    La obra de Dios comienza por Cristo. Así que, más vale que los siervos se ofrezcan a él, o no se ofrezcan a nada. Empezar por otro lado es hacer una inversión pésima, que no glorificará al Señor, ni perfumará la casa.

    Ofrecerse a Cristo es algo demasiado etéreo para el alma carnal. En cambio, ofrecerse a una “causa” es algo claro, palpable, con metas claras y cronograma definido.

    Permítanos el Señor tener los ojos ungidos de María, para ofrecer nuestro nardo puro, de alto precio, en el momento justo y a quien corresponde. Completamente. Poniendo en ello toda el alma. Aunque los demás se opongan, y el diablo ruja.

    Para que su Nombre reciba gloria, y su casa esté perfumada, como es digno de él.

    1 Trescientos denarios es más de un millón de pesos chilenos de hoy - unos mil quinientos dólares americanos.

     

    12

    El grano de trigo

    (La carne bajo sentencia) Juan 1:12-13; 3:5-6; 6:63; 12:24-25

    Desde el primer capítulo de Juan se viene conformando sutilmente una enseñanza (un poco aquí, otro poco allá) que desemboca definitiva y claramente en las siguientes palabras de Jesús:

  • De cierto, de cierto os digo, que si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto. El que ama su vida, la perderá; y el que aborrece su vida en este mundo, para vida eterna la guardará. (Juan 12:24-25).

    Con este dicho del Señor se hace la luz completa en un asunto de vital importancia para el cristiano. Sin embargo, para entenderlo bien tendremos que seguirle su curso desde el principio.

    Engendrado de Dios

    En Juan 1:12-13 dice que los hijos de Dios “no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios”. Los términos “sangre”, “carne”, y “voluntad de varón” nos remiten a la esfera de lo terreno, de lo humano; en tanto la expresión “de Dios” nos levanta hacia las alturas de lo divino. La contraposición es evidente.

    En ella, lo terreno es puesto, según la valuación de Dios, en un lugar muy desventajoso. Nada de la tierra puede producir algo divino. Nada de “carne” o “sangre”, o de “varón” puede generar algo espiritual. La carne y la sangre pueden engendrar hijos de carne y sangre, pero no pueden engendrar hijos de Dios. Asimismo, la voluntad del hombre (que es su punto fuerte) queda excluida de raíz.

     

    Nacido del Espíritu

    El Señor Jesús le dijo a Nicodemo, aquella noche de preguntas y respuestas en secreto:

  • Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es.

    Y también le dijo:

  • El que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios. (Juan 3:5-6).

    En Juan 1:13 se habla de engendrar; aquí se habla de nacer. Allí Dios es el que engendra un hijo de Dios; aquí es el Espíritu el que hace nacer un nuevo hombre que pueda entrar en el reino.

    La carne y el espíritu siguen dos carriles diferentes, paralelos, que nunca se podrán encontrar. Lo que es nacido de la carne, carne es. Lo que es nacido del Espíritu, espíritu es.

    Espíritu y vida

  • El espíritu es el que da vida; la carne para nada aprovecha - dice el Señor en Juan 6:63.

     

    En Juan 3 se nos habla del carácter irreconciliable de los carriles de la carne y del espíritu; aquí se nos muestra qué es lo que hay al fin de cada uno de esos carriles.

    Al final del carril del espíritu está la vida; al final del de la carne está lo que no aprovecha. Eso que no aprovecha está aclarado por

    Pablo en dos lugares de sus epístolas. En Romanos 8:6 nos dice que es la muerte, y en Gálatas 6:8 nos dice que es la corrupción.

    Luego, el Señor completa la idea diciendo:

  • Las palabras que yo os he hablado son espíritu y son vida.

    Aquí se indica cuál es el fin que tiene el carril del espíritu: la vida. En Cristo todo es coherente. Desde principio a fin hay sólo una línea. Él no admite intromisión de la carne (con sus secuelas, la muerte y la corrupción); él se asocia con el espíritu y con la vida. Más estrictamente, sus palabras son (no sólo “contienen”) espíritu y vida.

    El repertorio de la carne

    Toda vez que se habla de la carne y de sus manifestaciones acudimos a Gálatas capítulo 5, versículos 19 al 21. Esto está bien. Y de esa larga lista es muy claro que cosas como el adulterio, la fornicación, la inmundicia y la lascivia, las borracheras y las orgías, por ejemplo, al ser tan grotescas, son evidentemente carnales. Pero no siempre hay el mismo acuerdo para juzgar como tales otros pecados “menores”, y que suelen admitirse casi como normales aun en medio del pueblo de Dios, tales como las enemistades, los pleitos, los celos, las iras, las contiendas, las disensiones (divisiones), las herejías (o sectas), y las envidias.

    Así, una primera cosa que hemos de considerar aquí son esas manifestaciones menos grotescas de la carne (tan cercanas a las debilidades, y como tales, casi excusables), y darles el nombre que realmente tienen.

    Hay cristianos que se han acostumbrado tanto a ellas, que aceptan convivir con ellas, adaptarse a ellas, y bromear acerca de ellas con el más absoluto desparpajo. Quienes hacen así no advierten el dolor que ellas causan en el corazón de Dios, ni el retraso que provocan en su obra, ni el descrédito en que sume a la preciosa fe ante los incrédulos.

    Los celos, las contiendas y las divisiones que Pablo atacó tan fuertemente en los corintios (1ª Corintios 3:3) suelen ser hoy asuntos banales y aceptados casi sin reproche. Esos males, tan sancionados por Pablo, son los mismos que hoy separan a los líderes cristianos y a los hijos de Dios en multitud de facciones.

    Cada facción es un signo claro de que en algún lugar y en alguna circunstancia determinada, hubo alguien (o algunos) que no quisieron morir, y que dejaron libre pasada a su carne. Que hubo alguien (o algunos) que admitieron en su corazón esos “pecados menores” de la carne como son las enemistades, los pleitos, las disensiones y las envidias.

     

    Las bondades de la carne

    Sin embargo, hay una manifestación de la carne que es todavía más sutil que la anterior. La carne no es sólo lo malo que describe Pablo en Gálatas 5. Hay mucho bueno en la carne, y que por serlo (al menos ante los ojos no ungidos espiritualmente) no es juzgado, ni menos aborrecido.

    Cuando Pedro, lleno de compasión por el Señor, quería evitar que su Maestro fuese a la cruz, manifestó, no un rasgo del espíritu, sino la bondad natural de su carne. (Mateo 16:22-23). La compasión y el deseo de sobrevivencia para su Amigo y Maestro no es una cosa reprobable a los ojos no ungidos, pero el Señor los dejó al descubierto: eran simplemente carne y, más aun, carne utilizada por el Maligno. La carne de Pedro -como todo lo que es de la carne- no ponía la mira en las cosas de Dios, sino en las de los hombres.

     

    Cuando Pedro, poco después, en el monte de la transfiguración, pide al Señor que autorice el que se hagan tres enramadas, también estaba discurriendo carnalmente. (Mateo 17:1-5). Por eso, el Padre lo interrumpe desde la nube para dar testimonio de su Hijo amado. La idea de Pedro no honraba al Señor, porque le ponía a la misma altura que sus siervos Moisés y Elías. Así que su buena intención es, de nuevo, contraproducente, y en vez de ayudar, molesta.

    Cuando los discípulos disputaban entre sí acerca de quién sería el mayor, no necesariamente tenían una mala intención. (Lucas 22:24- 27). Simplemente querían reconocer un orden entre ellos para enfrentar mejor la obra futura. Querían establecer una especie de organigrama “para un mejor funcionamiento”, lo cual en el mundo es una buena cosa. Sin embargo, espiritualmente, eso era reprobable. Así que el Señor les dijo cómo lo que se estilaba entre las naciones no era aplicable a ellos, y cuál era la diferencia entre el proceder de la carne y el del espíritu.

    Cuando los discípulos se durmieron en el Getsemaní, aquella noche terrible en que no pudieron velar junto a su Maestro, él les dio la explicación de su pesadez (Mateo 26:36-41). Les dijo:

     

  • Velad y orad, para que no entréis en tentación; el espíritu a la verdad está dispuesto, pero la carne es débil.

    La oración era de verdad una buena cosa que ellos podían y debían hacer junto a su Señor sufriente; sin embargo, ellos eran carnales todavía, y no podían hacerlo.

    Así, derivamos una conclusión importantísima para todo cristiano: que en el reino y en la obra de Dios, lo que la carne puede hacer, no sirve; y lo que sí sirve, ella no lo puede hacer.

    La carne y la obra de Dios

    Pese a lo anterior, en la realización de la obra de Dios suelen ocuparse muchas bondades de la carne, y suele echarse mano a muchos buenos recursos del mundo. En la predicación del evangelio, en el establecimiento de iglesias, en la formación y financiamiento de los “ministerios”, en la edificación de los creyentes, es decir, en prácticamente todo, hay muchas estrategias carnales en acción.

    ¿Cómo podría Dios respaldar aquello que se originó en la carne? El espíritu y la carne son entidades irreconciliables, y los recursos de la carne no pueden producir ningún fruto espiritual.

    Si hay algún fruto en medio de toda esa profana parafernalia “cristiana” de hoy no es porque en ella se hayan invertido muchos recursos humanos, sino porque, en algún momento del ‘show’, el animador (o el cantante o el teleevangelista) dejó caer, como al pasar, alguna buena palabra de Dios en el corazón hambriento, que dio fruto para vida. Es la Palabra y sólo la Palabra la que es espíritu y vida. De lo demás, nada aprovecha, porque todo eso es carne y nada más que carne.

     

    Dios respalda su Palabra, y la Palabra que sale de su boca no vuelve vacía. De todos los ingredientes del ‘show’, es una porción minúscula y casi despreciable hoy lo que da fruto para gloria de Dios. ¡Cuánto mayor fruto habría si se invirtiesen los énfasis y las prioridades de Dios reemplazasen las nuestras! ¡Cuánto mayor fruto habría si nos despojásemos de las armas de Saúl, y tomásemos

    una honda y unas cuantas piedrecillas del arroyo para derribar los Goliats que se levantan en nuestros días!

    La verdad completa

    Al llegar a Juan 12:24-25 encontramos el desenlace de toda esta preciosa enseñanza que se va diseminando poco a poco a través del evangelio de Juan. Retomemos las verdades anteriores y veamos cómo se reúnen en este pasaje.

    Si la carne y la sangre no sirven para engendrar un hijo de Dios (1:13); si la carne no puede introducir a nadie en el reino de Dios (3:5-6); si la carne no aprovecha para nada (sólo trae muerte y corrupción) (6:63), entonces, la carne debe caer en tierra -como un grano de trigo- y morir. Eso es todo.

    El grano de trigo es -como se explica en el versículo 25- la vida “en este mundo”. Es la vida humana, la vida del yo, con todos sus deseos y sus apetitos; pero no sólo con sus malos deseos y sus apetitos pecaminosos. Es la vida del alma con todas sus ideas, sus buenas intenciones, y su repertorio de bondades. Cuando esta vida va a la muerte, se turba el alma (Juan 12:27); se desconcierta y sufre, pero igualmente tiene que morir.

    La vida del alma (o de la carne) es parte tan íntima nuestra, que nos duele más que una espina arrancarla de nuestros afectos. Pero tenemos que hacerlo. Si no lo hacemos, nos quedaremos sin fruto. El espíritu, encerrado en las fortalezas de nuestra alma, no podrá salir para vivificar a otros. El grano de trigo se quedaría solo, y su muerte final no sería para nada provechosa. Moriría de viejo, pero no voluntariamente. Su muerte no traería gloria para Dios.

     

    Así que, lo que comenzó en Juan 1:13 como un asunto en que la vida de Dios engendraba vida en los hombres, concluye aquí (Juan 12:25) como un asunto en que el hombre muere para que la vida de Dios se manifieste.

    ¡Que el Señor nos ayude a aceptar nuestra muerte, para que cuando se nos turbe el alma, no volvamos atrás, sino sigamos hasta que el grano de trigo muerto se vea en muchos granos nuevos, para la gloria de Dios!

    13

    Las manos más poderosas toman la toalla

    (La señal de nuestra riqueza)

    “Sabiendo Jesús que el Padre le había dado todas las cosas en las manos, y que había salido de Dios, y a Dios iba, se levantó de la cena, y se quitó su manto, y tomando una toalla, se la ciñó.” Juan 13:3-4

    En estos versículos vemos dos cosas contrastantes: la grandeza del Señor, su dignidad (y la conciencia de esa dignidad), y su humillación ante los hombres.

    El Señor ha llegado al fin de su ministerio. Todo lo que debía hacer, lo ha hecho. Sólo falta la cruz. Pero aun antes de ella, ya el Padre ha decretado que él es el heredero de todas las cosas, y ha puesto todas las cosas en sus manos.

    Bien puede el Señor descansar. (Ya ha agradado el corazón del Padre, ¿qué más podría desear?). Sin embargo, no descansa. Hay algo más que él debe hacer.

    Con esas mismas manos que el Padre generosamente ha llenado de poder y de autoridad, él realiza algunas acciones. Algunas extrañas acciones. Acciones consideradas viles, dignas de un criado.

    Precisamente ahora, cuando todo lo tiene en su mano, ahora que le ha sido dada toda potestad, realiza acciones de esclavo.

    Bien podría usar sus manos para ejercer alguna forma de gobierno, o demandar sumisión. Podría alzar sus manos con majestuosidad y reclamar obediencia y veneración. Todo eso sería perfectamente legítimo.

     

    Sin embargo, lo que hace es insólito. Se quita su manto (era hermoso, tal vez lo único que humanamente le daba algún atractivo), toma una toalla y se la ciñe, pone agua en un lebrillo, y comienza a lavar los pies de los discípulos, enjugándolos con la toalla.

     

    En sus manos bien podría haber habido un bastón de mando, pero

    ¡vedlo!, ¡ha tomado una toalla!

    ¡No es la conducta del más grande Rey! ¡No es el gesto mayestático del favorito de Dios!

    “Sabiendo Jesús ...”

    Jesús escoge este momento para darnos la suprema lección de humildad. La verdadera humildad no es la impotencia del pobre y desamparado que no tiene otro camino que aceptar el atropello. No es la impotencia del débil que no puede zafarse del escarnio, pero que lo sufre hirviendo de ira por dentro.

    La humildad tampoco es una consecuencia del menosprecio hacia sí mismo, o de una conciencia de indignidad. Al contrario.

    La humildad parte del conocimiento de Dios y de lo que tú eres para Dios. La humildad parte de un corazón pleno, de unas manos que han sido bendecidas por Dios. La verdadera humildad comienza con tu riqueza, con tu descanso en Dios. Por cuanto eres algo para Dios, tú puedes humillarte ante los hombres. Tu corazón se siente tan satisfecho en Dios que no importan los menosprecios o las incomprensiones de los hombres.

    Cuando Jesús supo que el Padre le había dado todas las cosas en las manos, tomó la toalla.

    Cuando te sabes precioso para Dios, y sabes que eres rico, y que lo que tienes está perfectamente asegurado en Dios, puedes exponerlo, y puedes llegar al extremo de tomar la toalla.

    Si sabes de dónde vienes y hacia dónde vas, puedes humillarte. Si sabes que tienes todas las cosas en Cristo, ¿qué importa que los hombres vanamente quieran tomar todas las cosas por su mano? Si Dios ha decidido darte (y su voluntad es inquebrantable), ¿quién podrá quitarte?

    La toalla en tu mano no es una pérdida en tu dignidad: es una honra. Es desgranar divinidad a los pies de los hombres.

    El temor de perder

    Quienes no están dispuestos a tomar la toalla, y, en cambio, sí lo están para sentarse y ser lavados; quienes no quieren servir, sino ser servidos, no se saben lo suficientemente enriquecidos en Cristo;

    tienen inseguridad, así que no quieren perder ante los hombres lo poco que creen tener.

    La altivez, la soberbia, la presunción, delatan una gran pobreza espiritual, y una suma debilidad interior. Si no se defienden, si no gritan sus derechos, se quedan sin nada.

    Tras la falta de humildad hay un abismo sin fondo. Si no reafirman su personalidad, no tienen personalidad; si no se esfuerzan por obtener protagonismo, no tienen protagonismo; si no gritan, no son escuchados; si no dicen: “¡Estoy aquí!”, nadie les prestaría atención.

    No son nada aquí abajo (al menos, así lo sienten), porque no tienen el testimonio de ocupar un lugar en el corazón de Dios. Les parece que el cielo está cerrado para ellos, que Dios no les quiere, ni los respalda.

    Si más encima toman la toalla, serán no sólo pobres, sino que parecerán pobres. No sólo serán pequeños, sino que lo parecerán.

    Interviene Pedro

    Si después de mucha cavilación, ellos deciden humillarse, si han comenzado a lavar los pies de otros más pequeños que ellos; si en ese momento algún Pedro les dice: ¿”Tú me lavas los pies”?, ellos no tiene reparo en detenerse; antes bien, les parece que era la objeción que estaban esperando; sienten que ella confirma sus aprensiones, y que es lo que les conviene. ¿No les evita una humillación? ¿No honra su posición ante los hombres?

    Por si todavía albergan alguna duda, ese Pedro insiste, diciendo: “No me lavarás los pies jamás”. Entonces, lo confirmarán del todo.

    Con ello, termina la hora (quizá fueron sólo unos minutos) de su humillación y comienza la de su exaltación. Desde ahí estarán dispuestos a recibir sin ambages toda la honra que venga.

     

    Allí mismo se habrá perdido la ocasión de descender, y de dar una lección de humildad a los demás.

    Comienza así a establecerse el ego en el corazón, con todas sus altiveces, en vez de entronizar el espíritu de Cristo.

    El Señor no hizo así, sin embargo. Él debía llegar hasta el fondo en su descenso, y lo hizo. Pedro no pudo impedírselo. Nada debía paliar la cuota de su humillación. El tenía que ser ejemplo. Y lo fue, perfectamente.

    Un llamado a comprometerse

    Jesús le respondió a Pedro:

  • Si no te lavare, no tendrás parte conmigo

    La respuesta del Señor fue una orden a comprometerse. Era como decirle:

  • Si no dejas que te lave, entonces no me conoces.

    Si Pedro lograba que el Señor no lo lavara, él podría perfectamente negarse después a lavar a otros. En cambio, ahora, había tenido que aceptar que el Señor se humillara ante sus pies; así que él debería hacerlo ante otros.

  • Pedro, o te comprometes, o no tienes parte conmigo.

    Esa misma voz resuena para nosotros. Él nos ha lavado los pies, y nosotros debemos lavarlos a otros. Él se humilló ante ti, así que tú tienes que humillarte ante otros. Y esos otros deberán seguir el ejemplo hasta llegar al último discípulo.

     

    Judas también

    “Después que les hubo lavado los pies, tomó su manto, volvió a la mesa ...”

    Esta frase indica claramente que Jesús cumplió su tarea con todos sus discípulos. Pero ... ¿con todos?

    Entre los doce hay uno que miraba con sorna lo que hacía Jesús. Sus pensamientos bullían por dentro.

  • ¡Vean cómo luce el que se dice Hijo de Dios! ¡Arrodillado como el más vil de los esclavos!

    Es Judas. ¡Judas también estaba presente! Podemos entender que Jesús lavara los pies de los once, pero ¿debía lavar también los de Judas?

    También los de Judas.

    Evitarlo le habría sido muy fácil. Bastaba con decirle que saliera unos minutos antes. De todas maneras, él iba a salir en seguida para entregarle. (Juan 13:27).

    ¿Por qué no lo hizo así?

     

    Es que no hubo límite para la humillación de Cristo; para que ninguna humillación nuestra fuera superior a la suya; para que nadie se gloríe en sí mismo, sino en él.

     

    Humillarse ante Pedro podría resultar relativamente fácil; humillarse ante Juan, el discípulo amado, también. ¿Pero, humillarse ante el que le había de entregar?

    No hay límite para la humillación a la que debe estar dispuesto uno que ama a Dios y que sigue a Jesús.

     

    14

    La perfección del amor

    (El sello de nuestro discipulado)

    “Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros.” Juan 13:34-35

     

    La mayor evidencia de la calidad de la vida divina es el amor. Según las palabras del Señor, el amor habría de ser el sello característico y relevante del discipulado.

    Veamos cómo es este amor.

    Como yo os he amado

    La calidad del amor con que se aman los que son de Dios está asegurada por ser de la misma clase e intensidad que el amor de Cristo. En realidad, es el amor de Cristo mismo.

    El Señor dijo:

  • Que os améis unos a otros, como yo os he amado ...

    ¿Cómo nos amó Cristo?

    Cristo demostró de manera fehaciente la calidad e intensidad de su amor, porque dio su vida por amor.

    Muchas otras formas puede haber para demostrar el amor, pero ésta es la mayor. Él mismo lo dijo así en otra oportunidad:

  • Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos.

    Este amor de Jesús ofrecido hasta la muerte tiene, en las Escrituras, tres connotaciones: como el Amigo puso su vida por los amigos (Juan 15:13); como el buen Pastor, dio su vida por las ovejas. (Juan 10:11), y como el Amado y Esposo, se entregó a sí mismo por su amada, la iglesia. (Efesios 5:25).

    ¿Eres tú un amigo de Jesús? Jesús puso su vida por ti. ¿Eres una oveja de Jesús? El dio su vida por ti. ¿Eres un miembro del cuerpo que es la iglesia? Jesús se entregó a sí mismo por ti.

    Esta es la maravillosa y definitiva demostración del amor de Cristo.

    Su muerte sustitutiva

    Así pues, la máxima demostración del amor es ofrecer la vida por otros. O sea, ir a la muerte.

    Cuando nosotros estábamos bajo condenación, y no podíamos salvarnos, él fue nuestro sustituto en la cruz. Él tomó el lugar de nuestra muerte en la cruz.

    Las Escrituras nos ayudan a visualizar esto.

    El cordero manso

    Los judíos en el tiempo de la ley acudían al tabernáculo cada cierto tiempo. Ellos iban siempre con algún animal -preferentemente un cordero- para ofrecer en el tabernáculo por sus pecados.

     

    Pues bien, cada uno de esos corderos, o becerros, o machos cabríos, estaba hablando de uno que habría de venir, y que habría de cargar el pecado de todos nosotros.

    Si hubiésemos estado allí para preguntarle a un judío:

  • ¿Para dónde vas con ese cordero? Él nos hubiera respondido:

  • Voy a la casa de Dios. Por este cordero yo soy salvo. He cometido muchos pecados, pero este cordero me hará volver en paz. He infringido muchos mandamientos, pero este cordero me dará la vida. Cuando caiga su sangre en tierra, yo seré libre.

     

    En el tabernáculo había preparado un lugar -el atrio-; el cordero sería puesto encima, y los cuchillos caerían sobre él.

    Esos corderos, que no emitían voz al morir, que no se resistían; esos cientos y miles de corderos que fueron sacrificados así, hablaban de Jesús. Todos los días de su ministerio sobre la tierra, Jesús supo que él era un cordero. Y como tal, su destino estaba fijado de antemano. Y él no hizo nada por cambiarlo, aunque podía haberlo hecho.

     

  • Tengo poder para poner mi vida, y tengo poder para volverla a tomar - decía él.

    También decía:

  • Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo (Juan 10:17- 18).

    ¿Qué significan esas palabras? Que no fue la impotencia la que le llevó a la cruz. No fue la debilidad.

     

    Fue el amor por sus ovejas; fue el amor por sus amigos.

    El pararrayos de la ira de Dios

    Este mismo amor de Cristo que le llevó a ofrecerse como nuestro sustituto en la cruz tiene también otra connotación: Cristo fue como un pararrayos, que detuvo al ira de Dios por el pecado.

     

    Tú debes recordar el día que Dios le dio la ley a Israel en el monte Sinaí. (Éxodo 20:18-21; Hebreos 12:18-21). ¿Qué hubo en ese monte? Recordarás que fue aquél un espectáculo terrible. Había truenos y relámpagos, y sonido de trompetas. El monte entero ardía en fuego y humeaba. El pueblo temblaba, y Moisés también.

     

    ¿Qué ocurrió allí? El Dios de justicia, que no tolera el pecado, estaba dando a conocer las demandas de su santidad. El pueblo que estaba abajo, al pie del monte, era un pueblo pecador. Por tanto, ese fuego era la ira de Dios por el pecado.

    Retengamos, por un momento, ese monte humeante en nuestra retina. Y ahora miremos hacia otro monte: el Calvario.

    En un extremo está el Sinaí, llameante, y en el otro está el Calvario, lóbrego y sombrío. Veamos ahora cómo esos rayos, esos truenos y relámpagos atraviesan el aire, las edades, los siglos y caen sobre el Gólgota. Las demandas de la justicia de Dios que salen del Sinaí caen sobre el Calvario. Y veamos a Cristo, clavado sobre la cruz, como un gran pararrayos, deteniendo la ira de Dios, para que ella no te alcanzase a ti ni me alcanzase a mí.

     

    Ese fue el amor de Cristo. Ese día en el Gólgota, él dijo:

  • Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?

    Uno que nunca había dado motivos para ser dejado, o abandonado; uno que no tenía ninguna tacha ni pecado, había sido objeto de las iras de Dios. Por nosotros fue hecho maldición. (Gálatas 3:13).

    En aquel momento, era como si Jesús dijera:

  • Padre, tus demandas son para mí. Caigan tus juicios sobre mí. Caigan tus iras sobre mí, pero no los toques a ellos.

     

    La gallina y sus polluelos

    Este mismo amor, que se ofrece para defender al hombre de las iras de la justicia divina, está también representado, en su ternura y en su fuerza, por una gallina y sus polluelos.

     

    Jesús lamenta sobre Jerusalén:

  • ¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas, y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta a sus polluelos debajo de las alas, y no quisiste! (Mateo 23:37).

    No sé si tú has visto cómo una gallina cubre a sus polluelos. Sobre ella viene el peligro, pero ella no cuida de sí misma. Ella extiende sus alas para cobijar a todos sus polluelos, para que ninguno sea tocado por el mal. Podrá venir el viento fuerte, o la agresión, pero los polluelos están seguros bajo sus alas.

    Tal vez tú no sepas lo terrible que puede ser una gallina que cubre a sus polluelos. Ella no quiere que ninguno sea tocado. Por eso el Señor dijo:

  • De los que tú me diste ninguno se perdió.

    Jerusalén no quiso cobijarse allí. Pero bienaventurados son los que hoy se cobijan bajo la sombra de su amor.

    Su vida sustitutiva

    Tal como Cristo fue nuestro sustituto sobre la cruz para morir y también para recibir el juicio de Dios que a nosotros nos correspondía, hoy él es también nuestro sustituto dentro de nosotros.

    Antes no podíamos salvarnos de la muerte (le necesitábamos a él); hoy no podemos vivir por nosotros mismos (le necesitamos a él). Ahora estamos libres de condenación; sin embargo, no podemos vivir sino por su vida.

    Como hemos sido juzgados en Cristo en la cruz del Calvario, hoy podemos vivir la vida suya. Como estamos muertos, él puede vivir su vida en nosotros.

    El amor de Cristo no es una aspiración, ni es objeto de imitación. Es una realidad que vivimos porque Cristo vive en nosotros.

    La perfección del amor

    Hemos revisado algunas demostraciones palpables del amor de Cristo. Pero veamos ahora un asunto que nos toca directamente a nosotros. ¿Cómo es el amor de Cristo en nosotros? ¿Cómo se puede conocer y expresar el amor de Cristo en la iglesia?

    Vayamos a Pablo.

    Seguramente al apóstol Pablo le preguntaron muchas veces:

  • Pablo, ¿podrías tú describirnos el amor de Cristo?

     

    Entonces, en Efesios capítulo 3, Pablo intenta hacerlo. Sus palabras son muy interesantes.

    Dice: “ ... A fin de que, arraigados y cimentados en amor, seáis plenamente capaces de comprender con todos los santos cuál sea la anchura, la longitud, la profundidad y la altura, y de conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios” (17-19).

    Aquí Pablo trata de expresar lo inefable. Y entonces habla de la anchura, de la longitud, de la profundidad y de la altura del amor de Cristo. Pablo dice aquí que el amor tiene medidas, que es algo tridimensional. ¿Qué importancia tiene esto? La explicación que Pablo da sobre el amor no es algo muy lógico que digamos: es una explicación espiritual.

     

    ¿Qué cuerpos tridimensionales se describen en la Escritura? Hay uno especialmente significativo. En las Escrituras, las cosas perfectas de Dios tienen forma de un cubo. Un cubo es perfecto, porque tiene las mismas medidas en cada una de sus caras.

    Dos importantes cosas tienen esa forma en las Escrituras.

    Una de ellas estaba en el tabernáculo, y era el lugar Santísimo. Recordemos que en el tabernáculo estaba el atrio, el lugar Santo y el lugar Santísimo. Los dos primeros lugares eran muy importantes, pero el lugar Santísimo lo era aún más, porque allí habitaba Dios. Dios es perfecto y él habitaba en un ambiente perfecto.

    La segunda es la nueva Jerusalén (Apocalipsis 21:16). La Jerusalén celestial no es sólo una ciudad, sino que es también la desposada, la esposa del Cordero. (Ap.21:9-10).

     

    Así que, tanto el lugar Santísimo, como la Santa Ciudad -la iglesia- tienen forma de cubo. Y Pablo nos da a entender que el amor también es como un cubo. ¿Por qué?

    Porque el amor de Cristo es perfecto. Así como lo era el lugar donde Dios habitaba bajo la antiguo Pacto, y así como es también el lugar donde Dios habita hoy en el Nuevo.

    El amor es tridimensional

    Es importante ver que la descripción que Pablo hace del amor de Cristo es tridimensional, y no bidimensional.

    Tú puedes dibujar un cubo en un papel, y tenerlo en tu mano. Y también puedes poner en tu otra mano un cubo tridimensional. Así, en ambas manos tú tendrás un cubo.

     

    Pero hay una gran diferencia entre ambos. En la primera, tú sólo tienes un papel que tiene dibujado un cubo. En la otra, tú tienes un cuerpo -con volumen- cuya forma, peso y textura puedes percibir en tu mano. Es un objeto, por tanto, se puede palpar. Es de verdad un cubo, no una mera figura de él. Es algo perfecto en sí mismo.

    Esto tiene una profunda significación espiritual.

     

    El amor es perfecto, y no es sólo una descripción, o una idea. Es una realidad, que tú puedes palpar y ver.

    Por eso el Señor dijo:

  • En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros.

    El amor es algo que todos podrían ver, y comprobar.

    El amor de Cristo se expresó entregándonos su vida, así el amor de los cristianos se expresa en hechos concretos, palpables y visibles. El amor de los cristianos se expresa cuando ellos están dispuestos a morir por sus hermanos. Para que todos vean, y conozcan cómo es Dios.

    Cuando Lázaro murió, Jesús fue a la tumba, y lloró. Y los judíos que estaban a su alrededor dijeron:

  • Mirad, cómo le amaba.

    Así también debe oírse hablar de los cristianos en el mundo:

  • Mirad, cómo se aman.

     

    La iglesia es eso. Es un ambiente donde los hombres y las mujeres de Dios se aman. Un ambiente donde el amor es vivido, y palpado. Donde es tan visible y perfecto como un cubo.

     

    La plenitud de Dios

    Pablo dice en Efesios 3:18 que el amor es un asunto que debe ser comprendido y realizado “con todos los santos”. Esto significa que el amor es la práctica de la iglesia, no el atributo de una sola persona, o de cristianos individuales.

    Si conocemos este amor, que excede a todo conocimiento, seremos llenos de toda la plenitud de Dios. La plenitud de Dios es el amor de Cristo, que se niega a sí mismo y que se da por los otros. Es la vida que se ofrece hasta la muerte por los demás. Es el amor derramado, vivido, experimentado, en el seno de la iglesia.

    Cristo murió por amor; sus amigos también han de morir por amor. Cristo demostró que amar no es fácil; que no es un mero asunto de palabras.

    Los que le siguen y moran con él, aman así, porque él vive en ellos.

     

    15

    Sin él, nada

    (El problema del permanecer) Juan 15:1-6

    Un amigo de Jesús debe saber que sin él no es nada, y no puede hacer nada.

    La relación entre el Padre, el Hijo y el cristiano están muy bien figurados en este símil de la vid: El Padre es el Labrador, Cristo es la vid, y cada cristiano es uno de los pámpanos.

    Las tijeras van y vienen

    Extrañamente, este símil comienza con dos advertencias:

  • Todo pámpano que en mí no lleva fruto, lo quitará; y todo aquel que lleva fruto, lo limpiará, para que lleve más fruto. (Juan 15:2)

    Quitará y limpiará, dice la versión Reina-Valera 1960. La Biblia de Jerusalén traduce: “Lo corta” y “lo limpia”; en tanto que la Versión Moderna dice: “Lo quita”, y “lo poda”. Estas últimas traducciones son preferibles.

    Si nos fijamos bien, estas dos acciones están en presente, y ambas operan en relación con el fruto del pámpano. El “quitar” es porque no hay fruto, y el “podar” es porque hay fruto. Estas dos acciones constituyen el trabajo presente del Labrador. Hoy quita aquel pámpano que no está dando fruto, y hoy poda aquel que sí lo está dando.

    Así que, lo primero es una advertencia. Temamos, pues, porque el Labrador está quitando y está podando. Sus tijeras van y vienen sobre nuestras cabezas, ya sea para lo uno o para lo otro. El Labrador no nos tocará injustamente, así que no temamos por eso; pero sí temamos de no llevar fruto. Las tijeras cortarán al pámpano inútil; pero aun si un pámpano lleva fruto, sus tijeras también lo tocarán de tiempo en tiempo. La poda es inevitable.

    La vid necesita ser podada cada año, porque la tendencia a llenarse de hojas es muy fuerte y muy letal para el buen fruto. Y cuando la vid es podada, ella “llora”.

     

    Hablando espiritualmente, hay muchas iniciativas de la carne que no sirven a Dios; ellas han de ser quitadas de en medio. Pero cuando eso ocurre, nos duele profundamente, porque habíamos cifrado en ellas muchas esperanzas.

    La poda también abarca cada vez nuevas áreas, no tocadas antes. Después de una poda, nos parece que el pámpano quedó tan limpio que no necesitará una poda nueva, pero a poco andar -a la vuelta del ciclo de la vida- aparecen otra vez renuevos que es preciso cortar.

    La deformidad del alma humana y la energía natural son de tal envergadura que requiere severos cortes de tijera para no malograr las perspectivas de fruto que el Labrador tiene de cada pámpano.

    Hay un problema adicional que suele presentar este asunto del fruto.

    Lo normal es que la vid dé uvas, y eso es lo que espera el Labrador. Sin embargo, hay pámpanos que están dando un fruto diferente: manzanas, por ejemplo. Hay pámpanos que están dando ricas, hermosas y atractivas manzanas. Ellas se pueden contar por miles, se pueden envasar y también comerciar. Con todo, el Señor Jesús es una Vid, y el Labrador espera frutos acordes con la naturaleza de su Vid.

    Una tonelada de manzanas no vale lo que un racimo de buenas uvas a los ojos del Labrador. (Ver 1ª Corintios 3:13).

     

    Limpieza por la Palabra

    La palabra es como una espada que corta, que limpia y depura. Esta palabra es el ‘rhema’, de la cual hablaremos más adelante (cap.17). Hay pámpanos llenos de impurezas, porque no han dejado que la palabra haga su trabajo en ellos.

    Ellos están, tal vez, demasiado ocupados en producir manzanas, así que no tienen tiempo para la palabra. Están demasiado ocupados en construir viviendas en Babilonia, así que no tienen tiempo para la palabra. Están demasiado ocupados en amontonar hojarasca sobre sus eras, paja en sus graneros y madera en sus cofres, así que no tienen tiempo para la palabra. (1ª Corintios 3:12- 13).

    El Señor dijo a sus discípulos:

  • Ya vosotros estáis limpios por la palabra que os he hablado. (15:3)

    ¿Por qué ellos estaba limpios? Estaban limpios por la palabra; y su palabra no era común.

    Él dijo en otra oportunidad:

  • Las palabras que yo os he hablado son espíritu y son vida. (Juan 6:63)

     

    Aquí quisiéramos hacer una pregunta a los ministros de la palabra. Amado apóstol, profeta, evangelista o maestro: ¿Qué lugar ocupa esta palabra (que es espíritu y vida) en tus predicaciones? Tal vez hayas creído conveniente renovar tus mensajes quitándoles esos “viejos dichos de Jesús”, esa “rancia doctrina bíblica” para introducir, en su lugar, interesantes citas de sabios filósofos, curiosas anécdotas, novedosas interpretaciones, todo, a la medida y gusto del hombre moderno. Quizá hayas estimado aquellos viejos personajes bíblicos demasiado repetidos y obsoletos ya por el paso del tiempo, y carentes de mayor interés.

    ¡Ay!, si ésta es tu situación, amado, entonces tú mismo eres un pámpano impuro, y tus oyentes lo son aún más.

    ¿Cómo podrías tú y ellos dar fruto - más fruto, mucho fruto? Sólo la palabra como ‘rhema’ tiene poder para hacerlo. Sólo la palabra que es espíritu y vida puede limpiar los pámpanos y habilitarlos para que lleven más y mucho fruto.

    Permanecer

    Pero tal vez los problemas mayores no sean los que hemos visto hasta aquí. Tal vez el mayor problema que nos plantea la parábola de la vid sea el de permanecer.

  • Permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el pámpano no puede llevar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los pámpanos; el que permanece en mí, y yo en él, éste lleva mucho fruto; porque separados de mí nada podéis hacer. (15:4-5)

    Para permanecer en la vid, primero hay que cumplir un requisito básico: hay que estar unido a la vid, es decir, hay que ser un pámpano.

    Este es un requisito imposible de cumplir por el hombre. Nadie llegó a ser un pámpano porque se lo haya propuesto, o porque haya superado ciertas etapas de autoperfeccionamiento.

    Por eso, Dios mismo se hizo cargo: Él nos hizo pámpanos de su Vid. Así que, comparado con éste, el segundo requisito -el de permanecer- es una nodada, o al menos así debiera ser. Se trata, simplemente, de seguir siendo lo que el Padre nos hizo ser, y permanecer allí donde él nos puso.

    Esto es fácil, aparentemente; pero en la práctica no lo es. ¿Por qué? Porque “permanecer” implica, en primer lugar, estar quietos, y muchas veces, en silencio.

    Pedirle a la carne que se esté quieta es pedirle un imposible. La carne es impulsiva, emprendedora, “no se sujeta a la ley de Dios y tampoco puede” (Romanos 8:7). Tiene muchas ideas que quiere llevar a cabo -brillantes, grandiosas, bien intencionadas- pero ninguna de ellas le sirve a Dios. 1

    Permanecer nos cuesta, porque nos resulta más fácil movernos, discurrir, emprender. Nos parece que permanecer es como “no hacer nada”. Sin embargo, no es lo mismo que “no hacer nada”. El permanecer es una quietud con ganancia, porque estás quieto en Cristo y delante de él. Es una quietud sólo aparente, porque debajo de la superficie, Dios está preparando en tu corazón el fruto que vendrá. Y también está obrando en las circunstancias, y en las

    personas que te rodean, para que todo esté en orden cuando tú debas actuar.

    Mientras tú permaneces en silencio allí, la vida de la Vid hace su operación silenciosa dentro de ti, para que cuando llegue la primavera puedas lucir las flores y en el verano el fruto.

    Así pues, una de las primeras grandes cosas que Dios le demanda a un creyente es que se quede quieto.

    Permanecer implica también respetar las leyes y los ciclos de la vida. Todas las formas de vida -incluida la de una vid- están sujetas a ciertas leyes y a ciertos ciclos. Hay que respetarlos, porque ellos han sido establecidos por Dios. (Marcos 4:26-29). Así como después de la noche viene el día, también viene la primavera después del invierno. Cuando Dios hizo pacto con Noé, nos aseguró a todos que sería así mientras la tierra permanezca. (Génesis 8:22).

    En la vida de la Vid hay inviernos y veranos. Los inviernos suelen ser largos y el verano tarda en llegar. Los inviernos son estériles, silenciosos y helados. ¡Son tan largos comparados con la primavera anunciadora del verano! En esos inviernos, los pámpanos sienten que nada está sucediendo, que todo es una pérdida de tiempo. O que, tal vez, no haya nunca más verano.

     

    Para evitar esta amarga experiencia, a nosotros nos gusta romper los ciclos de la vida. Nos gusta zafarnos de los inviernos. Nos gusta cosechar sin haber sembrado primero, o bien, sembrar poco y cosechar mucho. Esto es un problema.

    Permanecer es esperar con paciencia.

    En 15:2 dice que la limpieza del pámpano le permitirá llevar más fruto; pero el permanecer en la vid, le ayudará aún más, porque gracias a eso podrá llevar mucho fruto (15:5).

    Separados

  • El que en mí no permanece, será echado fuera como pámpano, y se secará; y los recogen, y los echan en el fuego, y arden. (15:6).

    ¿Cómo puede un cristiano -que ama al Señor y quiere agradarle- separarse de la vid? Naturalmente, los pecados no confesados son

    la primera razón de la separación entre un cristiano y su Señor. Pero aquí no se trata de eso. Aquí hay una razón no suficientemente considerada y que debemos atender.

     

    Para saberlo, Pablo viene en nuestra ayuda. Hablando a los gálatas, él dice:

  • De Cristo os desligasteis, los que por la ley os justificáis; de la gracia habéis caído. (Gálatas 5:4).

    Pablo enseña aquí que los que se justifican por la ley se desligan (o separan) de Cristo. ¿Qué es justificarse por la ley? ¿Es guardar la ley de Moisés? No necesariamente. Si esto fuera así, no sería problema para nosotros.

    Justificarse por la ley es algo más sutil, y algo a lo cual estamos expuestos todos nosotros, aun en estos tiempos de gracia.

    Justificarse por la ley es caer de la gracia a las obras de la carne. Es crear o adoptar un sistema de obras que, a nuestro parecer, nos hace justos o nos hace aceptos delante de Dios.

    Separarnos de Cristo es dejar de poner toda nuestra confianza en él, y ponerla en nosotros, o en algo aparte de nosotros, pero que no es Cristo.

    Por ejemplo, si tú confías en lo que oras, o en lo que ayunas; si confías en tu conocimiento de las Escrituras, o en el hecho de saber griego o hebreo; si confías en que estudiaste en el mejor Seminario; si confías en que tu conducta es limpia, en que nunca has pecado groseramente; si confías en tu buena crianza, en tu carácter, en tu porte, en tus amistades, o en tus contactos, entonces tú has caído de la gracia a tus obras de justicia, y de nada te aprovecha Cristo.

    Cada vez que te apoyas en algo que no es Cristo, tú te separas un poco de más de él.

     

    El mundo y el diablo permanentemente te están diciendo:

  • ¡Tú puedes!

    Pero el Señor Jesús te dice:

    -Separado de mí, nada puedes hacer.

    El diablo te va a presentar muchas ocasiones para que digas:

  • Por fin, aquí hay algo que puedo hacer solo, sin la ayuda de Cristo.

    Si lo haces, y ese acto se transforma -para tu desgracia- en una costumbre, tú estás perdido como siervo de Dios.

    El diablo querrá que eches mano a tus propios recursos. Te citará las Escrituras, (probablemente te cite un versículo tan hermoso e incomprendido como Filipenses 4:13); y si tú no tienes claro cuán funesto es para ti y para tu obra confiar en ti mismo, caerás en ello: entonces le habrás seguido el juego al diablo y habrás perdido el secreto de tu fuerza.

    Que el Señor nos permita permanecer quietos, confiando en Cristo plenamente, en todas las cosas. Amén.

    1 Ver Mateo 17:4; Marcos 10:37; Mateo 26:33; Lucas 9:54; 57,61.

     

    16

    El Espíritu, primero

    (Luego nosotros)

    - El Espíritu de verdad dará testimonio acerca de mí, y vosotros daréis testimonio también ... Juan 15:26-27

     

    De estas palabras del Señor Jesús, y de otras que revisaremos a continuación, podemos derivar que el verdadero testigo de Cristo es el Espíritu Santo, y que ninguna habilidad o buena intención de los creyentes puede reemplazarlo.

    La expresión: “Y vosotros daréis testimonio también” supone un antecedente, que es el Espíritu. El Espíritu Santo daría testimonio, y luego -también- lo darían los discípulos. Esto los ponía a ellos -y nos pone a nosotros- en un segundo lugar.

    Aquí, como en todas las cosas que hemos venido viendo, el creyente es restado, para que Dios pueda intervenir. Hay veces en que Dios nos concede la gracia de fracasar en nuestro intentos por

    hablar de Cristo para que podamos entenderlo. Pero aún así sigue siendo un problema para muchos de nosotros.

    En efecto, una de las cosas más difíciles de entender por los cristianos -debido a su buen deseo y noble intención de servir a Dios- es que ellos no pueden hacer la obra de Dios. Gran parte de esta obra -la más importante- es dar testimonio de Jesucristo.

    El Señor dijo:

    -Y cuando él (el Espíritu Santo) venga, convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio. (16:8).

    El Señor fue claro al afirmar que la obra la realizaría el Espíritu, no el hombre. Antes que el Espíritu Santo viniera, no podía el mundo ser convencido de pecado, de justicia y de juicio. Siguiendo la misma línea de pensamiento podemos decir: ahora que el Espíritu Santo ya vino -y está- nadie puede ser convencido sino es por él. Fue bueno que él viniera, pero es también muy bueno que le permitamos a él -ahora que ya está- que actúe en nosotros y a través de nosotros.

     

    Comprender que es el Espíritu y no nosotros quien hace la obra de Dios, puede producir en nosotros dos reacciones:

    1. nos humilla, porque nos quita protagonismo, o

    2. nos reafirma, porque vemos el grande socorro que Dios nos ha dado, a causa de nuestra pequeñez. Quien va delante de nosotros, a quien nosotros seguimos, es Dios mismo, el cual da testimonio de la verdad.

    ¿Quién puede dar testimonio de Jesús, sino el Espíritu de Dios? Nadie más puede dar testimonio de él, porque es un asunto demasiado elevado para la carne y la sangre.

    La impotencia de la carne

     

    El Señor les habría de decir a sus discípulos poco antes de ascender a los cielos:

  • Quedaos vosotros en la ciudad de Jerusalén, hasta que seáis investidos de poder desde lo alto. (Lucas 24:49).

    La orden era quedarse quietos hasta recibir poder. Ellos no podrían dar testimonio de Jesús ni hacer la obra de Dios sin recibir poder. En esta tarea, la carne es impotente e inútil.

     

    Muy a menudo vemos cómo se hacen esfuerzos por predicar a Cristo echando mano a los recursos de la carne. El resultado es, por supuesto, desastroso.

    Tú puedes hacer un hermoso poema o decir un florido discurso; pero tus palabras sonarán huecas y vacías; se oirán falsas, sin trasfondo y sin sustancia sin el Espíritu. Tus pensamientos son sólo pensamientos humanos, pobremente humanos, que intentarán vanamente describir lo inefable.

    Tú pretenderás alabar a Jesús, pero no podrás hacerlo sin el Espíritu. Sentirás tus palabras gastadas, sin brillo, sentirás que son como prendas harapientas puestas sobre su excelsa Persona.

    Aun el Señor Jesús no podría haber dado testimonio del Padre sin la gracia otorgada por el Espíritu; así también, y mayormente nosotros, no podremos dar testimonio de Jesús sin el Espíritu.

    Un solo tema

    La obra y función del Espíritu Santo es muy diferente a lo que nosotros pensamos que debe ser la obra y función de un buen testigo de Cristo. El Espíritu Santo no se avergüenza de tener un solo tema: el Señor Jesucristo.

    Nosotros queremos ser variados y sorprendentes en nuestro discursos. Queremos ser motivadores en nuestros sermones. Sin embargo, el Espíritu dice siempre lo mismo (aunque con el frescor de la vida); él no hace nada ni dice nada sin dar testimonio de Jesús. Buscará siempre exaltarlo en cuanta obra o enseñanza nos guíe.

    Así como Cristo fue muy reiterativo para hablar del Padre y glorificarlo en todas las cosas; así el Espíritu, en esta dispensación, es insistente en dar testimonio de Jesús.

    Las palabras que usa el Espíritu

    Hay quienes piensan que las cosas profundas de Dios han de ser dichas con un lenguaje especial, y entonces inventan palabras

    extrañas. Piden ayuda al latín, al griego y al hebreo, y crean un lenguaje artificial para decir verdades que Pablo y los demás apóstoles dijeron sencillamente, con las palabras de todos los días.

     

    Ellos crean un lenguaje de especialistas, para gente especial. Ellos hacen lo que un médico o un ingeniero. Ellos encierran su profundo saber en términos incomprensibles para el común de las gentes. Ellos crean un metalenguaje, es decir, un lenguaje que está más allá del que hablamos todos. Ellos se entienden entre sí, pero excluyen a los que no tienen su saber. Ellos se rodean de un halo de misterio ante los demás, por poseer un saber que está vedado para el resto.

    Que lo hagan gentes del mundo, en disciplinas humanas, puede excusarse, por causa de lo que es el hombre. Pero que ocurra también entre los hijos de Dios, en ambientes donde la sencillez debe primar, no es tan excusable. ¿Qué han logrado con eso quienes tal hacen? Ellos han alejado la verdad de Dios de la gente común, han hecho pensar que las verdades de Dios no son para gente sencilla, sino para quienes conocen latín, hebreo o griego.

    ¿Qué vemos en las Escrituras? ¿Qué palabras usa el Espíritu? El Espíritu acomoda lo espiritual a lo espiritual. Hay palabras - precisamente las de las Escrituras- que fueron escogidas por el Espíritu, y que son adecuadas para expresar las cosas espirituales. No son exóticas, ni tampoco rebuscadas. Ellas están en la boca de cualquiera, al alcance de todos. El Espíritu siempre hablará así, y desea que nosotros también hablemos así. Cuanto más recurramos a ellas, más puro y transparente será nuestro mensaje.

    Pablo diría después a Timoteo:

  • Si alguno enseña otra cosa, y no se conforma a las sanas palabras de nuestro Señor Jesucristo, y a la doctrina que es conforme a la piedad, está envanecido, nada sabe, y delira acerca de cuestiones y contiendas de palabras ... (1ª Timoteo 6:3-4).

    Las sanas palabras de Jesús, traídas a la memoria y puestas en la boca por el Espíritu Santo, serán el medio más eficaz para predicar el evangelio y edificar a los santos.

    Pablo también dice a los corintios:

  • Porque nuestra gloria es esta: el testimonio de nuestra conciencia, que con sencillez y sinceridad de Dios, no con sabiduría humana, sino con la gracia de Dios, nos hemos conducido en el mundo, y mucho más con vosotros. (2ª Cor.1:12).

    La sencillez y la sinceridad son la consigna de Pablo al hablar de Cristo. ¿Cuál es la nuestra? ¿Será necesario inventar palabras nuevas para decir las verdades que -como algunos presumen- “hemos descubierto y que nunca han sido dichas antes”?. Si alguna palabra tuvo que crear el Espíritu para dar a conocer las verdades de Dios -tal vez “redención”, tal vez “propiciación”- ellas ya están en nuestro corazón, usémoslas por el Espíritu, y veremos cómo el mismo Espíritu que las inspiró las usará de nuevo para hablar del amado Hijo de Dios, de su persona y de su obra.

    Deificación de los dones

    Hay quienes piensan que el Espíritu vino para llenar a los cristianos de dones espectaculares, que asombren a las gentes y que les den a ellos un aura de espiritualidad. Sin embargo, el Espíritu fue derramado para algo más alto y noble que eso. Él vino para dar testimonio de Jesucristo.

    Debemos dejar ya los “juegos espirituales”, los énfasis infantiles, la deificación de los dones, para venir a lo verdaderamente espiritual: el testimonio de Jesucristo. El Señor se ha quedado por mucho tiempo casi sin testigos, por causa del extravío de los cristianos en pos de su propia vanidad, en discusiones interminables sobre los dones del Espíritu.

    Tenemos que devolver el protagonismo al Espíritu Santo, porque él es el único que saber hablar de Jesús.

    Enseñar y recordar

    El Señor Jesús dijo a los discípulos:

  • Mas el Consolador, el Espíritu Santo ... él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo os he dicho. (Juan 14:26).

    Esta doble función, la de enseñar y recordar, le pertenece al Espíritu Santo. ¿Qué cosas enseñará? Todas las cosas. ¿Qué cosas nos recordará? Las palabras de Jesús. Es decir, todas las cosas que están centradas en Jesús.

    La memoria más ágil es demasiado frágil para esto. El cerebro más lúcido es torpe para tal empresa. ¿Cómo confiaremos en lo que es carne y sangre? Nuestro maestro y recordador es el Espíritu Santo.

     

    ¡Ay, qué impotencia para la carne! ¡Qué humillación para el presumido orador! ¡Qué revés para el que se acostumbró al aplauso de un auditorio enfervorizado con la verba humana! Nada sino el Espíritu es capaz de hacerlo.

    Si la Palabra que hoy recibimos nos vivifica y nos alienta, es porque el Espíritu la toma y la aplica a nuestra necesidad presente; él nos la hace real y vívida.

    Él me glorificará

  • El me glorificará; porque tomará de lo mío, y os lo hará saber - dijo el Señor a sus discípulos. (Juan 16:14).

    El Señor dijo en otra oportunidad:

  • Gloria de los hombres no recibo (Juan 5:41)

    ¿Qué significan estas palabras? Dios no necesita del hombre y de su vano aplauso. Todo lo que el hombre pudiera ofrecerle de sí mismo, es una excusa para su propia gloria. Es una tarima en la cual él mismo se exhibe ante los hombres. La más grande oración sin el Espíritu es como la más larga oración del fariseo, sin vida ni fruto alguno.

     

    Cristo dijo que el Espíritu Santo le glorificará, y no el hombre. ¿Está suficientemente claro para nosotros? ¿O tendremos que seguir fracasando en nuestros intentos de hacerlo para llegar a entenderlo alguna vez?

    Permítanos el Señor la gracia de ceder ante el Espíritu, para que él tome la dirección de nuestras palabras y acciones, de manera que lo que hagamos y digamos glorifique realmente al Señor Jesucristo. Sólo así se cumplirán estas palabras del Señor en nuestras vidas:

  • Y vosotros daréis testimonio también ...

     

    17

    Guardados

    (El enemigo hiere por detrás) Juan 17:11-12, 15

    La oración del Señor Jesucristo en Juan 17 tiene tres peticiones que el Señor hizo al Padre a favor de los suyos.

     

    En este capítulo desarrollaremos la primera, y en los capítulos sucesivos, las otras dos.

    Mencionada tres veces

  • Y ya no estoy en el mundo; mas éstos están en el mundo, y yo voy a ti. Padre santo, a los que me has dado, guárdalos en tu nombre, para que sean uno, así como nosotros. (v.11 b)

  • Cuando estaba con ellos en el mundo, yo los guardaba en tu nombre; a los que me diste, yo los guardé, y ninguno de ellos se perdió, sino el hijo de perdición, para que la Escritura se cumpliese. (v.12)

  • No ruego que los quites del mundo, sino que los guardes del mal. (v.15)

    Esta primera petición aparece en tres versículos de este capítulo, lo cual le confiere suma importancia. En cada ocasión aparece con algunas variantes, lo cual la hace más interesante aún. En la primera se menciona en asociación con el mundo; en la segunda, se relaciona con el ministerio del Señor a favor de sus discípulos, y en la tercera, con la necesidad de ser guardados del maligno.

    En resumen, aquí se demuestra claramente la necesidad que tenemos de ser guardados del mundo y del maligno. Tan importante es el asunto, que Cristo pide al Padre que los guarde. Mientras estuvo en la tierra, él había velado por sus discípulos: ahora necesitarán los cuidados del Padre.

     

    El peligro del mundo

    Una de las cosas más difíciles para un maestro de la Palabra es convencer al pueblo de Dios de que el mundo reviste para él un gran peligro. Hablar contra el mundo parece cosa extemporánea, propia de viejos frustrados que ya no pueden disfrutar de sus deleites.

    El mundo se viste con tales galas, con tal atractivo, que es casi imposible conocer su verdadera naturaleza, a menos que el Padre nos la revele. En el mundo, como se suele decir, “hay más amor que odio”, “hay más luz que tinieblas”; el mundo suele ser solidario, y posee una bondad natural que muchas veces asombra. Sus artes, su filantropía, su educación, su humanismo, etc., parecen ser cosas tan evidentemente buenas, que difícilmente se verá en ellas algún ribete oscuro.

    Sin embargo, la Palabra de Dios es clara y conclusiva al respecto. Dice, por ejemplo: “Ahora el príncipe de este mundo será echado fuera” (Juan 12:31).”En el mundo tendréis aflicción” (Juan 16:33), “Si el mundo os aborrece, sabed que a mí me ha aborrecido antes que a vosotros. Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero porque no sois del mundo, antes yo os elegí del mundo, por eso el mundo os aborrece” (Juan 15:18-19). “... siguiendo la corriente de este mundo, conforme al príncipe de la potestad del aire, el espíritu que ahora opera en los hijos de desobediencia ...” (Efesios 2:2). “¿No sabéis que la amistad del mundo es enemistad contra Dios? Cualquiera, pues, que quiera ser amigo del mundo, se constituye enemigo de Dios” (Santiago 4:4). “No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él” (1ª Juan 2:15). “El mundo entero está bajo el maligno” (1ª Juan 5:19).

     

    El diagnóstico que hace la Palabra del mundo es lapidario y contundente. No verlo, es ceguera voluntaria. El peligro mayor consiste en no ver el peligro que significa el mundo, porque eso nos vuelve confiados, y hasta nos hace entusiasmarnos con él.

    Pareciera ser cosa inocua escuchar una buena pieza musical, ver una buena película (que destaca “sanos valores”), o asistir a un espectáculo deportivo. Nada de eso nos resulta sospechoso. Pero

    ¿es realmente inocuo? ¿O hay algo más detrás de eso? ¿Cuál es el

    origen de las cosas del mundo? ¿Es espíritu o es carne? Cuando le dedicamos tiempo y energía a ello, ¿estamos sembrando para el espíritu o para la carne?, ¿nos da paz o nos quita la paz?

     

    Mucha cosecha de muerte realizan los cristianos permanentemente, sin saber cuál fue la mala siembra que hicieron, porque han olvidado la divina sentencia: “Porque el que siembra para su carne, de la carne segará corrupción; mas el que siembra para el Espíritu, del Espíritu segará vida eterna” (Gálatas 6:8). Los ojos no parecen estar suficientemente abiertos como para verlo.

    El engaño de querer mejorar al mundo

    Otro engaño en que suelen caer los hijos de Dios es en llenarse de un afán redentor, y pretender mejorar al mundo con los elementos del propio mundo. Así se embarcan en proyectos educativos, sociales o filantrópicos, y crean instituciones que, siendo buenas, no cumplen los objetivos de Dios. La severa expresión de Jesús: “Deja que los muertos entierren a sus muertos” (Mateo 8:22) debiera ser suficiente para nosotros, porque tiene aquí plena aplicación.

    Si hubiese sido la intención del Señor que los cristianos emprendiesen obras de este tipo, hubiese dado instrucciones precisas en tal sentido. Sin embargo, no hay ninguna expresión suya que lo avale. Expresiones como “Mi reino no es de este mundo”, o “A los pobres siempre los tendréis con vosotros”, descartan claramente que esas sean las verdaderas prioridades del evangelio.

    Así pues, la oración del Señor abarca más allá de lo que a primera vista podríamos pensar. Ser guardados del mundo implica no sólo ser guardados de la maldad que hay en él, sino de todo el sistema del mundo, incluido aquello que es aparentemente bueno, en especial, de la filosofía humanista que impera en el mundo, que presta una desmesurada atención a la criatura antes que al Creador.

    Muchos ambientes cristianos están alterando las prioridades peligrosamente, hasta el extremo de convertirse en instituciones de bien social, antes que un cuerpo espiritual que impacte espiritualmente el mundo que le rodea.

    Tras la escena, una mente

    Hay una importante verdad en este respecto que debemos atender: El mundo visible es dirigido por lo invisible. Detrás del sistema del mundo hay una mente y una voluntad que se opone a Dios. “El mundo entero está bajo el maligno”. Este es Satanás, el diablo, “el que está en el mundo” (1ª Juan 4:4), quien es “el príncipe de este mundo”, y que “engaña al mundo entero” (Apoc.12:9). Su propósito es sentar las bases y crear las condiciones para el reinado del anticristo. Si examinamos la marcha del mundo, notaremos que todo apunta a eso. La globalización, con su sistema económico- político-judicial unificado será la obra maestra del diablo, previo a la aparición del anticristo.

    Por eso, el mandamiento es claro: el cristiano “debe guardarse sin mancha del mundo” (Santiago 1:27).

    “Yo los guardé”

    La tarea que cumplió el Señor Jesús no sólo consistió en escoger discípulos para formar en ellos los apóstoles que habrían de extender el evangelio, sino también en guardarlos. Lo que Adán no supo hacer en el huerto, cuando Dios le encargó que lo guardara (dando a entender con eso que había un enemigo que acechaba), Jesús lo hizo con sus discípulos. Ninguno de ellos se perdió, excepto “el hijo de perdición, para que la Escritura se cumpliese.”

    La tarea de predicar y sanar se veía doblemente gravada por esta preocupación adicional. Había un peligro que se cernía sobre ellos. Si Satanás lograba destruirlos cuando aún estaban en cierne, la propagación del evangelio habría abortado tempranamente.

    Ellos no sabían guardarse todavía. No estaban en condiciones para sostener espiritualmente una batalla, ni siquiera defensiva, con Satanás.

     

    El ejemplo está dado para todos los cristianos que tienen responsabilidad sobre otros cristianos. Los mayores han de cuidar de los menores, y ejercer delante de Dios un sacerdocio eficaz a favor de ellos. Así, cuando Satanás los pida para zarandearlos como a trigo, no podrá destruirlos, porque habrá quienes rueguen por ellos. (Lucas 22:31-32).

    El Maligno hiere por detrás

    “No ruego que los quites del mundo, sino que los guardes del mal” 1 (Juan 17:15). El maligno opera en forma aleve y traicionera; por tanto, los hijos de Dios deben ser guardados por Dios mismo. Un gran enemigo tiene que ser resistido por nadie menos que el Todopoderoso.

     

    Dios le dijo a la serpiente en el Huerto que la simiente de la mujer le heriría en la cabeza, y que ella le heriría en el calcañar. (Génesis 3:15). Desde entonces, Satanás acostumbra a herir por detrás. Así lo hizo con el Señor, y así también querrá hacerlo contigo.

    Difícilmente un cristiano va a perder una batalla contra Satanás cuando se ha preparado para ello. Satanás no vence a los cristianos cuando éstos están en el púlpito o cuando acuden a enfrentarlo con armas espirituales. Satanás, que tiene una astucia de siglos -más aun, de milenios- esperará con paciencia la ocasión propicia, cuando encuentre al cristiano desprevenido. Probablemente sea después que éste ha experimentado una resonante victoria, y esté disfrutando el dulce sabor del triunfo. O puede ser cuando esté descansando. Los cristianos no sufren derrotas en las batallas sino en el descanso.

    Muchos cristianos que ayer alardeaban de sus poderes, de su santidad, de su unción, y que llevados por el entusiasmo del momento amenazaban a Satanás y se burlaban de él, hoy están avergonzados e inutilizados. Ellos fueron silenciados hábilmente por Satanás cuando fueron heridos por la espalda, lejos del campo de batalla.

    Si el Señor Jesús menciona tres veces este asunto en su oración de Juan 17, hay que darle la debida importancia.

    No nos metas en tentación

     

    La oración al Padre aquí es para que guarde a sus hijos de la tentación. Cuando Satanás tienta, siempre busca aliarse con la carne o con el mundo. Así intentó hacerlo cuando tentó al Señor en el desierto. Primero, sirviéndose de una necesidad física; luego buscando despertar en él la vanidad de ser adorado, y la vanagloria de tener el mundo a sus pies.

    Estas tentaciones se basaban en argumentos legítimos, porque él era el Hijo de Dios, y tenía en su mano el poder para transformar las piedras en pan, y los derechos para recibir el aplauso de los

    hombres y los reinos del mundo. Sin embargo, lo que es legítimo en sí, no lo es si no procede de Dios, y en el momento escogido por él para recibirlo.

     

    La tentación viene en el momento de nuestra extrema necesidad, apela a nuestros derechos legítimos, e implican un atropello a la voluntad de Dios.

    Para escapar de ella no vale nuestra astucia (Satanás lo es más), sino sólo el estar anclados en la Palabra de Dios, tener el corazón inclinado hacia Dios, y desear agradarle.

    Líbranos del mal

    En la oración del Señor, él nos enseñó también a pedir al Padre:

  • Líbranos del mal.2

    Esta petición ha de formar parte del ruego diario del cristiano. No sólo el Padre nos tiene que guardar por petición de Cristo, sino que nos tiene que guardar por petición nuestra.

    El Padre tiene esta oración permanentemente delante de sí a favor de nosotros, por causa de nuestra insolvencia, y de nuestra extrema necesidad.

    Si pedimos a Dios que nos libre, es porque no podemos hacerlo nosotros. Precisamente, al pedirlo, lo estamos reconociendo. No seamos tardos en proceder de la manera estipulada, para que experimentemos victorias sin reveses, y para que no caigamos a la vuelta de la esquina. No menospreciemos la enseñanza, si no queremos quedar postrados cualquiera de estos días.

    1. La Biblia de Jerusalén traduce “Maligno” en lugar de “mal”; lo mismo hace Francisco Lacueva en su “Nuevo Testamento Interlineal Griego-Español”.

    2. Aquí también “mal” debiera traducirse mejor “Maligno”.

     

    18

    Santificados

    (La obra del ‘rhema’)

    “Santifícalos en tu verdad; tu palabra es verdad.” Juan 17:17

     

    Esta es la segunda petición específica que hizo el Señor al Padre a favor de los suyos.

    Santificar es consagrar. Consagrar es apartar para el servicio santo. Los apóstoles y los que creyeron por boca de ellos (hasta nuestros días) son separados del mundo para realizar un servicio santo. La verdad, es decir, la Palabra, cumple el importante papel de consagrarlos, de prepararlos para este servicio.

    La palabra realiza una obra de purificación, similar a la que realiza el agua.

    El lavamiento del agua

    “Para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra”, dice Pablo en Efesios 5:26. Aquí vemos que la purificación por la palabra precede a la santidad. Más exactamente, es lo que hace posible la santidad.

    Aquí la palabra griega usada es una forma derivada de ‘rhema, y no de ‘logos’. Esto, que pudiera parecer un asunto meramente formal, no lo es. Hay una gran diferencia entre estos dos términos.

    En castellano, ambos se traducen como “palabra”, porque no tenemos otro vocablo que precise la diferencia que ellos tienen en el griego. Pero hay una importante diferencia que debe ser clarificada.

    El lavamiento de la iglesia por la palabra no se produce por acción del ‘logos’, sino del ‘rhema’. Cuando uno tiene la posibilidad de escuchar sermones, uno suele recibir un gran caudal de bendición, pero cuando uno escucha un cierto sermón, uno dice: “Dios me habló”. Así sucede también con la Escritura. Siempre se obtiene gran provecho leyéndola, pero hay veces en que uno dice: “Dios me ha hablado por este versículo”.

    La palabra como ‘logos’ nos ilustra, pero a través de la palabra como ‘rhema’ Dios nos habla al corazón. Cuando esto ocurre, se produce un milagro en él: tenemos una palabra de Dios que orientará nuestra vida, suplirá una necesidad específica, o nos sacará del laberinto en que nos hallábamos. Cuando Dios nos habla así, somos purificados y lavados.

    Entonces somos santificados.

    Como puede verse, esto no es necesariamente un asunto de conocer el Libro, ni es someterlo a pruebas de su veracidad. Aquí se trata de oír a Dios.

    Lavamiento diario

    Así como necesitamos lavar nuestro cuerpo todos los días; y también alimentarlo todos los días, así el lavamiento del agua por la palabra debiera ocurrir todos los días.

    El maná era recogido todos los días de madrugada por los israelitas en el desierto; así también hemos de recoger el pan de vida, el ‘rhema’ de Dios, cada mañana, antes de que salga el sol.

     

    Si la Palabra es mera información que queda acumulada en la mente, no servirá de mucho añadirle todos los días un poco más. Su depósito puede llegar a estar lleno y la mente puede saturarse. Pero la Palabra como ‘rhema’ no sobrará jamás. Nunca nos sentiremos atiborrados de ella, porque a medida que la recibimos queremos seguir recibiendo más.

    Los grados mayores de purificación exigirán una purificación mayor para agradar a Dios de mejor manera.

     

    La Palabra reemplazada

    En nuestros días hay muchos énfasis en la cristiandad, y algunos de ellos reemplazan peligrosamente el ministerio de la Palabra.

    Existe el énfasis en los milagros, y así, suele suceder que grandes ministerios y muchos espacios en la ministración de los santos está dedicada a la realización de milagros. Sin embargo, la iglesia no es purificada ni lavada por los milagros. Existe también el énfasis en la música, en la alabanza y la adoración. Esto, que tiene legitimidad, que es algo santo, justo y bueno, no es lo que lava y purifica a la iglesia. Existe también un marcado énfasis en el estudio bíblico, pero esto no nos asegura que el pueblo esté recibiendo el ‘rhema’ de Dios. A lo más, imparte el ‘logos’.

    Por ellos yo me santifico

    Para que un ministro de la palabra pueda poner el ‘rhema’ delante del pueblo de Dios, tiene que santificarse primero a sí mismo, y estar en el secreto de Dios. El Señor dijo en su oración:

  • Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad. (Juan 17:19).

    El Señor se santificaba primero, para que su palabra pudiera lavar a los discípulos. Así también ha de ocurrir con los ministros de la palabra. Si ellos no aman el ‘rhema’ de Dios, ni lo buscan, el pueblo se quedará sin ‘rhema’. Si el pueblo se queda sin ‘rhema’, tendremos un pueblo enclenque, sin edificación. Ellos no podrán realizar el servicio santo. Vivirán en la esfera de lo profano: sus pensamientos serán bajos, su corazón tendrá motivaciones impuras, su alma claudicará siempre entre dos pensamientos. Ellos no podrán servir a Dios.

    Muchos no se explican el porqué de tanta deserción en las filas de los creyentes. He aquí una importante causa de fracaso entre los hijos de Dios. Escasea el ‘rhema’, por tanto, la debilidad suele llegar al extremo de la deserción.

    Con temor pero con firmeza podemos decir -tomando estas palabras del Señor- que si él no se hubiera santificado a sí mismo, no habría conseguido los frutos que consiguió con sus discípulos. Nosotros no podremos conseguir nada con quienes nos oyen - menos nosotros- si no tenemos el ‘rhema’.

    El pueblo de Dios está hoy en día muy debilitado e incapacitado para ejercer el servicio santo, porque los que debían entrar en el secreto de Dios para oírle están dedicados a cosas menos nobles, entretenidos en juegos religiosos de menor cuantía.

    Dadles vosotros de comer

     

    ¿Qué decir de los que están afuera, aquellos que no han escuchado jamás a Dios? ¿Son las palabras de Dios un regalo sólo para el pueblo santo?

     

    El Señor dice a los ministros de hoy lo mismo que les dijo a los discípulos cuando las multitudes estaban hambrientas:

  • Dadles vosotros de comer.

    Allí estaban los agotados por las largas caminatas, en una espera silenciosa en torno al Maestro. Allí estaban las multitudes, desamparadas y dispersas, como ovejas sin pastor. ¿Y hoy? Hoy están allí también.

    Está el hambre del alma insatisfecha, la angustia lacerante, está la desesperanza que invita al suicidio, la sequedad del alma

    atormentada por el peso de la culpa, por el mañana incierto, o por un mundo hostil. Está el temor de los que han defraudado, o de quienes han sido abandonados por sus seres más queridos; está el fracasado, el endeudado con la sociedad. Ellos no conocen el descanso, ni la paz de espíritu, ellos no saben de los ríos de gozo, de la dicha del perdón, del dulce sabor de la gracia. Ellos no han comido nunca del fruto apacible de justicia. ¡Ellos tienen hambre!

    ¡Hambre de Dios!

  • Dadles vosotros de comer - dice aún el Maestro.

    ¿A quiénes lo dice? Lo dice a todos los que le aman y desean servirle.

    ¿Dónde están hoy los profetas del Dios Altísimo? ¿Los evangelistas, los maestros ungidos por el Espíritu Santo? ¿Dónde están?

    ¿O, luego de haber sido ellos ya saciados, de haber sido favorecidos con los dones del Cielo, duermen la plácida siesta del mediodía?

    Su mesa está abastecida, ricos manjares hay en ella. ¿No podrán dar un mendrugo al pordiosero que toca a su puerta?

    Pidámosle al Padre que nos conceda su Palabra, y que por ella nos santifique para realizar el servicio santo.

     

    19

    Unidos

    (El camino hacia la unidad) Juan 17:21-23

    La tercera petición que el Hijo hace al Padre a favor de los suyos es que sean uno.

    Para que ello sea posible Jesús nos ha dado la gloria que el Padre le había dado.

     

    Por otro lado, el modelo de la unidad, el grado y la calidad de ella están dados por la unidad que existe entre el Padre y el Hijo.

  • Como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti. (Juan 17:21).

  • Como nosotros somos uno. (17:22)

  • Yo en ellos, y tú en mí, para que sean perfectos en unidad. (17:23).

    Como vemos, la unidad de los cristianos es un hecho espiritual, depende de otro hecho espiritual y la calidad de ella es absolutamente espiritual. La unidad de los cristianos no es asunto de acuerdos, de negociaciones, porque ellos sólo tocan la epidermis, y sólo se reducen a unos cuantos papeles y apretones de mano.

    Si no conocemos la gloria del Hijo y si no vemos que Cristo está en nosotros, la unidad será sólo un concepto. Por eso es que los caminos para la unidad están tan extraviados.

    Si, como suele decirse, todos los caminos conducen a Roma, no todos los caminos que se trazan en estos días para la unidad conducen a ella.

     

    Algunos caminos

    De tiempo en tiempo, y más aún en los nuestros, se alzan por aquí y por allá “promotores” de la unidad.

    Ellos dicen:

  • Vengan a mí, y seamos uno.

    Ellos quieren que todos se conviertan a su causa para encontrar en su camino, el secreto de la unidad. Ellos están dispuestos a realizar un gran “sacrificio” para producir la unidad de los cristianos.

    Invitar a la unidad desde una particular doctrina, o desde un reducto estructurado, es una ingenuidad, una presunción, o bien una frescura. Es la ingenuidad de quien no se conoce a sí mismo; la presunción de pensar que su camino es el correcto, o la frescura de pensar que todos los demás son ilusos y que no se darán cuenta de que algo anda mal con ese tipo de propuesta.

     

    Hay quienes confían en las doctrinas. Hay “vendedores de doctrinas”; de correctas, famosas, y ancestrales doctrinas. Ellos pretenden que sus doctrinas (en realidad no son suyas: son prestadas) sean el camino para la unidad. Pero esas “probadas” doctrinas no son el camino de la unidad.

     

    Quienes esgrimen doctrinas como medio para la unidad no saben, o no se dan cuenta, cuán moldeados suelen estar ellos mismos por sus doctrinas.

    La historia de la Iglesia nos demuestra que el énfasis en las doctrinas no une a los cristianos, sino que los divide.

    Otros piensan que si los cristianos se alinearan tras algún gran hombre del pasado, y caminaran en pos de su visión y de su teología, podrían alcanzar la unidad. Los líderes del pasado - reformadores, profetas- resultan atractivos como aglutinadores para la cristiandad.

     

    Sin embargo, quienes así piensan suelen comprometerse de tal manera con esa especial visión, que pierden el sentido de las proporciones. La amplia y rica verdad de Dios -el consejo de Dios- es reducido a una visión plana, de una sola lectura, estéril y unívoca. Así, ellos caen a merced de la mente de un hombre, por más espiritual que éste haya sido.

    La visión del más grande hombre de Dios es demasiado estrecha como para que Dios pueda poner en ella sus amplios pensamientos y servirse de ella hasta el fin de las edades. Lo que él dijo en sus días puede que haya sido lo que Dios tenía que decir en ese momento (aunque, tal vez, no todo lo que Dios tenía que decir, ni tampoco en la forma en que lo hizo, pero, en fin, Dios es misericordioso, y no puede esperarse más de vasos tan viles), pero diez, o cien años después, esa visión ya es evidente y lamentablemente insatisfactoria.

    Si resulta que, de allá hasta acá, Dios ha querido “atreverse” a decir algo diferente, o a “añadir” algo a lo que en sus días vio aquél gran hombre, lamentablemente ¡no será tomado en cuenta!, porque esta nueva acción de Dios no aparece ni siquiera esbozada en ninguna de la multitud de obras escritas por aquél. Su cuerpo de doctrinas está tan bien configurado, su sistema es tan hermético, tan pulido y brillante, que ni siquiera Dios puede penetrar en él para modificarlo.

    Y de nuevo tenemos el mismo viejo problema: los árboles no dejan ver el bosque, Dios no puede ser escuchado ni obedecido porque esa particular interpretación de la Palabra de Dios no lo permite, y porque los grandes hombres de Dios ya le pusieron molde a lo que Dios debe decir en el futuro.

    Otro camino que se está empezando a abrir en nuestros días es el de los grandes acuerdos a nivel de cúpulas. Los líderes de las grandes transnacionales religiosas se están sentando a la mesa de diálogo. Ya se han elaborado documentos conciliadores entre las dos más grandes corrientes cristianas de Europa. Y también hay acercamientos en el mismo sentido hacia el Este europeo.

    Los que en otro tiempo se descalificaban, hoy buscan darse la mano por encima de las diferencias. Entonces, la redacción de los acuerdos tiene que poner en la balanza cada palabra, cada coma y cada tilde, para que ninguno se sienta menoscabado.

    Es necesario oír a Dios

    Sin embargo, la unidad de los hijos de Dios no se producirá por los caminos antes examinados. Tales vías son inadecuadas, porque se quedan en un nivel muy superficial: la mente.

    La unidad de los hijos de Dios es espiritual y sólo puede ser espiritual. ¿Cuáles son los resortes que la harán posible?

    Necesariamente, los cristianos llamados a la unidad son aquellos que han visto algo de parte de Dios, los que han visto la gloria de Dios. Si todos nos pusiéramos delante de Dios con un corazón abierto, recibiríamos una visión de Dios. Y luego, al confrontar esa visión con las que Dios ha dado a otros siervos en otros lugares, veríamos que es posible la unidad, porque Dios no se contradice a sí mismo.

    Dios no tiene dos voluntades diferentes para una misma generación. Podrá tener énfasis distintos para alcanzar ciertos propósitos específicos en áreas determinadas, pero en lo sustancial no puede diferir. Porque se trata de la voluntad de Dios, del propósito de Dios y de la obra de Dios.

    Cuando estamos delante de Dios, comienza a producirse una obra profunda y gloriosa en el corazón: Podemos ver a Dios y oír a Dios. A la par que nuestros argumentos se silencian, los de Dios comienzan a oírse. Y se va produciendo una transformación, porque caen nuestras grandes doctrinas, nuestros pequeños y grandes ídolos, y nuestros prejuicios se ven muy pequeños ante la grandeza de Dios. Nuestro corazón va siendo desvinculado de las muletas que hasta ese momento nos sostenían, y vamos percibiendo un nuevo grado de libertad que no conocíamos. Seguramente nos invadirá también el pánico en más de algún momento, nos sentiremos aterrados -como quien va cayendo en el vacío- pero entonces podremos sentir que una Mano superior nos sostiene.

     

    Los patrones de un avivamiento anterior

    Es demasiado fácil y cómodo tener una religión perfectamente estructurada. Todo está claro y definido. Pero en esa rígida estructura Dios tiene dificultades para hacerse oír. Porque sus caminos son más altos que los nuestros, y sus pensamientos sobrepasan nuestra más alta imaginación.

    Las estructuras de la mejor de las corrientes obedecen normalmente al patrón de algún avivamiento anterior. A un estado de cosas relativamente ideal, a algún nuevo Pentecostés. Pero Dios quiere introducirnos en la corriente de su Espíritu, que va más allá del avivamiento anterior. Dios quiere llevarnos a un estado de cosas más avanzado, el cual siempre será más y más parecido al principio, al génesis del la Iglesia.

    Normalmente nos sentimos atados a nuestro pasado, (al nuestro en particular, o al de nuestra denominación o grupo), pero no sentimos que debemos volver al más remoto pasado de la Iglesia, al Pentecostés de Hechos 2 y al modelo que le fue mostrado a Pablo, según vemos en sus epístolas; único modelo que merece tenerse como ejemplo, con todas sus consecuencias en cuanto a la vida de iglesia.

     

    Llevar su vituperio

    El Señor dijo que nos había dado su gloria para que fuésemos uno. Sin gloria no hay unidad. Sin libertad no hay gloria. Porque donde está el Espíritu del Señor allí hay libertad. (2ª Corintios 3:17). De manera que el camino de la unidad no comienza en el hombre, sino en Dios, en la gloria de Dios.

    ¿Cómo podemos tener la gloria de Dios? La gloria de Dios la tenemos cuando estamos dispuestos a menospreciar la gloria de los hombres (Juan 5:44). Hay un sinfín de cosas que perdemos (de valor bastante relativo, en todo caso) cuando tomamos el camino del desprecio de los hombres, pero, sin duda, ¡ganamos la gloria de Dios!

    Es preciso salir del campamento llevando su vituperio. (Hebreos 13:13). No podemos permanecer dentro de los sistemas y pretender que Dios nos revele su voluntad perfecta.

    Dentro de los sistemas, la voluntad de Dios será vista al tamiz del sistema. Ella (la voluntad de Dios) tendrá las mismas distorsiones y deformidades del sistema. Si el énfasis del sistema es la sanidad de los enfermos, entonces conocer la voluntad de Dios significará saber cómo podemos sanar a más enfermos. Si el énfasis del sistema son los dones espirituales, entonces conocer la voluntad de Dios significará saber cómo podemos tener más dones espirituales.

    Es preciso salir de eso y auscultar el corazón de Dios.

     

    Algunos signos alentadores para la unidad

    Si un hijo de Dios tiene alguno de los síntomas que a continuación se señalan (mejor si los tiene todos), está en el camino de la unidad.

    La insatisfacción

    La insatisfacción que sentimos en la obra que estamos haciendo es un buen síntoma para buscar el camino de la unidad. La insatisfacción es fruto de todo lo que es menor que Cristo, o de lo que excede a Cristo. Cuando estamos perfectamente en Cristo haciendo la obra de Dios, la insatisfacción desaparece.

    Los caminos del hombre son rutinarios, secos, y pesados; no así el camino de Dios. El camino de Dios podrá acarrear infinidad de sufrimientos, pero nunca producirá insatisfacción. Los ríos de Dios fluirán sin parar porque es Dios mismo quien está en el río. Es preferible sufrir en medio del río, que gozar en la sequía de una religión sistematizada. La rutina de los programas, la carga de la infinidad de estrategias, la inoperancia de los énfasis, la desacertada visión del camino a seguir, serán insufribles, aunque todo lo hagamos en el nombre del Señor y para -como lo decimos- su exclusiva gloria.

     

    El sentido del fracaso

    Otro síntoma alentador para la unidad son los repetidos fracasos que hemos tenido, a pesar de los ingentes esfuerzos por evitarlos. Dios sólo puede hacer su obra con gente fracasada. Dios puede obrar sólo con aquellos que se han pasado algunos años levantando su propia obra, sin frutos. O con aquellos que han

    estado alzando su voz desaforadamente para hacerse oír, sin que nadie les haya prestado atención. Con hombres como éstos, fracasados, cansados, quebrantados, que, en el colmo de su desesperación miran al Cielo en busca de alguna respuesta, de alguna explicación, Dios puede producir la unidad.

     

    El hombre exitoso tiene una receta para todo. La vanidad de sus pequeños triunfos le lleva a pensar que todo puede ser mejorado si sólo le dan la oportunidad para hacerlo. Su mente ágil, su experiencia de años, sus altas dotes, no pueden ser sino una señal de que es un vaso escogido, y por tanto, de que él está llamado a dirigir este asunto, o de que él tiene mucho que decir al respecto. Los demás, ¡a escuchar!

    Un hombre exitoso podrá ser necesario en una empresa alicaída, o en una transnacional ambiciosa, pero nunca tendrá derecho a voz - ni menos a voto- en la obra de Dios. Si no ha aprendido que es un inútil absoluto, un cero a la izquierda, un ser destinado -y con pleno merecimiento, sin excusas- al fracaso, un esclavo torpe, un vocero tartamudo, un guerrero cobarde, un guía ciego, y un pecador desnudo, no podrá tener parte en la obra de Dios.

    Dios junta a los fracasados

    Luego, suponiendo que estos cristianos fracasados hayan aprendido algo delante de Dios acerca de su nulidad, deberán pasar a otro punto, directamente relacionado. Deberán ver que a los fracasados, Dios los quiere juntar para que caminen juntos. Serán juntos una turba de amargados de espíritu, con un pasado negro a cuestas, que llorarán sus desgracias a coro y sin tapujos delante de Dios. Ellos aprenderán a amarse y a soportarse allí, en el más ignominioso lugar: en la cueva de Adulam. (1 Samuel 22:1-2).

     

    Allí Dios les revelará a su propio y único David: al Señor Jesucristo, perfecto en hermosura, feliz remedio para sus males, y único contentamiento para su alma. En ese lugar oscuro podrán ellos comprobar cuán maravillosa es su luz esplendente; en ese lugar inhóspito podrán ellos ver que se puede estar muy bien en su compañía, que, en realidad, no necesitan nada más, que no desean nada más. En ese lugar serán sanados de toda dolencia del alma, y vendados de toda herida de muerte. Sus amarguras serán trocadas en paz; sus rencores darán paso al perdón generoso. Toda tiniebla dejará de ser y la luz irrumpirá, irresistible.

    Con Cristo en la cueva de Adulam compartirán la dicha del auxilio oportuno y del exilio feliz. Afuera rugirán los Saúles, con sus armas sofisticadas, y sus ejércitos incontables. Pero ¿qué importa? Aquí adentro está el Dechado de hermosura, que hace bien al corazón, que quita el temor, y da perfecto descanso al alma.

     

    Aquí conocerán el verdadero compañerismo, el amor fraterno que está sólo un punto más bajo que el amor sumo (2ª Pedro 1:7).

    Conocerán, además, al verdadero amigo, al que les socorrerá en el día malo, al compañero de milicia, al dulce hermano. Los títulos quedaron allá afuera, aquí somos todos hermanos. Ahora podremos conocer de verdad la familia de Dios, a Dios como nuestro Padre y a Jesús como el Primogénito de ella.

    Perfil sicológico de los fracasados

    Definir la sicología de un fracasado (o de un quebrantado por Dios) es de lo más difícil. Su semblanza podría parecer la de un loco, o de uno clínicamente desahuciado. Los quebrantados por Dios son gente extraña.

    Ellos pudieron haber alcanzado en el pasado algunos títulos, algunas honras humanas, pero hoy no cuentan con nada de eso. Y no es porque, en un acto de humildad, accedan a renunciar a eso con una escondida satisfacción. Más bien, no quieren hablar ni oír hablar de ello. Hasta pueden sentirse avergonzados de haberlos tenido. Todo aquello ha sido pesado en la balanza de Dios, y de ello no ha quedado nada en pie. Lo espantoso de tal certeza llena el alma de una profunda contrición, de un sentimiento de irreparable pérdida, porque saben que, en lo futuro, todo lo que salga de ese cauce llevará el mismo estigma de muerte, ¡que nada de eso servirá de nada, para absolutamente nada!

    Ellos tuvieron en el pasado una cierta firmeza de carácter, un repertorio de principios muy claros y definidos, por los cuales podían darlo todo. Hoy ya no están seguros de nada, sino sólo de que Dios es bueno y de que para siempre es su misericordia. Si pueden tener alguna certeza, algún rasgo de firmeza, es totalmente extraña a ellos, algo que saben que no procede de su deleznable corazón.

    Ellos, tal vez, amaban el arte, las sutilezas del “espíritu” humano. Ellos creían en las cosas buenas del mundo, en la grandeza de los

    hombres, en la nobleza de las buenas intenciones. Ellos podían mezclar con la fe todas las innumerables ciencias humanas, podían hacer una perfecta simbiosis de fe y razón. Ellos se sentían orgullosos de tener en sus filas profesionales “cristianos”, artistas “cristianos”, políticos “cristianos”. Les parecía que aquellos cristianos inmersos en el gran mundo podrían reivindicar la fe, y hacer más noble la profesión cristiana. Les parecía que ellos podrían vengarles de tantos ultrajes que los cristianos recibieron en el pasado. Cada concierto, cada intervención pública, cada página de los diarios era una palmada más en la espalda de Cristo, de lo cual hasta él mismo debería sentirse orgulloso.

    Estos derrotados por Dios vieron que todo eso no tenía sentido. Que era una pura farsa, una presunción que a Dios no le interesaba en absoluto. Que a Dios no le interesa que su Cristo sea levantado de esa manera. Su Cristo es mucho más, es infinitamente más grande, como para necesitar ser manoseado, exhibido, como imitando la grandeza del mundo.

    Los derrotados por Dios no sienten ninguna satisfacción en nada de la tierra, ni aunque aparezca asociado al precioso Nombre.

    Antes bien, una sensación de horror y espanto suele embargarlos cuando se le representa tan mal, cuando se le muestra como deseando alguna reivindicación histórica.

    Los derrotados por Dios son una gente extraña. Ellos perdieron la fisonomía de un carácter ordinario, contemporizador, amoldado a los cánones de la cosmovisión de turno. Ellos no piensan -no al menos en el sentido de los que aman sus propios pensamientos-, porque sus pensamientos son inseguros, son corruptos, son indignos de confianza.

    Ellos vuelven su mente a la Fuente de la inteligencia, de la eterna sabiduría. Saben que sólo en Cristo hay seguridad. Los moldes humanos se han roto. Las estructuras mentales en boga en el mundo (léase Aristóteles y compañía, Kant y compañía, Heidegger y compañía) cayeron, o van cayendo estrepitosamente. ¡Escuchen: Parece el sonido de mil espejos que se quiebran!

    Antes gozaron de los razonamientos de la filosofía aristotélica, del racionalismo alemán y del idealismo inglés. Pero ahora ¡lo han perdido todo! Ellos ahora han retrocedido a épocas remotas cuando la gente podía llorar en público ¡sin avergonzarse!. Su debilidad es

    evidente, y suele causar lástima en quienes los rodean. Ellos, mientras hablan, tiemblan, mojadas las manos - sus rodillas amenazan con doblarse. Son gentes con evidentes síntomas de irracionalidad.

    En realidad, tal cuadro no es tan extraño a la luz de las Escrituras. David, el rey de Israel, era permanentemente aquejado de estos mismos males. Al leer sus salmos, vemos su alma desnuda, sus penitencias, temores y fracasos. David era también un fracasado.

     

    Sin embargo, de alguna manera, por alguna extraña razón, él era un hombre que agradaba el corazón de Dios, más aun, era un hombre “conforme a su corazón”. (1 Samuel 13:14). El hecho de que él haya sido un rey, el mejor de todos, el más victorioso, es casi una simple anécdota. Lo que contaba para Dios era su corazón contrito y quebrantado.

    Los fracasados saben que Dios hace una doble obra en el corazón de sus hijos. Que destruye y que edifica. Y que en ese trabajo, Dios no se detiene nunca. Aunque duela. Cuando un hombre se ha abierto a la obra de Dios, Dios lo tomará para no soltarlo jamás.

     

    Y aunque cada golpe destructor trae un ¡ay! lastimero, en su lugar va quedando más palpable el dulce carácter de Cristo. Los fracasados lo saben, y tan a gusto lo sufren, que han llegado a amar la mano que los lastima.

    Son una extraña gente estos hombres, pero son los únicos que Dios utiliza para su obra. Y son los únicos que estarán dispuestos a perderlo todo en aras de la unidad. Si tú, por casualidad, ves alguno que no lleva estas marcas, tal vez te hayas equivocado de hombre, o bien tendrás que mirar más atentamente, para ver que detrás de esa aparente normalidad -y aun de esa entereza-, hay un yo hermosamente quebradizo, ¡hay un milagro de Dios!

    Una visión

    Como ya se ha dicho, la unidad -como toda obra de Dios- sólo es posible a partir de una visión. Si hemos visto algo de parte de Dios, podemos adherir a ella. Si hemos visto algo de parte de Dios, podemos ser convencidos por ella.

    Ocurrirá algo en la esfera de nuestro espíritu, superior a nuestros razonamientos, que nos llevará a consentir con Dios. Algo sucederá

    dentro de nosotros inexplicable, tal vez, o al menos, muy difícil de expresar con palabras humanas. Habrá ocurrido un acto de revelación, de descubrimiento. Algo de Dios, alto y sublime se habrá metido en nuestros huesos y arderá por dentro. Algo superlativamente más grande de lo que habíamos conocido hasta entonces nos llenará la mirada, y nos sobrecogerá el alma.

    Entonces se acabarán los argumentos, y nuestras pequeños glorias desaparecerán. Nuestros pequeños feudos serán derribados, nuestros grandes planes parecerán irrisorios, y nuestras grandiosas ideas parecerán tan sólo imaginación de niños.

     

    La iglesia no será más vista como una organización, un sistema, sino será vista como Dios la ve: como un Cuerpo. La iglesia es un Cuerpo, el Cuerpo de Cristo. Entender esto tiene profundas y gloriosas implicancias.

    Quien ha visto el Cuerpo de Cristo no ve cristianos de primera o de segunda clase. No ve tampoco organizaciones admirables. Ve simplemente hijos de Dios por aquí y por allá diseminados, más o menos alimentados, más o menos despiertos, y que necesitan ser bendecidos, alentados, edificados. Ve la obra de Dios salvando y edificando. No ve reductos humanos creciendo en rivalidad unos con otros. Simplemente, ve hijos de Dios, y procurará alcanzarlos a todos, abrazarlos a todos, servirles a todos.

    Ver el Cuerpo de Cristo es ver a todos los hijos de Dios unidos a la Cabeza, recibiendo su vida, y su suministro. Es ver a la iglesia viva, y muchísimo más amplia que la reunión de los hermanos con quienes camina día tras día. Es trascender los límites -todos los límites- para sentir cómo siente el corazón de Dios, y pensar cómo piensa él.

    Siendo muy diversa la condición de los hijos de Dios -sea por su grado de crecimiento o por cualquiera otra consideración-, verá que hay una base mucho más sólida que toda diferencia para reunirnos eternamente: el precioso Nombre de Jesús y la autoridad del Espíritu Santo. Luego, observando atentamente esa diversidad de condiciones, podrá comprobar cuáles hijos de Dios le están buscando de verdad, le están amando con todo el corazón, y verá en ellos las marcas de la obra que Dios está haciendo en estos días.

    No todos los hijos de Dios permiten que Dios los guíe. Todos tal vez lo pidan, pero muy pocos lo aceptan a la hora de la verdad. Dios tiene serios problemas -por decirlo así- para llegar al corazón de sus hijos. El Espíritu Santo hace denodados esfuerzos para llamar la atención de los cristianos, pero pocas veces éstos le prestan atención.

    La unidad no es posible sin ver qué cosa es el Cuerpo de Cristo. Por eso la unidad es una obra de Dios, no del hombre.

     

    Más que acuerdos

    Así que, el camino de la unidad es más que un ponerse de acuerdo, porque el mejor de los acuerdos es un hilo tan frágil como una hebra de cáñamo puesta al sol. El camino de la unidad se halla delante del trono de Dios y pocos son los que lo hallan. La diversidad, la disparidad, la atomización, son la triste realidad del pueblo cristiano hoy en el mundo. Y este es el f ruto de la diversidad, la disparidad, la atomización de sus pensamientos, opiniones, propuestas, hipótesis y conclusiones.

    Sólo en Cristo somos uno. Cristo único y suficiente. Es en el amor de Cristo que somos amasados, en él perdemos las pequeñas y las grandes diferencias. En él nos sumergirnos para que no se levante más lo que antes éramos. En Cristo desaparecemos definitivamente todos, y nos levantamos uno solo, precioso y perfecto.

    Por dónde va el camino de la unidad

    El camino de la unidad corre al margen de los promotores de unidad, de los vendedores de doctrinas acerca de la unidad, de los grandes líderes del pasado, de los sistemas religiosos -cualquiera sea el nombre, calidad, fundador, énfasis, estructura, extensión, solvencia, o doctrina fundamental.

    El camino de la unidad sigue la escondida senda del silencio y de la sencillez de los quebrantados por Dios, de la visión del Cristo glorioso y de su bendito Cuerpo, de los que han apegado su corazón al corazón de Dios para oír su delicado latir.

    Quienes aman la unidad no procurarán buscarla en conciliábulos con los hombres, como para lograr algún acuerdo que llene sus

    expectativas. No se producirá en una mesa de diálogo ni en una reunión de negocios. La unidad se producirá en el trono de Dios, y él tomará la iniciativa, ordenará las circunstancias, nos pondrá a los unos en el camino de los otros, y juntos seremos testigos de una obra que Dios habrá hecho en nuestros corazones.

     

    A lo más, nuestra participación será testimonial. No seremos artífices de la unidad, sino testigos, declaradores de lo que Dios ya ha hecho. Así dadas las cosas, y en ese preciso momento, el Espíritu nos mostrará que nuestros caminos se han unido, que tenemos un mismo norte, una misma esperanza, y que no podemos seguir separados. Llegaremos a sentir la convicción nítida de que separarnos equivaldría a negar todo lo que Dios ha hecho y de lo cual somos responsables.

    La unidad del Cuerpo de Cristo es obra de Dios, y él la llevará a cabo paso a paso, sin descansar. A los que amamos al Señor, y amamos la unidad del Cuerpo, lo único que nos resta por hacer es esperar, con el oído atento, con los ojos muy abiertos, para ver las señales que el Señor irá poniendo a nuestro paso, y que nos irán guiando en esta preciosa obra de restauración postrera, para que todos seamos uno, para que todos seamos reunidos y amasados perfectamente en Aquel único digno de ser amado, exaltado y servido: Cristo Jesús, nuestro Señor, bendito por los siglos de los siglos. Amén.

     

     

    Dos remezones

    20

    Unidos (II) (Morir para ser uno) Juan 17:21-23; 11:52

     

    En Juan 17 hay dos aspectos fundamentales de la obra de Dios que no tienen cumplimiento aún en el pueblo de Dios, pese a que fueron objeto de la oración íntima del Señor:

    1. la disociación de los cristianos y el mundo.

    2. la unidad de los que son de Cristo.

     

    Tal parece que los procesos han resultado al revés: hay una amalgama de los cristianos con el mundo, y una disociación de los cristianos entre sí.

    Por eso, es preciso que volvamos a nuestros fueros. Que la cordura vuelva, al menos en los que aman de verdad su santo Nombre.

    La unidad es posible, como se ha dicho, sólo en aquellos que han visto su gloria (Juan 17:22). Cuando ésta se manifiesta, toda boca se cierra (Mateo 17:5).

    También es preciso que haya revelación de Dios acerca de la unidad indisoluble entre los que son de Cristo con Él (Yo en ellos), y de la unidad del Padre y el Hijo (Y Tú en mí). La visión de estas dos cosas hará que sean “perfectos en unidad”.

    Cuando Cristo está en un hombre, caen todas las demás cosas ante la gloria de su Presencia. Lo que antes nos diferenciaba y separaba, cae (Ef.2:14-16).

    ¿Qué impedía la unidad entre judíos y gentiles en días de Jacobo? (Hechos 15). Algunos asuntos relacionados con la circuncisión (15:1). Y eso -la circuncisión- no es Cristo, sino parte de un sistema mediante el cual los hombres (los judíos) se acercaban a Dios en el pasado. Cuando se dejó claro que la circuncisión no era un requisito para la justificación, se dio un importante paso hacia la unidad de

    los cristianos. Cuando comienzan a caer los sistemas en el corazón de los hombres, nos acercamos a la unidad.

    ¿Cómo y cuándo caerán si ellos están tan arraigados en el corazón? Esto ocurrirá cuando venga un remezón fuerte en el corazón de los cristianos, y en el mundo. Deseamos que vengan algunas experiencias gloriosas -y también algunas dolorosas- que permitan ver que los sistemas son inútiles, que secan el espíritu, y que separados no podemos caminar. Entonces buscaremos la unidad.

    Cuando veamos, por otro lado, que el mundo se nos opone más y más; y cuando comprobemos que realmente está bajo el Maligno, que su corrupción desborda todo límite, que nada podemos esperar ya de él, entonces estaremos dispuestos a dejar el mundo, y a amar la comunión con todos los hijos de Dios.

    Estos dos terremotos, uno en nuestro corazón y otro en el mundo, nos ayudarán a soltar lo que excede a Cristo (y nos separa), para llenarnos de Cristo y de amor por todos los hijos de Dios.

    La Casa ha estado dividida, y una casa dividida no puede permanecer. ¿Será necesario que amenace un enemigo externo para que los díscolos miembros de la familia de Dios olviden sus diferencias y refuercen sus lazos fraternos? Así ocurrió en los países tras la cortina de Hierro hace algunos años, y así ocurre en China hasta nuestros días bajo la represión comunista. Aunque sea una paradoja, allí no hay obstáculos para la unidad. El común peligro externo los ha derribado. ¿Deberá ocurrir una persecución generalizada en Occidente antes que la unidad de los hijos de Dios sea posible?

    Morir para que la unidad sea posible

     

    Pero hay otro asunto aun más importante que lo que venimos diciendo.

    En Juan 11:52 dice que el Señor Jesús murió no sólo por Israel, “sino también para congregar en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos.”

    Allí, Caifás fue usado por el Señor -por causa de que era sumo sacerdote aquel año- para profetizar la muerte del Señor Jesús,

    necesaria para la salvación, y también para la unidad de los hijos de Dios.

    Respecto de la muerte expiatoria de Cristo, ningún cristiano puede aducir que la ignora. Pero el otro aspecto que le llevó a la muerte -la unidad de los hijos de Dios- no ha sido suficientemente enfatizado. Cristo no sólo oró por la unidad en Juan 17, sino que murió por ella. Debemos ver esto con claridad para poder tomar conciencia de lo que esto significa para Dios.

     

    Respecto de lo primero, podemos afirmar sin lugar a dudas que Jesús no murió en vano, pues por la eficacia de su muerte en la cruz fueron borrados nuestros pecados. Pero respecto de esto otro,

    ¿qué diremos? ¿qué murió en vano?

    Pablo demostró en sus días que la muerte de Cristo había operado eficazmente para derribar la pared que separaba a judíos y gentiles, y producir la unidad. Pablo lo creyó, lo predicó y lo defendió. Pablo tuvo “éxito” en su misión. ¡Qué duda cabe!. Mas no ha sido creído ni defendido de la misma manera por los cristianos de nuestros días. Las paredes divisorias se alzan por doquier y nadie parece incomodarse por ello.

    Se hace preciso rescatar del olvido este aspecto de la muerte de Cristo. El murió para congregar en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos. Espiritualmente, eso se cumplió ya, porque los hombres son uno en Cristo delante de Dios. Sin embargo, no estamos viviendo ni disfrutando esa unidad hoy. Ni ella está siendo un testimonio para el mundo (Juan 17:21,23).

    Pablo se tomó muy en serio este asunto, y batalló para lograrlo en su generación. Por decirlo así, él murió también por eso. Esto era para él motivo de oprobio (Gálatas 6:12-17), y por ello tuvo que pagar el más alto precio. Pero estuvo dispuesto a pagarlo.

    Es preciso, pues, que en nuestro días los hijos de Dios que han visto algo en su secreto, amen la unidad, la propicien y la defiendan, no sólo por lo que la unidad es en sí, sino, sobre todo, porque Cristo murió por ella.

     

    Aunque para alcanzarla, sea preciso que ellos mueran también.

    El problema de Pablo

    Gran parte de las persecuciones que Pablo sufrió en sus días se debió a que él predicó la unidad de los creyentes en torno a Cristo, al margen de la ley. Por supuesto, los judíos (que tenían mucho que perder) lo atacaron, en tanto los gentiles se gozaban. (ver Efesios 2:14-22; Gálatas 6:12-17).

     

    Nosotros no tenemos el mismo problema que tenía Pablo en sus días, como tampoco Pablo tuvo el problema que tenemos nosotros hoy. Hoy los judíos no son un problema para nosotros, como tampoco los muchos sistemas cristianos eran un problema para Pablo.

     

    Este es nuestro problema hoy: la cristiandad está dividida. Hay casi tantas divisiones como arena en el mar. Primeramente, hay dos grandes corrientes. Estas son muy fuertes, están muy bien definidas desde los días de la Reforma. Pero esas dos grandes corrientes están también divididas en sí mismas. Hay multitud de bandos, multitud de paredes que las separan, de manera que la división ha venido a ser algo normal.

    La división de la Iglesia universal no es tan dolorosa, sin embargo, como la división de la iglesia local, en casi cada ciudad y aldea en el mundo. Allí los cristianos, que se ven casi todos los días, han aprendido a ignorarse y aun a aborrecerse unos a otros.

    ¿Cómo recuperaremos la unidad del principio?

    La unidad producida por un fuerte liderazgo (como ocurre en una de las principales corrientes cristianas) no es real, no es espiritual.

    Entre los que aman al Señor ese tipo de unidad no podría prosperar. La unidad entre los que aman al Señor sólo la puede producir el Espíritu Santo, al llevarnos a la visión de la gloria de Cristo (Juan 17:22).

    El camino de la unidad tiene otra dirección.

    ¿Cómo habríamos enfrentado nosotros el problema de Pablo?

    ¿Cómo hubiera enfrentado Pablo el problema nuestro? Pablo no derribó el judaísmo. Pero multitud de iglesias fueron levantadas al margen de él por todo el mundo. Pablo no pudo lograr la unidad dentro del sistema judaico (era demasiado fuerte y estaba demasiado estructurado como para permitirlo), así que tuvo que salir de él para hallarla.

    Dentro de los sistemas hoy existentes tampoco hallaremos la unidad, así que debemos salir de ellos. La única forma en que los sistemas pudieran alcanzar alguna forma de unidad es por la vía de los acuerdos, para formar un macrosistema. Pero como la iglesia no es un sistema (es un Cuerpo) no puede llegar a la unidad por vía de los acuerdos, ni puede llegar a ser un macrosistema.

    La iglesia es espiritual, y sólo el Espíritu de Dios puede lograr la unidad, si es que le dejamos obrar.

     

    Muy posiblemente, la unidad de los sistemas religiosos para formar un macrosistema ocurrirá. Y como los sistemas son instrumentos muy útiles a la política y al poder, este macrosistema será codiciado por los sistemas del mundo, y buscarán establecer alianzas con él, y de hecho lo lograrán. Cuando esto ocurra, el macrosistema cristiano ya no tendrá ninguna fuerza espiritual. Si hasta ahora los muchos sistemas cristianos han podido ejercer alguna influencia espiritual en el mundo, este macrosistema no podrá hacerlo más. Será una sal sin sabor.

    En esa encrucijada, los cristianos sinceros que todavía estén allí, se darán cuenta de que la salida es inevitable. Si todavía guardaban alguna esperanza de que era viable, entonces la perderán por completo. Y entonces oirán la voz del Espíritu resonar muy claramente en sus oídos:

  • Salid de en medio de ellos, y apartaos, dice el Señor, y no toquéis lo inmundo; y yo os recibiré. (2ª Corintios 6:17).

    El problema de los líderes

    ¿Se cumplirá, pues, en nuestros días el segundo de los objetivos por los cuales Cristo murió? ¿Se congregarán en uno los hijos de Dios?

    Hay todavía un problema más que debe ser resuelto. Hay un problema con los líderes, porque los más de ellos están ensimismados en su propia obra, y hacen alarde de sus dones.

    ¿Cómo atacar este problema doble? ¡Sólo Cristo revelado en el corazón y experimentado! ¡Sólo la cruz de Cristo operando en un líder puede sanarlo de su egolatría! ¡Los dones no le sanarán de esta enfermedad! Al contrario, ellos contribuirán a agravarla. Es la

    cruz y los tratos disciplinarios del Espíritu Santo; es la disciplina del Padre y los tratos del Espíritu Santo los que le pueden sanar.

    Normalmente, los llamados a la unidad que hacen los líderes tienen como centro su propia bandera. Quien así hace no logra disimular bajo ese buen discurso un gran afán de liderazgo y hegemonía.

    Los que de verdad están en condiciones de colaborar con la unidad son los que se menosprecian a sí mismos; los que consideran a los demás como superiores a sí mismos; los que, en definitiva, están dispuestos a ir a la cruz y permanecer en ella todos los días de su vida.

    Los líderes que han sido conducidos por el Señor a ministrar colectivamente tienen una primera oportunidad de vivir -al menos en un esbozo- la unidad del Cuerpo. Sin embargo, éste es sólo el primer paso, porque puede haber todavía un abismo que los separe de otros ministerios colectivos. Para servir colectivamente (y en un mismo espíritu) se precisa una profunda operación de la cruz, pero para servir junto a otros conglomerados de hermanos más allá de mi colectividad es preciso todavía una operación más profunda.

     

    Si Dios, en su gracia, obra en muchos conglomerados cristianos derribando todo aquello que excede a Cristo - mediante los tratos a su alma, y mediante la disciplina, entonces ellos estarán más y más dispuestos a caminar junto a otros cristianos. Entonces los líderes ya no serán un problema.

     

    Entonces, el camino de unidad se abrirá ante nosotros.

     

    21

    ¿Cómo morir?

    (El itinerario de la cruz)

    Cuando un cristiano se postra ante el Señor y decide hacer su voluntad, él le guiará por su camino. En este camino hay mucha gloria, pero también está la cruz. Sobre todo, está la cruz.

    Como la cruz es una experiencia permanente, conviene al discípulo saber cómo opera y cómo él ha de reaccionar cada vez que ella opere.

    Así, pues, el asunto es este: ¿Cuál es la forma correcta de morir? Para saberlo, tenemos que mirar al Señor Jesús. ¿Cómo murió él?

    ¿Cuál fue el itinerario de su muerte?

    Su muerte no sólo fue sustitutiva, sino también el modelo de la muerte de todos sus discípulos. Sus padecimientos vienen a ser también una metáfora de los nuestros; su cruz, lo es de la nuestra.

    Revisemos atentamente estos episodios, para que después, cuando los estemos viviendo, no nos extrañemos. Si los vivimos, será porque estaremos yendo en el camino correcto.

    Dios te ayudará a sufrir, pero no te ayudará para no morir

    Cuando Jesús estaba en Getsemaní (esa terrible “prensa de aceite”) orando intensamente; cuando su sudor era como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra, se le acercó un ángel del cielo para fortalecerle (Lucas 22:43); sin embargo, ninguno de los ángeles que formaban las incontables legiones celestiales movió un dedo para evitarle la cruz.

    Ninguno se movió tampoco después, para impedir que los clavos taladraran sus manos, o la lanza su costado. Ninguno de los ángeles hirió a los soldados romanos encargados de crucificarle. El poder de los cielos estaba como impotente el día de su muerte.

    Dios te ayudará a morir, pero no te evitará morir.

    Hay un amigo entre los matadores

    He aquí algo espantoso: hay un amigo -un íntimo, un familiar- entre los matadores. “Y estaba también con ellos Judas, el que le entregaba” (Juan 19:5). “El que come pan conmigo, levantó contra mí su calcañar” (Juan 13:18). Judas no es el enemigo declarado, sino el traidor solapado, de quien no se habría esperado tal cosa: “Porque no me afrentó un enemigo, lo cual habría soportado; no se alzó contra mí el que me aborrecía, porque me hubiera ocultado de él; sino tú, hombre, al parecer íntimo mío, mi guía y mi familiar; que juntos comunicábamos dulcemente los secretos, y andábamos en amistad en la casa de Dios” (Salmos 55:12-14).

    Lo que hace más dolorosa la muerte es la traición del amigo, es el beso en la cara y, al mismo tiempo, la puñalada por la espalda.

    Sin embargo, ¿cómo le recibió el Señor aquella noche en el huerto?

    ¿Con una mirada furibunda? No, él le dice:

    -Amigo, ¿a qué vienes? (Mateo 26:50) O, como traduce la Versión Moderna:

  • Compañero, ¡a lo que has venido ...!

    Su voz es una exhalación de tristeza por su amigo, tantas veces acogido y bendecido, ahora convertido en traidor.

    La puñalada por la espalda no provoca ninguna reprensión: sólo un profundo dolor por el amigo que se ha perdido.

    Puedes escapar, pero no quieres

    Cuando la compañía de soldados llegó a prender a Jesús, ellos cayeron a tierra con sólo el hablar del Señor. (Juan 18:6). Cuando Pedro cortó la oreja de Malco, él la restauró con solo tocarlo. (Lucas 22:51). Su poder estaba intacto, pero no lo quiso usar para escapar de la cruz. Tenía poder para sanar, pero no para rechazar a sus capturadores.

    Sin duda, hubiera podido hacerlo si hubiese querido. Él dijo a Pedro:

  • ¿Acaso piensas que no puedo ahora orar a mi Padre, y que él no me daría más de doce legiones de ángeles? (Mateo 26:53).

    Así también será contigo. En el trance previo a tu muerte, tú te das cuenta que podrías escapar, si quisieras. Pero no lo haces. Tienes a la mano alguna argucia, algún escape, pero te lo quedas mirando, y lo dejas ir como si fueras un tonto. Otros, tal vez, te digan que eches mano a él, pero tú sabes que es la hora de morir, así que no lo harás.

    No acarreas a otros contigo

    Cuando prendieron al Señor, él dijo a los capturadores:

     

  • Si me buscáis a mí, dejad ir a éstos (Juan 18:8).

    La turba buscaba al Señor, así que el Señor rogó por sus discípulos. Los sentimientos humanos buscan la solidaridad de los demás. Uno se sentiría acompañado, alentado, si comparte su dolor con otros. La angustia de la propia muerte se mitigará si hay otros muriendo con él (especialmente si son más culpables que él).

    En el mundo se oye decir:

  • Si caigo, no voy a caer solo.

    Con eso, el que es sorprendido en alguna falta amenaza con arrastrar a otros. Su venganza será ver que otros también llevan el oprobio.

    Sin embargo, ¡fue tan diferente con el Señor! Él llevó solo nuestra vergüenza, cargó solo el pecado de todos nosotros. Y pidió que sus discípulos fueran dejados libres.

     

    Cuando nos llega la hora de nuestra muerte -en esta metáfora de la muerte al yo- no debemos acarrear a otros con nosotros. Es a nosotros a quien “buscan”, así que nosotros debemos morir. Los demás tendrán su hora, si es que al Padre le place así. Por ahora, sólo importa que muramos nosotros, y que muramos de la manera correcta.

    La muerte es la copa del Padre

    En la vida de todo cristiano que desea servir al Señor llegará el día en que se dará cuenta que la voluntad de Dios para él y su muerte son una misma cosa. Entonces, la muerte no será para el una desgracia, ni habrá deseo alguno de buscar culpables, ni tampoco deseo de escapar a ella.

    La muerte es, simple y claramente, la copa que el Padre nos da a beber.

  • La copa que el Padre me ha dado, ¿no la he de beber? (Juan 18:11).

    Los amigos te abandonan

    “Entonces todos los discípulos, dejándole, huyeron” (Marcos 14:50).

     

    Los discípulos son los que compartieron más de tres años de amistad, y de sueños con el Señor. Seguramente, hubo innumerables momentos en que le prometieron fidelidad, como aquella tan sonada de Pedro (Lucas 22:33), o aquella de Tomás (Juan 11:16).

     

    Ellos se sentían llamados a una gran misión, junto a su Maestro. Sin embargo, a la hora de la prueba, todos escapan a una, como una pequeña manada de conejos.

    El más fiel te niega

    Pedro era el que tomaba la iniciativa en todo. Para ofrecerse y para servir. También en la hora de la cruz, fue el primero en maldecir jurando que no le conocía.

    Pedro estuvo en la intimidad de la transfiguración, en la casa de la muchacha resucitada, y en Getsemaní. Negarle era la bajeza mayor. Pero Pedro no pudo escapar a ella.

     

    Nosotros también le negamos en Pedro. ¿Nos extrañaremos, entonces, que nuestro amigo, el más íntimo, niegue que nos conoce?

    ¿O que se avergüence de conocernos?

    Vas de mano en mano y de boca en boca

    Después que el Señor Jesús fue apresado, fue enviado a Anás, quien le interrogó. Luego, éste le envió, atado, a Caifás, el sumo sacerdote. Éste, después de oírle, le declara blasfemo y decreta su muerte. Entonces, se le lleva ante Pilato, al pretorio.

    Pilato le recibe, le interroga, le saca al pueblo, y lo introduce de nuevo en el pretorio. Luego, lo vuelve a sacar. Negocia largamente con los judíos. Cuando supo que Herodes estaba en Jerusalén, le envía a él. Herodes lo quería conocer, pero le zahiere.

    De vuelta a Pilato, éste, después de lavarse las manos, le entrega a los soldados para su ejecución.

     

    En todo este ir y venir, Jesús es sometido a las mayores vejaciones y a los más humillantes denuestos. La autoridad religiosa y la autoridad política se confabulan contra él. Y por su causa, dos de ellos se hacen amigos desde ese día. Pero él es enviado a la cruz, como un malhechor.

     

    Pablo, cuando era detenido, tenía alguna defensa y podía exigir algunos derechos, porque era ciudadano romano, pero nuestro Señor y Maestro, no tuvo defensa ni derechos. Antes bien, fue de mano en mano y de boca en boca.

    Es posible que esto te ocurra -en alguna pequeña medida- alguna vez a ti. Debes estar consciente de ello.

    Porque tú eres un amigo de Jesús.

     

    Que no se sepa quiénes ni cómo te pusieron los clavos

    No hay ninguna referencia en los evangelios acerca de cuál haya sido la reacción de Jesús en el momento en que fue clavado.

    Ninguna descripción hay que despierte en nosotros algún sentimiento de compasión. El relato es parco, preciso y hasta frío.

    Cuando estés en la cruz no has de hacer ninguna alharaca. Que nadie sepa cuánto estás sufriendo. Y después, que nadie conozca el nombre de quienes te clavaron (tú los sabrás), ni la forma en que lo hicieron.

     

    La crucifixión ha de ser vista por Dios, porque es su demanda, y es grata para él. Los hombres se han de enterar de ella sólo por la vida que fluye de tu muerte.

     

    Ah, y no olvides esto: Si mueres rápido (si eres obediente para morir), nadie te quebrará las piernas.

    No buscas refugio en tu madre, sino buscas refugio para tu madre

    Cuando Jesús vio a su madre junto a Juan al pie de la cruz, le dijo a ella:

  • Mujer, he ahí tu hijo. Y a Juan:

  • He ahí tu madre.

    A la hora de morir (y de morir una muerte injusta), los sentimientos afloran y reclaman su lugar. En Jesús no fue así. No hay ningún reclamo, ni autocompasión. No pensaba en sí mismo, sino en los demás. También en su madre.

    Esa mujer tenía una espada traspasada en su alma (Lucas 2:35) viendo morir a su primogénito, sin poder hacer nada para evitarlo, aun sabiendo quién era. A eso se sumaba el que, probablemente, no tenía marido a esa altura de su vida. Ella necesitaba cobijo, y un hijo que reemplazase al que perdía. Entonces, el Señor se lo procuró desde la cruz.

    Tú debes morir, pero debes procurar que los tuyos estén bien.

    De tu boca sale bendición, y de tu costado, agua

    Cuando Jesús estaba en la cruz, dijo:

  • Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen. (Lucas 23:34).

    Y más tarde, una vez ya muerto, cuando uno de los soldados le abrió el costado con una lanza, al instante salió sangre y agua (Juan 19:34).

    Estar dispuesto a morir no es suficiente. La demanda es morir bendiciendo a los matadores y rogando por los enemigos. La voluntad de Dios es que a causa de nuestra muerte, el agua de vida lave a muchos.

    No basta morir; hay que morir como Cristo murió.

    Los que se compadecen

    Luego de muerto el Señor, José de Arimatea y Nicodemo se acercaron para ungir su cuerpo y sepultarle. Ellos no formaban parte del círculo íntimo de sus discípulos, pero en ese momento quisieron ayudar. No pudieron evitar su muerte, pero al menos quisieron honrarle después de muerto.

    Así también sucederá contigo. Otros, los más ajenos pero compasivos, te querrán ayudar. Tú verás llenarse sus corazones de una gran nobleza, y ellos intentarán mitigar un dolor que no han causado.

    La resurrección

     

    Después que has muerto, las cosas cambian: los amigos secretos se manifiestan, y te favorecen. Aun los ángeles te acompañan.

    Tu cuerpo ha cambiado: ahora puedes llegar a lugares donde nunca pensaste. Tu ex-amigos se asombran de ti, y te siguen con ánimo renovado.

    Los hermanos de sangre, que antes te despreciaban, tal vez ahora te honren (Santiago 2:1; Judas 1:1). Dios multiplicará tu vida en otros muchos a través de ti, porque el Espíritu Santo habrá descendido para llenarte hasta rebosar.

    Hay tres procesos casi simultáneos que tú experimentarás entonces: hay un tránsito del llanto a la risa, porque habrá llegado la mañana de la resurrección (Juan 20:11-18); del estupor pasarás al gozo, porque comprobarás que estás vivo de nuevo, pero en una dimensión más gloriosa y real (20:19-29); y de la escasez pasarás a la abundancia, porque Cristo mismo ha multiplicado sus dones sobre ti (21:1-14).

    Cuando lo compruebes, entonces dirás con tu corazón ensanchado:

     

  • ¡Gracias, Señor, porque no quitaste tu mano hasta lograrlo! ¡Tuyo es el mérito, y toda la gloria!

     

    22

    El golpe de gracia

    (El último diálogo de Jesús y Pedro) Juan 21

     

    El Señor pregunta

    Algunos pudieran pensar que Pedro, después de la negación y de la restauración que el Señor hizo de él en esa mención sutil pero tan

    precisa de Marcos 16:7, ya estaba bastante preparado para asumir el servicio al cual el Señor lo había llamado.

    Sin embargo, no era así. Faltaba aun un toque final y definitivo. Un toque absolutamente demoledor.

    El golpe de gracia ocurrió aquella mañana junto al mar de Tiberias (Juan cap.21). Después de la pesca infructuosa de aquellos siete discípulos, y de comprobar la abundancia que hay en Cristo, se produjo un diálogo altamente significativo entre el Señor y Pedro.

    Hay tres preguntas de Jesús y más adelante una respuesta. Pedro, por su parte, tiene tres respuestas y una pregunta.

    Las tres preguntas de Jesús tienen un diferente grado de intensidad, y están hechas en orden descendente.

    El Señor pregunta, en sucesivos momentos:

     

  • Simón, hijo de Jonás, ¿me amas más que éstos?

  • Simón, hijo de Jonás, ¿me amas?

  • Simón, hijo de Jonás, ¿me quieres? 1

    Las preguntas tienen una especial fuerza y solemnidad, al ir encabezadas por el nombre completo de Pedro.

     

    Como puede verse, las preguntas pretenden demostrarle al primero de los discípulos que su amor no tiene mucho valor. Ese amor no sirvió a la hora de ser interrogado por las criadas en el patio de Anás, así que ahora es puesto en su verdadero lugar. Una tras otra, las preguntas lo desnudan, y lo demuelen. No acaba aún de reponerse de la primera, y ya va la segunda, y en seguida la tercera, sin la más ligera pausa.

    No sólo no estaba claro ahora si Pedro amaba al Señor más que los otros discípulos; tampoco estaba claro si le amaba de verdad, o si siquiera le quería.

     

    Veamos ahora las respuestas de Pedro:

  • Sí, Señor, tú sabes que te quiero.

  • Sí, Señor, tú sabes que te quiero.

  • Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero. (Ésta fue dicha con tristeza).

    Pedro nunca dice que lo ama. De modo que, de partida, reconoce que no hay la debida intensidad en su afecto como para usar la palabra “amor”.

    En la segunda respuesta, no sale todavía de su sorpresa por la repetición de la pregunta, y contesta igual que la vez anterior. Pero en la tercera, la respuesta dada y la tristeza que la acompaña, son reveladores del conocimiento que Pedro ha alcanzado de sí mismo. Que era lo que, en definitiva, el Señor quería que Pedro alcanzara.

    Pedro dice:

  • Tú lo sabes todo.

    Bajo esa frase hay el reconocimiento de su precariedad, y de que el Señor le ama a pesar de eso. ¿Qué podrá esconderle a él?

    Antes había presumido; ahora deja en manos del Señor la valoración de su amor.

    Pedro sabe que, de alguna manera, él ama al Señor. Pero ya no confía en sí mismo como para ni siquiera decirlo.

    La presunción de Pedro es definitivamente hecha pedazos.

    De ahora en adelante, la prueba concreta de su amor al Señor no será una hermosa y vehemente respuesta, sino un hecho concreto, reiterado tres veces por el Señor: Apacentar al rebaño de Dios.

    Amar al Señor no será decir algo bien, sino hacer lo que el Señor le pide que haga.

    El Señor responde

    Pero todavía falta la estocada final, para que otro aspecto del viejo Pedro caiga. Después de esto, ya estará preparado para Pentecostés.

    Mientras el Señor y Pedro hablaban, se acerca Juan. Pedro le ve y le pregunta al Señor:

  • Señor, ¿y qué de éste?

    El Señor le dice:

  • Si quiero que él quede hasta que yo venga, ¿qué a ti? Sígueme tú.

    La actitud de Pedro aquí es la misma de los labradores de la viña, que estaban contentos con su salario, mientras no miraron el salario que habían recibido los demás. (Mateo 20:1-16). La envidia les transformó el gozo en amargura.

    Pedro miró a Juan, y tuvo envidia. Sabía que Juan era el amado del Señor, y ahora les venía siguiendo, como reclamando el lugar que sabía que ocupaba en el corazón del Maestro. Ahora que Pedro se sabía confirmado en la obra de Dios, ¿qué papel ocuparía Juan?

    ¿Sería su rival en ella?

    El Señor le dice a Pedro, y también nos dice a nosotros:

  • Yo veré lo que hago con mis otros siervos. A ti no te debe importar el lugar que ellos ocupen en mi obra. Lo que te debe importar es que me sigas tú.

Pedro y Juan habrían de vivir muchas gloriosas jornadas juntos. Pero eso fue posible porque Pedro -el impetuoso y avasallador- había muerto ya, junto al mar de Tiberias.

Tres preguntas y una respuesta

Estas tres preguntas del Señor, y la respuesta que da a la pregunta de Pedro debieran ser suficientes para derribarnos también a nosotros. El Señor conoce nuestra realidad y lo engañoso de nuestro corazón. El problema es que nosotros no lo conocemos.

Por eso, nos hace bien ver a la luz de este diálogo, nuestra propia desnudez, nuestra absoluta precariedad; y convencernos no sólo de que no le amamos, como presumimos, sino de que tenemos un corazón envidioso, que nos impide caminar en paz con otros siervos.

Si lo vemos, y nos juzgamos, habremos vencido en una importante batalla con nosotros mismos, habremos vindicado al Señor, y habremos reunido las condiciones mínimas para que Dios pueda comenzar a utilizarnos de verdad.

1 Seguimos aquí la traducción de la Biblia de Jerusalén, más apegada al griego.

Las citas bíblicas corresponden a la versión Reina-Valera 1960. Otras versiones usadas: Versión Moderna de H. B. Pratt (VM), y Biblia de Jerusalén (BJ).

ISBN 956-291-053-9 PRIMERA EDICIÓN, Julio de 2001

Registro de Propiedad Intelectual, Inscripción Nº 120-914

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